sábado, 30 de diciembre de 2017

TE LLEVARÉ AL CIELO.




Estimados lectores.
Os presento mi nueva novela basada en hechos reales acaecidos hace años en Granada capital. Esta es una historia fascinante que nos retrotrae a mediados del Siglo XX, cuando las mujeres en España no tenían derechos y eran tuteladas por sus padres o maridos como si fueran incapaces. Julia Guzmán, la protagonista, tuvo una infancia y juventud duras y difíciles. A los diecisiete años se enamoró locamente de un sacerdote que la engatusó, sedujo y embarazó dejándola abandonada a sus suerte. Tener una hija siendo menor de edad y soltera, era algo imperdonable en aquellos años. Pero ella, con su inteligencia y bondad consiguió salir adelante, educar a su hija. Una historia ambientada en la capital que no os dejará indiferentes. Un buen regalo de Reyes si os gusta leer.
Esta novela ya está a la venta en Librerías Babel, calle Gran Capitán y San Juan de Dios y en Librería Urbana- Vergeles, calle Primavera 23 (Granada), y en todas las capitales andaluzas, (en algunas físicamente y en otras previo encargo).También se puede conseguir en varios portales de Internet: Librerías Picasso, Amazón, etc. Muchas gracias y feliz año. Ana Molina

miércoles, 13 de diciembre de 2017

Te llevaré al Cielo: Cap. 15




 

Al sexto día de parir, mis temores empezaron a confirmarse y Manuel desapareció de nuestras vidas por completo. La angustia se apoderó de mí y a punto estuve de salir a buscarle como una desquiciada. En esos días no tuve un minuto de reposo, esperando ansiosa que sonara el teléfono u oírle llamar al timbre de la puerta. Día tras día esperé en vano porque me negué a aceptar que su ausencia fuera definitiva. Alternaba momentos de euforia con caídas en el infierno de la duda y la desesperanza. Estuve a punto de volverme loca y sólo la existencia de Inés me dio fuerzas para seguir viviendo.
Hablé con Telma y ella me aconsejó que registrara a la niña, trámite que aún no había cumplimentado esperando el milagro de poder hacerlo con él. La advertencia de mi buena amiga, que me reconvino por mi desidia, hizo que una mañana temprano después de amamantarla, me dirigiera al registro civil. Lo hice a espaldas de mi madre aprovechando su horario laboral y la inscribí como Inés Guzmán Ortuño, hija de madre soltera y padre desconocido. No puedo explicar con palabras la vergüenza que sentí al soportar las miradas y comentarios de los empleados del registro ─las madres solteras eran muy mal vitas en aquellos años y estábamos consideradas poco menos que unos pendones─. Una vez resuelto el trámite me acerqué a la peluquería de don Marcelo buscando consuelo y calor. Mi cuerpo era como un cascarón vacío, sin vida y sin energía, carente de emociones y de estímulos. Era la primera vez que dejaba a Inés con Telma y separarme de ella fue duro porque la pequeña era lo único que me dada fuerzas. Encarna me recibió con el cariño de costumbre y don Marcelo me recriminó que hubiese dado el paso de registrar a mi niña como bastarda, cuando él se había ofrecido a darle su apellido. Tenía razón, pero algo me detenía. Quería darle a Inés una última oportunidad de ser reconocida por su padre legítimo. ¿Y si yo estaba equivocada y él la quería de verdad? Las dudas me carcomían y no podía entender que Manuel nos abandonara después de todo lo ocurrido. Él había tenido a la niña en sus brazos. ¿La había sentido como hija o no? Ya no sabía ni qué pensar.
─Julia, me parece muy mal lo que has hecho, has condenado a la niña a ser una bastarda sin apellido. Te ofrecí darle el mío y… ¿cómo has podido ser tan egoísta?
─Don Marcelo, no puedo dar ese paso aún. Compréndalo ─dije mientras aguantaba la mirada de La Poligonera─. Él ha conocido a la pequeña y se ha mostrado como un padre cariñoso. No puedo precipitarme.
No pude hacerle comprender y a Encarna tampoco. Ninguno entendía mi tozudez y mi negativa a la medida que me proponían. Sin duda ellos no estaban tan ciegos como yo.
