domingo, 3 de diciembre de 2017

Te llevaré al Cielo: Capítulo 2


 



Pablo Guzmán Rodríguez era un muchacho de humilde procedencia que abandonó su pueblo, Bubión, en las Alpujarras granadinas, para tratar de mejorar su vida y la de sus hermanos con un trabajo estable en la capital. Sus padres, pobres de solemnidad, malvivían con los escasos cultivos de su parcela y algún que otro jornal que el hombre ganaba ocasionalmente. A pesar de su pobreza, los Guzmán fueron un matrimonio bien avenido y ciertamente feliz en su humildad hasta que la fatalidad se llevó al esposo víctima de unas fiebres tifoideas.
Pablo era el mayor de los hijos y amaba tiernamente a su madre y a sus hermanos pequeños lo que le obligó a ponerse al frente de la casa. La familia quedó totalmente desprotegida a la muerte del padre y fue él quien tuvo que asumir su papel a la temprana edad de dieciséis años. Este hecho marcó su vida haciendo que priorizara el bienestar de su madre y hermanos sobre el suyo propio.
El muchacho no era guapo ni elegante, pero sí un trabajador nato y una excelente persona. Trabajaba como un burro en múltiples oficios y por la noche asistía a clases nocturnas donde aprendió contabilidad. Ciertamente era bueno con los números y vio recompensado su esfuerzo con un empleo de cajero en la sucursal de la Caja Rural de la Placeta de los Lobos. Cuando sus hermanos fueron mayores y capaces de trabajar y ganarse el sustento, el muchacho se encontró con treinta y dos años, soltero y sin demasiado atractivo para las jóvenes casaderas. Intentó buscarse una novia con vistas a matrimoniar, pero su enfermiza timidez y su carencia total de habilidades sociales, le lastraban de tal manera que le impedían llegar al suficiente nivel de conocimiento e intimidad con ninguna muchacha, hecho que le hacía desistir de dar el paso decisivo.
Conoció a Claudia por casualidad. Aquel año, doña Carlota presidía la mesa petitoria de la fiesta de la banderita situada en la Placeta de los Lobos, justo al lado de la entidad bancaria donde Pablo Guzmán trabajaba. El muchacho se acercó a depositar su óbolo y fue atendido amablemente por ella que estaba acompañada de la esposa de un comisario de policía y de su hija Claudia. La joven, que se aburría soberanamente, le dedicó una deslumbrante sonrisa y Pablo quedó prendado de ella sin remisión. Aún no sabía que bajo el tapiz que cubría la mesa, se escondía la pierna enferma y deformada por la polio de la hermosa joven.
Viendo el embobamiento y el rubor escrito en la cara del muchacho, doña Carlota, que era más larga que un día sin pan, no perdió el tiempo y le dio conversación demostrándole una desusada cordialidad; ella, que tan altiva y lejana solía ser, se percató de inmediato de las posibilidades extraordinarias que se habían suscitado y le invitó a merendar al domingo siguiente.
─“Querido muchacho ─dijo con dulzura─. El próximo domingo doy una merienda en mi casa. Me encantaría que asistiera, y no acepto un no por respuesta”.
Pablo, que apenas se lo podía creer, pensó que se había producido un milagro. La elegante señora y su hermosa hija le invitaban a merendar. Tenía que haber alguna equivocación o quizá había intercedido su madre con alguno de sus santos, fijo que era esto último. Aquella noche fue incapaz de conciliar el sueño y el resto de la semana anduvo sumido en una especie de trance en el que la imagen de Claudia ocupaba todos los espacios.
El tiempo, apenas tres días, se le hizo eterno al muchacho que soñaba con la llegada del domingo con todas sus fuerzas. El sábado por la tarde se dirigió a los baños públicos donde se acicaló con esmero. Lo hizo con discreción, porque le avergonzaba su pobreza y la humildad de la habitación de la pensión donde vivía. A las cinco de la tarde se preparó para acudir a la cita vestido con su ropa de los domingos, un desafortunado traje gris marengo heredado de su padre que le quedaba algo grande y, al mismo tiempo, le ponía años encima. Con sus humildes ahorros compró un ramito de violetas en la Plaza Bib-Rambla y una cajita de pastas en la pastelería Bernina, la mejor de la ciudad. Tal despilfarro le dejó sin una peseta y le supuso quedarse sin café el resto del mes, pero no le importó.
Allí, en aquel escenario perfectamente preparado por doña Carlota, con el antiquísimo servicio de plata reluciendo, los delicados manteles de hilo bordados con filtiré y vainicas y las finas tazas de porcelana que habían pertenecido a los antepasados, el pobre Pablo encontró por fin a la novia que con tanto ahínco había estado buscando. Lo que nadie le dijo fue que la puesta en escena, la plata, la porcelana, la criada ataviada con blanca cofia y la novia, eran el attrezzo de una obra de teatro que la familia al completo representó para conseguir que aquel incauto pardillo que miraba embobado a su tullida hija, cayera rendido a sus pies.
Don Lorenzo, doña Carlota, los dos hermanos de Claudia, Cosme y Damián,… todos se confabularon para que Pablo no se diera cuenta de la invalidez de Claudia y cuando al cabo del tiempo fue consciente de su estado, ya no pudo retroceder porque estaba perdidamente enamorado de ella y se hubiera casado aun cuando hubiese tenido que llevarla en brazos hasta el altar. Cosas del amor.
Cuando el joven descubrió accidentalmente la minusvalía de Claudia, ya era tarde para volver atrás y siguió adelante con la idea de casarse cuanto antes. Lo hizo con generosidad, sin dudarlo un segundo, como el caballero que demostró ser toda su vida a pesar de que su madre y hermanos, cuando supieron del engaño, intentaron disuadirle.
La pareja se casó un día de mayo a primeras horas de la mañana en una ceremonia gris celebrada en semiclandestinidad, sin invitados y sin el menor relieve social, solamente con la asistencia de la estirada familia Ortuño, y los familiares de Pablo que se sintieron en el evento totalmente fuera de lugar. Los padres de Claudia hicieron de padrinos sin consultarlo siquiera con el novio que callaba y aguantaba estoicamente para no indisponerse con su amada. No hubo celebración posterior, ni viaje de novios, sólo una temprana merienda en el salón de doña Carlota en la que se sirvieron unas pastas y algunos licores y donde los Ortuño evitaron por todos los medios mezclarse con la señora Celeste y su prole.
Este fue el mal comienzo de un matrimonio que nunca debió celebrarse pues era notoria la falta de amor de la recién casada hacia el esposo. Claudia nunca quiso a Pablo ni se molestó en disimularlo. Aborrecía su tosquedad y sus escasas habilidades sociales y a lo largo de su vida en común no dejó pasar ni una sola ocasión para reprochárselo. Nunca le agradeció nada de lo que sacrificó por ella pero él siguió queriéndola calladamente, minuto a minuto, y siempre pensó que conocerla fue un regalo de Dios.
Claudia Ortuño y Ampuero siempre vivió una farsa, una mentira. Jamás dio gracias a Dios por el marido que le concedió ni por las dos hijas con que la había bendecido. Su corazón, lleno de amargura, estaba aún más emponzoñado que sus tullidas piernas.
………….
El matrimonió se instaló en un espacioso piso del Camino de Ronda cercano a la elegante calle Recogidas, en un edificio de nueva construcción bastante pretencioso. La zona apenas empezaba a urbanizarse y el campo y la vega granadina con sus cultivos era la visión que cada mañana contemplaban los recién casados cuando abrían las ventanas. Era como si estuvieran en el fin del mundo. La calle polvorienta, sin asfaltar y llena de baches, era deprimente. Apenas circulaban vehículos por ella y tratar de llegar al centro de la ciudad suponía una buena caminata pues el único autobús de línea que transitaba por allí pasaba de tarde en tarde en una completa anarquía horaria.
Claudia se sentía prisionera en aquella casa. No podía salir a la intransitable vía con su andar vacilante ni podía reunirse con sus amigas; pero lo que más sentía era no poder acudir diariamente a la Iglesia del Santo Sacrificio, su preferida, donde, paradojas de la vida, se confesaba semanalmente. Constantemente maldecía su hogar, el barrio, la escasez de dinero, los vecinos…, todo. Nada parecía gustarle en su nueva vida de casada y esa frustración la volvía hacia su marido con maldad y ganas de hacerle daño. Sin embargo amaba la actividad sexual que el nuevo estado le brindaba y a ello dedicaba las noches con entusiasmo. Pablo se las veía y deseaba para complacerla pues, era tal la demanda de la dama, que terminaba agotado. El primer embarazo no se hizo esperar dando al esposo una de las mayores alegrías de su vida. Su esposa, en cambio, no se alegró tanto pues llevaba mal los molestos síntomas de los primeros meses que ella se encargaba de magnificar hasta el infinito. Fueran ciertos o no, el caso es que se pasó los nueve meses de gestación metida en la cama cargando todo el trabajo de la casa sobre los hombros del esposo.