Me despedí apesadumbrada y me dirigí a la Iglesia del Santo Sacrificio con intención de confesarme. Necesitaba hablar con alguien de aquella batahola de sentimientos encontrados que hervía en mi interior. Afortunadamente encontré al párroco, don Ladislao Benítez, en el confesionario y me dispuse a limpiar mi alma de pecados. Quizá así desaparecería aquella angustia que me poseía y podría respirar. El buen sacerdote no me reconoció al principio, pero cuando empecé a confesar mis culpas intuyó que era yo porque estaba al tanto de la relación que me unía a su coadjutor.
Fue en el transcurso de la confesión y después de que mi alma se vaciara cuando tuvo la certeza. Me confesé sinceramente, sin ocultarle nada y después le pedí consejo. Debió verme tan afligida, tan desorientada, que intentó confortarme diciéndome que Dios me perdonaría si me arrepentía. Luego fue sincero conmigo, con una sinceridad descarnada en la cual trató de abrirme los ojos a la vez que me iba dando detalles de la vida de Manuel, de su carnal personalidad y problemático ministerio ─Mira hija, él no es como tú crees. Es una oveja descarriada que estamos tratando de reconducir. No es un hombre fácil y le llaman demasiado los placeres terrenales. Nuestro obispo está muy preocupado por su comportamiento tan alejado de su ministerio y ha considerado necesario enviarle durante algún tiempo a las Misiones de Centroamérica para que reflexione y se centre. Luego, después del tiempo que estimemos necesario, ya se verá… pero veo muy improbable que asuma la paternidad de tu niña y se secularice. Compréndelo mujer, su carácter le induce a pecar, pero él no sería nadie fuera del seno de la Santa Madre Iglesia.
¿Centroamérica? ¿Qué me decía? No entendía nada. ¿Acaso mi amado se había marchado? ¿Se había ido al otro lado del mundo sin decirme nada y sin despedirse de mí? El padre Benítez debía haberse vuelto loco porque no decía nada más que tonterías y frases incomprensibles.
─¿Qué dice usted? Él estuvo en mi casa hace tres días conociendo a mi hija y no dijo nada de ningún viaje ¡Eso es mentira! ─exclamé sin poderme contener mientras un río de lágrimas pugnaba por salir de mis ojos.
─No Julia, no te estoy mintiendo. Don Manuel se marchó a Guatemala hace dos días y no volverá. Olvídate de él y cásate con un buen muchacho que te quiera y te ayude a criar a tu….
─¡No! ¿Cómo puede mentirme de esa manera? ¡Él nos quiere, él nos quiere…!
─No, él no os quiere, él sólo se quiere a sí mismo. Siento mucho lo que te está pasando pero es mejor que lo sepas. ¡Basta de mentiras!
Me derrumbé de tal manera que no podía levantarme del confesionario. Con gran esfuerzo y la ayuda del sacerdote conseguí sentarme en un banco y allí derramé todas las lágrimas de mis ojos hasta que estos se secaron.
Obstinadamente me negaba a creer lo que el buen hombre me decía mientras un odio cerval hacia el obispo y su iglesia se adueñaba de mi alma. ¿Cómo podían ser tan malvados? Le negaban a mi hija poder crecer junto a su padre y a mí me impedían casarme con el único hombre al que amaría siempre.
Don Ladislao se sentó a mi lado hasta que me vio recuperada y luego me habló de nuevo. ─Mira Julia, voy a estar en contacto con don Manuel y te daré noticias de él en cuanto sepa algo. No estoy de acuerdo con mis superiores y menos con la manera en que se está llevando este asunto. Creo sinceramente que él debe estar en contacto contigo por el bien de la niña. Ven de vez en cuando a verme y tráeme a tu hija para que la bautice, ella no tiene culpa de nada. Tienes mi apoyo en lo poco que yo puedo hacer. Sé que tu situación es complicada pero saldrás adelante. Te has puesto el mundo por montera y eso se paga chiquilla… ¡Dios, Dios! ¿Cómo has podido ser tan tonta y alocada?