Él hacía lo que podía y su vida transcurría entre el trabajo y el hogar donde cada vez se sentía más agobiado por las exigencias económicas de su esposa y sus caprichos. Poco a poco se convirtió en una sombra que vagaba por las habitaciones como alma en pena, sin importarle demasiado a nadie, sobre todo desde que doña Carlota se instaló con ellos para vigilar la salud de su hija. La dama desplegó toda su mala leche de rica venida a menos y sus pretenciosas maneras de “quiero y no puedo” que Pablo aborrecía. Fue un calvario para él aguantar la presencia de su suegra y el día que se marchó dejando la casa al cargo de una criada pagada por ella para que ayudara con Pablito, el niño recién nacido, casi no cabía en su piel de satisfacción. Su alegría fue efímera, no obstante, pues el niño falleció a los pocos días de su nacimiento de muerte súbita dejando a la pareja sumida en el dolor. Queriendo olvidar el duro trance, el matrimonio no tardó en reanudar su vida conyugal y lo hizo con tal ímpetu que en un corto intervalo de tiempo nacieron dos hijos más: Luis y al año siguiente Marta Teresa, a la que siempre llamaron Marta. El pequeño Luis apenas vivió dos semanas pues había nacido con importantes deficiencias coronarias que no pudieron ser corregidas. Fue otro duro golpe para el matrimonio, pero no contribuyó a unirles más, sino todo lo contrario, sirvió para que Claudia achacara a su esposo una dudosa herencia genética culpable de la tragedia.
La llegada de Marta Teresa fue providencial porque nació sana y hermosa y Claudia creyó ver en ella todos los atributos de su estirpe lo cual la llenó de orgullo. En cambio, el devenir diario se complicó bastante con la llegada de la pequeña pues su total falta de interés por los asuntos domésticos y la ausencia de voluntad para llevar las riendas de su hogar, consiguieron que la casa se convirtiera en un absoluto caos. Claudia aprovechó esta circunstancia y no dejó de dar la tabarra a sus padres hasta que al final, y en contra de la opinión de Pablo que apenas era tenida en cuenta, consiguió permiso de sus progenitores para dejar el piso del Camino de Ronda y volver a instalarse en la casa del Realejo, la casona familiar.
El vetusto edificio que había conocido mejores tiempos pero que aún conservaba parte del brillo y esplendor de antaño, constaba de tres plantas comunicadas entre sí por una amplia escalinata de mármol. En la planta baja se ubicaban la cocina y un hermoso patio andaluz cubierto con un entoldado que lo protegía del ardiente sol. El patio, primorosamente ornamentado de azulejos, hacía de comedor de verano y en invierno de invernadero. En la planta baja también se encontraban los dormitorios del servicio, patios y trasteros en lo que años atrás fueron cuadras y cocheras. En el primer piso abrían sus puertas los salones y el elegante comedor de invierno donde unos enormes aparadores albergaban los restos de la plata y la vajilla de porcelana que daban idea del esplendor de antaño. También habían instalado una compleja y moderna cocina que se utilizaba sólo en invierno por capricho expreso de la dueña de la casa. En el último piso, numerosos dormitorios abrían sus puertas a una amplia galería cuajada de macetas donde los geranios gitanillas de doña Carlota lucían en todo su esplendor.
La mansión era imponente y señorial y había que ser muy perspicaz para darse cuenta de que, en la actualidad, la familia no estaba sobrada de recursos. Claudia adoraba esta casa donde siempre había vivido y no cejó hasta volver. Doña Carlota les asignó tres habitaciones del ala norte, la más fría, y allí se instalaron el matrimonio y su hija. Fue un acuerdo ventajoso para todos, excepto para Pablo, que en aquel caserón se sentía más perdido que de costumbre. El buen hombre se buscó otro trabajo para la tarde con la idea de complementar su exigua paga como contable y también para huir del asfixiante ambiente que la convivencia con los Ortuño le producía. Con el beneplácito de Claudia que apenas le aguantaba en casa, empezó a prestar su colaboración en el despacho de quinielas de un amigo logrando los dos objetivos.
Ni siquiera esta aportación extra de dinero contentó a su esposa. Ella, con aquel escaso peculio, no podía permitirse lujos ni extravagancias y esto la frustraba más si cabe. A regañadientes, hubo que suprimir sus meriendas diarias en la elegante pastelería a la que acudía desde siempre en la calle Ángel Ganivet, y dejar de encargarse la ropa a medida en su modista habitual. De vez en cuando pedía dinero a su madre y ésta se lo daba a cuentagotas.
Doña Carlota, que era tacaña a más no poder, llevaba fatal que su hija siempre le estuviera pidiendo dinero para esto o lo otro. A pesar de vivir bajo el mismo techo la economía de ambas familias estaba bien separada por expreso deseo de la dueña de la casa que lo dejó claro desde el principio. Ella les daba techo y nada más: la comida, la ropa y la educación de la hija era a cuenta de los padres.
Claudia se resistió cuanto pudo y buscó la complicidad de su padre pero de nada le sirvió. Don Lorenzo tampoco era demasiado espléndido y apoyó a su esposa, máxime cuando lo habían acordado desde el principio; ellos les daban alojamiento y punto. Claudia, al final, no tuvo más remedio que bregar con Marta intentando educarla adecuadamente. Su escasa movilidad era un hándicap, pero no tuvo más opción que remangarse y hacerse cargo de la intendencia a pesar de que la vieja Isidora, la criada de doña Carlota, la ayudaba bastante a escondidas de su ama. Cuando Pablo volvía a casa después de una jornada de dieciséis horas de trabajo, aún tenía que encargarse de fregar la vajilla y preparar la comida para el día siguiente. Era una vida dura, pero el hombre no se quejaba; es más, a su manera, era razonablemente feliz. Lo que peor llevaba era la letanía de reproches que su mujer le lanzaba cada vez que se terciaba. Claudia siempre le echó en cara el gran favor que le hizo casándose con él, un humilde contable que trabajaba en una entidad bancaria, ella, una hija de buena familia y se tuvo que conformar con el pobretón de Pablo Guzmán.
A pesar de que en apariencia su vida no era muy feliz es de suponer que sus relaciones íntimas no serían tan malas pues Claudia tuvo tres embarazos más que se malograron a los pocos meses y al poco tiempo quedó embarazada de nuevo.
………….
Yo nací el día cinco de enero de 1945 cuando mi hermana Marta ponía sus zapatos delante del belén esperando la llegada de los Reyes Magos. Vine al mundo sin dar la lata, en un parto fácil que apenas duró dos horas. Mi madre me recibió sin demasiada ilusión y alguna vez me han contado que, cuando me vio por primera vez, se deprimió mucho pues, según ella, era igualita que mi abuela paterna. Me pusieron el nombre de Julia porque a mi madre le gustaba y para llevarle la contraria a mi padre que quería bautizarme con el de Celeste, como su madre.
No sé si a partir de entonces la vida conyugal de mis padres cambió pero sí sé que ya, con mis primeros recuerdos, mi madre no dormía con mi padre sino en su dormitorio de soltera donde se trasladó dejándole a él sólo en la cama matrimonial y con mi cuna al lado. Coincidió esta separación de facto, con la incorporación de mi madre al mundo laboral. Después de algunas gestiones del abuelo consiguió un puesto de profesora en el Colegio Marianista gracias a su valía personal y a las subterráneas maniobras que éste llevó a cabo.
La incorporación a su puesto de trabajo alejó al matrimonio un poco más si cabe haciendo que mamá pasara olímpicamente de las tareas domésticas y de sus deberes como madre. Fue entonces cuando Telma llegó a nuestra casa para cuidarnos y descargar a mi padre de tanto agobio. Libre ya de la esclavitud del orden doméstico, papá pudo asumir otras funciones de las que tan necesitadas estábamos. Era él quien nos daba atención y cariño consiguiendo a duras penas que siguiéramos siendo una familia. Por la noche me cambiaba los pañales y me daba el biberón sin protestar jamás y sin reprocharle nada.
Cuando cumplí los 5 años empecé a tener terrores nocturnos y miedos injustificados, era como si ya vaticinara los duros días que estaban por venir. Algunas veces me despertaba aterrada, llena de sudor y llorando desesperada, y ni una sola vez acudió mi madre a consolarme. Era mi padre y, en algunos casos mi hermana Marta, quienes me calmaban y estaban conmigo hasta que me tranquilizaba y me volvía a dormir.
Fue por esas fechas cuando mamá empezó a salir mucho y a acudir a multitud de actos sociales que requerían un lujoso vestuario y un gran despliegue económico. Aquel importante gasto se notó alarmantemente en las escasas raciones que a partir de entonces nos servían en el plato. Yo era una niña muy tragona y siempre tenía hambre, me daba igual lo que me dieran de comer porque, en un momento, lo devoraba todo y eso a pesar del miedo que me inspiraba la intimidante mirada de mi madre que aborrecía mi forma de ser y no entendía de quién había heredado tanta vulgaridad.
Pero no era yo la única que pasaba hambre; lo hacíamos todos, pero al ser tan pequeña no comprendía que, de repente, me dejaran de dar la merienda y me mandaran a la cama con una taza de caldo caliente cuando lo que quería era comerme un gran bocadillo de chorizo.