─¿Alocada? Me llama alocada como si fuese la única que ha cometido falta. ¿Qué me dice de su curita? ¿A él no le reprocha nada? Le advierto padre que para hacer un hijo se necesitan dos personas. Yo soy menor y él casi me dobla la edad. ¿No tiene nada que decir? ¡Usted y su iglesia son una pandilla de fariseos!
Dicho esto me levanté porque ya no podía soportar más aquel cúmulo de hipocresía y salí a la calle a respirar aire puro porque allí dentro, bajo aquel techo, me ahogaba.
Don Ladislao no dijo nada pero se quedó mirándome mientras movía la cabeza en señal de desaprobación. Sé que pensaba en su parroquia y en su sacerdote pero no en mí, y comprobarlo me irritó de tal manera que a punto estuve de ponerme a gritar allí mismo, delante de sus feligreses, para que toda Granada supiera lo que me estaban haciendo. Luego recapacité y una extraña calma me invadió. No podía comportarme como una lunática, tenía que pensar en mi niña y si me encerraban por loca me la quitarían porque mi madre tendría la excusa perfecta para hacerlo.
………….
Regresé a casa dando tumbos, como una sonámbula sin rumbo. No quise decirle a mamá lo que había averiguado esa mañana, tampoco que había legalizado a mi hija. Si le hablaba de la cobarde y clandestina huida de su admirado sacerdote, me diría que yo habría tenido la culpa. Se cebaría conmigo como de costumbre y empezaría a elucubrar y planificar la forma de que nuestro secreto familiar no saliese a la luz. No iba a haber boda, ni legalización de su nieta. ¿Cómo iba a enfrentarse ella, tan convencional, a semejante vergüenza? Me faltaban exactamente 21 meses para ser mayor de edad y tenía que aguantar, no irritarla y plegarme a sus deseos. Luego me iría de su casa e iniciaría una vida lejos de ella y su perversidad.
………….
Don Fernando Pacheco fue a visitarme esa semana para quitarme los puntos de sutura del parto. Aproveché la ocasión para rogarle que facilitara mi incorporación al trabajo en la clínica lo antes posible. Hablamos de ello largo y tendido y acordamos decir que había estado muy enferma, con una pleuresía que me había obligado a guardar cama durante aquellos meses. Sabía que no se lo iban a creer pero esa iba a ser la postura oficial. Había que justificar convincentemente mi larga ausencia.
Acordado este punto que tanto me preocupaba, me dediqué con ahínco a reconstruir mi relación con Telma. No iba a ser fácil, pues en los últimos tiempos había sido una borde infame con ella, pero lo intenté. Aprovechaba las mañanas en las cuales estábamos solas en casa y lo hacía a conciencia, procurando que se encariñara con Inés. Utilicé todos los trucos y artimañas que mi imaginación me brindaba: le ponía a la niña en brazos, llamaba su atención sobre su carita, sus ojos, o aquel mohín tan gracioso que hacía cuando tenía sueño. Lo intenté todo, porque estaba desesperada. Tenía que ganármela como aliada para que cuidara de ella cuando yo estuviera trabajando porque sabía que mi madre no movería ni un dedo.
Telma no era tonta y se dio cuenta enseguida de mis propósitos y así me lo dijo en cuanto hubo ocasión.
─Julia, ¿te crees que soy idiota? Deja de adularme y hacerme la pelota. ¿Qué pretendes ahora? Déjame adivinar: quieres que te cuide a la niña, ¿verdad? Te recuerdo que soy la criada de tu madre y ella es quien me paga, así que haré lo que la señora mande. ¿Dónde está tu curita? Ese con el que te revolcabas en mis narices sin importarte nada más. ¿Por qué no te ayuda a criar a tu hija?
Callé, ¿qué podía decir? Telma tenía razón en todo y debía ─Telma, esa no era yo. Cuando estoy con él me convierto en otra persona. ¡Mírame! ¿Acaso no me conoces desde niña? Sabes que yo no soy así, era su cercanía la que me hacía perder la decencia y el decoro. Nunca tuve intención de ofenderte ni hacerte daño. ¡Por favor, Telma, ayúdame!