………….
Mi hermana Marta ingresó en la escuela de enfermeras del Hospital Clínico de San Cecilio a las órdenes de Sor Josefina, su directora, cuando terminó el bachillerato. La monja, una enjuta mujer de mediana edad, religiosa vocacional de la Orden de la Caridad, era la encargada de formar a las aspirantes a enfermería cuya escuela regía con maestría y mano dura. Las mejores enfermeras que se licenciaban en la ciudad de Granada eran las pupilas de Sor Josefina. Casi todas encontraban trabajo en cuanto terminaban los estudios y por eso, entrar allí, era harto difícil y había que tener buenas notas y alguna recomendación. Mi hermana lo consiguió a la primera y se mudó a vivir al internado con gran disgusto por mi parte pues me quedaba sin mi defensora y aliada. Pensar que me iba a quedar sola en la casa, con mis padres y mis abuelos ya mayores, me enervaba y ponía los vellos de punta.
─¡No te vayas, Marta! ─le decía hipando compulsivamente.
─Me tengo que ir nenita, pero vendré a verte todos los fines de semana ─me respondía amorosa. Separarme de mi hermana fue una dura experiencia porque ella, por entonces, sí me quería y ser consciente de ello era como un bálsamo para mi alma y me hacía sentir menos sola.
………….
Libre ya de cargas familiares, pues ni mi padre ni yo contábamos, mi madre empezó a prepararse las oposiciones a la Cátedra de Historia que fue convocada por esas fechas. Todo su tiempo lo dedicaba a estudiar y nuestra casa era un desastre de organización donde nunca se sabía si ibas a comer o no. Tuve que aprender a sobrevivir hurtándole a mi glotona abuela todo lo que podía de la bien surtida alacena donde escondía sus delicatesen. A veces olvidaba cerrarla y yo, que andaba siempre al acecho, aprovechaba la ocasión para hacer una incursión y robarle todo lo que pillaba.
Desde pequeña supe que tendría que espabilarme para salir adelante y también barruntaba que tendría que trabajar duro pues no podía seguir perdiendo el tiempo “paseando los libros” sabiendo que no estaba dotada para los estudios. En honor a la verdad he de decir que mi madre lo intentó y al menos quiso que terminara el bachillerato, pero yo no sentía motivación y creía sinceramente que no estaba entre los elegidos y que mi pobre intelecto no daba más de sí. Cuando cumplí los trece años y ante el desolador panorama de mis notas, mis padres decidieron que lo mejor sería que aprendiera un oficio. Nadie me preguntó qué me gustaría hacer a mí y sólo pude asistir atónita e impotente al triste espectáculo en el que se decidía mi destino.
Mamá, por supuesto, movió todos sus resortes y al fin consiguió que me aceptaran como aprendiza en el Salón Alvarado, su peluquería de toda la vida, un reputado y sofisticado salón donde acudía lo mejorcito de Granada para que don Marcelo, dueño y alma mater del negocio, les hiciera moños franceses y otras virguerías. Fue un favor que le hizo a ella personalmente y así me lo advirtió cuando me aleccionó sobre cómo debería ser mi actitud y comportamiento. También me hizo la seria advertencia de que, bajo ningún concepto, debía revelar a las clientas nuestro parentesco ni llamarla mamá cuando acudiera a peinarse.El establecimiento, situado en la calle Pavaneras confluencia con San Matías, ocupaba parte de los bajos de una hermosa casa construida por un indiano en una de las zonas más caras de la capital. La peluquería se componía principalmente de una gran sala amueblada según la moda de la época, con unos cómodos sillones último modelo que se alineaban en una larga pared, mientras en la parte opuesta, unos voluminosos secadores funcionaban sin parar. Una larga fila de sillas se situaba frente a una pared de espejos donde, don Marcelo y Encarna, su oficiala, se esmeraban peinando a las encopetadas señoras. Delante de los asientos donde esperaban las clientas se situaban varias mesitas bajas con forma de riñón atestadas de revistas de moda y cestitos con caramelos, que aportaban un toque glamuroso. En uno de los ángulos estaban instalados los lava cabezas, unos artilugios que no había visto en mi vida y donde supuse iba a trabajar a partir de entonces. Al fondo, en un rincón, una puerta que debía conducir a alguna habitación interior.
Aquella mañana, cuando llegué al local, la peluquería estaba a tope y un tropel de parlanchinas señoras ocupaba prácticamente todos los sillones mientras una aprendiza se esforzaba en lavar cabezas. Don Marcelo se encontraba peinando a una dama con muy buena pinta que luego supe era la esposa de un alto cargo de la Diputación y, a su lado, Encarna, la oficiala, llenaba otra cabeza de palitos que después me enteré se llamaban bigudíes. Era lunes y al parecer este día acudían muchas señoras a hacerse la permanente y a darse tintes.
Don Marcelo era un pequeño y sonrosado hombrecito de unos cincuenta años con el pelo tintado de color rubio ceniza. Ese día iba vestido con unos anchos pantalones blancos y una larga túnica del mismo color que le daban un aspecto extravagante. Su vestimenta chocaba bastante pues resultaba excesivamente moderna y excéntrica comparada con los clásicos atuendos de las añosas clientas. También me extrañó su exagerada manera de hablar alargando las palabras y marcando mucho las eses finales y los constantes ademanes que hacía con las manos mientras emitía grititos más propio de una mujer. 

─¡Qué be-lle-za,… este corte le queda di-vi-no, señora! ─le decía a doña Matilde, señora de un concejal, cuando le cortó el pelo a lo garçon.
Las clientas se derretían con él que siempre encontraba la palabra adecuada y la lisonja que cada una requería. Un día, mientras lavaba una cabeza, oí una conversación por casualidad en la que le calificaban de “mariquita”. Yo, que no tenía ni idea de lo que aquella palabra significaba, pensé que se referían a su modo de vestir, tan diferente y moderno. Ni por un momento imaginé lo que aquella palabra, dicha despectivamente, significaba. Para mí, don Marcelo era un ser tierno y encantador que desde el primer momento fue bueno y considerado conmigo.
Mi primer día de trabajo fue muy duro ya que no estaba acostumbrada a trabajar y, mucho menos, a permanecer de pie horas y horas. Como aprendiza que era, las clientas se creían con derecho a enviarme de aquí para allá pidiéndome los más peregrinos caprichos y, al ser la última incorporación, todos los recados me los mandaban a mí mientras Pili, la otra chica, lavaba cabezas sin parar.
─”Ahora te vas a la cafetería de la esquina y traes tres cafés con leche, dos calientes y uno templado, dos raciones de tejeringos y un suizo, etc. ¡Vuela que hay mucho trabajo!” ─decía Encarna con muy mala leche mientras yo salía corriendo tratando de recordar todos los encargos, pero por mucho que me esforzaba, nunca hacía las cosas como ella quería. Desde el primer día le caí mal y me lo demostraba a diario sin darme la menor oportunidad. Gracias a don Marcelo que era tan buena persona no me maltrataba más de lo normal. Con Pili apenas pude intimar pues a los tres días de mi llegada se despidió para irse a trabajar de dependienta de una zapatería que era lo que a ella le gustaba.
Siempre me pregunté por qué le caí tan mal a Encarna, pero tiempo después supe que fue porque me dieron a mí el trabajo por influencias de mi madre y no a su prima que también aspiraba al mismo. La muy mala pécora me pegaba unos pellizcos y unos tirones de pelo que me hacían saltar las lágrimas en cuanto me veía descansando unos minutos. Llegué a odiarla y temerla a partes iguales y aguantaba, únicamente, porque el bueno de don Marcelo me compensaba con su trato cariñoso. 

─”Mira Julia ─decía con paciencia─, tienes que lavar el pelo con más energía dando un suave masaje al cuero cabelludo de las señoras. Ya verás como si lo haces bien y las clientas quedan contentas, te darán propinas,…anda guapa, lávame a mí y así aprendes….Ya te voy indicando”.
Todo iba más o menos bien, hasta que don Marcelo sufrió “el accidente” que le cambió la vida y complicó la mía durante una temporada.
Era sábado y había llegado la primera a la peluquería. Encarna, que hacía de jefa cuando don Marcelo no estaba, me había asignado el día anterior algunas tareas para realizar antes de abrir al público. Ya me disponía a elevar el cierre metálico cuando comprobé con algo de miedo que la cerradura estaba abierta y la puerta entornada. Por un momento pensé que habrían entrado a robar y me asusté de veras. Luego me tranquilicé porque allí cerca, en el centro de la Plaza de Isabel la Católica, estaba Jacinto, el guardia de la porra que dirigía el caótico tráfico de las mañanas, ¿qué me iba a pasar con un policía tan cerca?
Por un momento pensé en lo que me diría Encarna y en las chanzas y pullas que me lanzaría a lo largo de la jornada si no cumplía lo que me había mandado. Esta certeza me ayudó a desterrar mis miedos y, dando un último impulso, elevé el cierre y entré en el local con determinación. La sala estaba a oscuras y me dio repelús. Seguí adelante y al entrar en el cuartito, le vi. Don Marcelo estaba tumbado en un diván que era prácticamente todo el mobiliario de la habitación que utilizábamos normalmente para descansar y dejar las cosas de las clientas. Por un momento creí que se habría quedado dormido sin darse cuenta y ya me disponía a salir para no despertarle cuando un hondo gemido atrajo mi atención y me hizo volver la cabeza.
Don Marcelo intentaba llamarme, decirme algo, pero sólo emitía sonidos guturales que no entendía mientras blandía su mano indicándome que me acercara.
─¿Está bien don Marcelo? ¿Necesita algo? ─le pregunté con el pánico reflejado en mi cara.
─¡Ayu...da,…ayuda! ─me decía con dificultad.
Mi primer impulso fue echar a correr y ponerme a dar gritos como una loca para que alguien me ayudara. No sabía bien lo que le pasaba pero estaba segura de que era algo grave. Pero don Marcelo había conseguido asir mi brazo y me impedía escapar.
─¡Voy a buscar ayuda don Marcelo! Ahora vuelvo, le grité para que me soltara, pero él aferraba mi mano todavía con más fuerzas.
─¡No…no,... no llames a nadie! ─musitaba bajito─ .Tráeme un vaso de agua, anda ─dijo intentando levantarse.
Le acerqué un vaso con mi temblorosa mano y bebió un sorbo de agua que pareció reanimarle. Poco a poco consiguió ponerse en pie con la ayuda que le presté manteniéndose erguido con grandes dificultades y así, sujetándole con todas mis fuerzas, conseguimos llegar al cuarto de baño. Cuando encendí la luz del aseo para facilitarle la entrada comprobé horrorizada que su camisa y pantalones estaban manchados de sangre.
─¿Está usted herido? ─le pregunté sin obtener respuesta.
_ ¿Está usted herido? ─insistí.
─Sí, estoy herido, pero no te puedo decir nada, no preguntes, cuanto menos sepas mejor para ti… además, eres muy joven y no lo entenderías ─dijo con un hilo de voz.
No quise insistir y respeté su silencio y, a partir de ese momento hice lo que él me pidió. Le ayudé a desnudarse y a meterse bajo la ducha mientras esperaba fuera pudorosamente. Él no quiso que le viera ducharse porque, según balbució, yo era demasiado niña para ver las intimidades de un hombre. Cuando terminó, le acerqué su ropa de trabajo y le vestí porque él no era capaz. Por último salí a la calle, detuve un taxi, y le metí dentro con grandes esfuerzos. Luego me encargué de meter sus ropas manchadas en una bolsa donde guardábamos las toallas sucias y las escondí en un armario. En el rincón donde las oculté supuse que estarían fuera de la curiosidad de Encarna, La Poligonera, como últimamente la había apodado.
Hecho esto, me dispuse a realizar el cometido que me había llevado al salón a tan temprana hora. Encarna me había encargado lavar con jabón y amoniaco todos los rulos que había en el local y todos los recipientes donde se mezclaban los tintes. Faltaban apenas treinta minutos para la hora de apertura y, ese día, la sala solía estar hasta los topes de clientas. Una de las que acudiría puntualmente, como todos los sábados, sería mi madre que siempre tenía hora a las diez.
El miedo a la que me montaría Encarna si no obedecía sus órdenes dio alas a mis manos y aún hoy día no sé cómo lo hice pero lo conseguí. A la hora en que la insufrible mujer asomó su cara por la puerta terminaba de colocar el último rulo en su sitio y me disponía a recoger las últimas gotas de agua jabonosa para que no pudiera tener ni la menor queja.
El día fue agotador con la peluquería llena de exigentes clientas que rivalizaban entre ellas para ver cuál era más borde y más maleducada. Lavé como veinte cabezas, recogí pelos del suelo, hice masajes capilares a todas, traje innumerables cafés del bar de enfrente, aguanté las broncas de Encarna, y todo ello sin perder la sonrisa.
Mi madre, con la cabeza llena de rulos, me miraba fijamente desde la campana del secador con su “mirada especial” esa con la que quería decirme. “¡Ni –se-te- o-cu-rra- lla-mar-me- ma-má pa-ra- ti-a-quí-soy-la –se-ño-ra- Or-tu-ño!” Entendí el mensaje y ni por un momento di muestras de conocerla; la traté como a una clienta más, pues sabía que ella se avergonzaba de que una hija suya desempeñara un oficio, cosa que le parecía el colmo de la vulgaridad.
A pesar de mis desvelos y diligencia, cada vez que tenía ocasión, Encarna me arreaba un pellizco, mientras maldecía por lo bajo ante la ausencia de don Marcelo.
─¿Dónde se habrá metido el muy maricón, sabiendo el día de trabajo que tenemos? ¿Tú sabes algo del jefe? ─me preguntaba a cada momento.
Yo, que en principio me había debatido entre decirle lo que había presenciado o callarme, opté por lo segundo y negué sistemáticamente cada vez que me acosaba con la misma cantinela. Sin saber por qué, sabía que tenía que callar, no podía explicar por qué estaba tan segura, pero lo estaba.
La mañana fue una locura y terminé muerta. Fue al final de la tarde, cuando ya íbamos a cerrar que, dos hombres con traje oscuro y cara de pocos amigos, irrumpieron en el salón como dos elefantes en cacharrería. Empujaron la puerta, me dieron un empellón, entraron en la trastienda sin pedir permiso, y nos trataron con altivez y desprecio. Encarna, que estaba pálida como una muerta, intentó protegerme con su cuerpo pues pensaba que los dos individuos eran atracadores. Pero no, no eran ladrones, eran dos policías de la Brigada Político-Social, que buscaban a don Marcelo.
Cuando el de apariencia más brutal preguntó por él, Encarna estuvo a punto de caer al suelo del soponcio. Tuvo que posar su trasero en uno de los sillones, mientras yo, adoptando mi pose más estúpida, la abanicaba con una revista.
─¿Pero qué ha hecho este hombre, por Dios? ¿Por qué le buscan?
─¿No lo sabes o te haces la tonta? ─dijo con grosería mientras amagaba con darle un puñetazo─. ¿No sabes que tu jefe es el tío más maricón de Granada y que esta noche ha participado en una orgía? ¡Contesta! ─le decía aquel pedazo de animal al que su compañero llamaba Pascual.
─No señor, no sé nada, no le he visto desde ayer porque hoy no ha venido a trabajar ─contestaba Encarna, mientras yo permanecía con la vista baja y la boca cerrada.
─¡A ver, tú! ─dijo el individuo dirigiéndose a mí por primera vez─. ¿Has visto al maricón de tu jefe?
─Negué con la cabeza sin atreverme a mirarle. Temía que leyera en mis ojos que mentía y me llevara detenida.
Gracias a Dios, parecieron darse por satisfechos con nuestras contestaciones y un somero registro del local y se marcharon, mientras por maldad, de camino hacia la puerta, arrojaron al suelo varios frascos de champús dejándonos asustadas y temblorosas. Encarna estaba pálida y yo apenas podía tragar saliva del miedo que sentía. Una especie de nudo angustioso cerraba mi garganta impidiéndome hablar y respirar. No obstante, me sentí aliviada en el fondo pues afortunadamente no habían mirado en el armario donde había escondido la bolsa con las ropas manchadas de sangre.
Sin saber por qué, y eso que en esos momentos mi percepción de Encarna había cambiado notablemente, (no podía olvidar cómo se interpuso entre los policías y yo protegiéndome con su cuerpo cuando pensábamos que eran ladrones), algo me decía que no debía contarle lo de don Marcelo.
Encarna, mucho más humanizada que otras veces, me preguntó con un tono nuevo en la voz.

─¿Estás bien, niña? Has pasado mucho susto, ¿verdad?
Asentí con la cabeza, mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. No estaba acostumbrada a las muestras de cariño y ella me estaba hablando afectuosamente, cosa que me desarmó por completo.
─¡Anda vámonos “pa” casa y no digas nada a nadie! Ya veremos el lunes en qué queda la cosa. Si estás muy asustada todavía, te puedo acompañar ─dijo mientras cerraba la persiana metálica.
─No señora, ya no estoy asustada, sólo estoy preocupada por don Marcelo… ¿Por qué le buscarán?
─Bueno, será por cosas de mayores. Tú eres todavía muy chica para saber ciertos asuntos… Vete a casa y descansa, hoy ha sido un día muy duro…. ¡Sí señor,…muy duro! Antes de subir al autobús se despidió de mí afectuosamente, lo cual me enterneció.
─¡Adiós Julia, y no digas nada a nadie! ¿De acuerdo?
─¡Adiós señora, no se preocupe que no diré nada!
Así, de esta manera, educada y hasta con algo de cariño, nos despedimos las dos. Un secreto compartido debe de unir mucho porque, a partir de entonces, dejó de ser tan borde conmigo.
Después de acompañarla hasta la parada del autobús en la Gran Vía, di un paseo tratando de serenarme y aclarar mis ideas. Luego, cerca de las nueve, regresé andando hacia mi casa pensando en el cambio de actitud de mi compañera.

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