Día tras día lo intentaba sin conseguir el mínimo cambio en su actitud. La fecha de mi incorporación al trabajo se acercaba y aún no sabía qué iba a pasar con mi hija, quién la cuidaría cuando yo no estuviera.
Decidí hablar con mamá para ver qué planes tenía ella. Aproveché la hora de la comida y abordé el espinoso tema.
─Mamá, la semana que viene empiezo a trabajar de nuevo y quería rogarte que permitas a Telma cuidar de Inés.
─¿Dónde está don Manuel? ─preguntó obviando mi ruego.
─No lo sé ─mentí─. Supongo que sus superiores lo tendrán haciendo ejercicios o retiros espirituales.
─Tienes que hablar con él y agilizar el proceso de secularización, no podemos aguantar esta situación. Si nuestras amistades se enteran de lo que has hecho será un escándalo. Así que procura por todos los medios que no se arrepienta de querer casarse contigo, por tu bien y el de tu hija te lo digo. Haz lo que sea necesario.
─¿A qué te refieres cuando dices que haga lo necesario? ¿Acaso me estás aconsejando que siga acostándome con él y me deje preñar otra vez?
─¡Eres una ordinaria, hija, no lo puedes evitar! ─exclamó furiosa.
Ya me protegía la cara de la bofetada que esperaba, acostumbrada como estaba a que esa fuera su forma favorita de castigarme, pero me quedé esperando porque esta vez no me pegó. Extrañada, la miré y lo que vi en sus ojos me intrigó. Su mirada expresaba odio, rivalidad, y mucha rabia.
Me extrañó aquella mirada que solamente expresaba envidia y celos. ¿De qué tenía celos mi madre? Ella, a sus 50 años seguía siendo muy hermosa y apetecible. Yo, en cambio, sólo era una mujer atormentada e infeliz. ¿A qué venía esa mirada? Sé que desde que yo era chica cortó toda relación carnal con mi padre, su marido, y que desde que éste había muerto no había vuelto a salir con nadie que yo supiera, excepto con Manuel, al que siempre andaba pegada como una lapa hasta que empezó nuestra relación y, entonces lo supe. Supe que toda aquella admiración que sentía por él sólo era enamoramiento y también supe que a su manera intentó hacer exactamente lo que yo había hecho: acostarse con él. ¡Eso era! De ahí su mirada de odio, celos y rivalidad. Me culpaba a mí de haberle arrebatado la posibilidad de yacer con él.
Averiguar su secreto me produjo asombro. ¡O sea, que era esto! La pía y beata Claudia Ortuño enamorada de su confesor. ¡Manuel tenía razón aunque cuando me lo dijo no le creí!
Sin el menor atisbo de remordimiento decidí sacar provecho de mi descubrimiento, y desde esta posición de fuerza seguí hablando.
─Mira mamá. Sé que tú hubieses querido estar en mi lugar, me lo dijo Manuel. También me dijo que andabas enamorada de él y que eras arcilla en sus manos. Ahora comprenderás que si tú no has podido evitar caer rendida a sus pies, tampoco he podido yo. He caído en sus brazos lo mismo que lo hubieras hecho tú si él te hubiese querido. Pero me eligió a mí porque le gustan jóvenes y vírgenes y, créeme, no he sido la única.
Mamá me miraba asombrada, con la cara congestionada por la ira y la vergüenza, pero algo en mi tono de voz la inducía a escuchar y aproveché.
─Se acabaron los malos tratos y los insultos. Ahora tienes que pechar con lo que hay y ayudarme con tu nieta. Ella no tiene culpa de nada y por mi vida te juro que su infancia no va a ser como la mía; mi niña será querida y cuidada o te atienes a las consecuencias.
Aun cuando yo no las tenía todas conmigo, me sorprendió su silencio. No obstante, en un momento dado intentó hacerme callar torpemente, balbuciendo frases incoherentes y, sobre todo, a tratar de sofocar mi rebelión con su maneras autoritarias, pero ya no podía conmigo, ya no era una niña a la que podía atemorizar con sus golpes y amenazas. El desamor y la maternidad me habían hecho madurar a marchar forzadas. De la noche a la mañana me había convertido en una persona dura y avezada, dispuesta a todo para seguir adelante y criar a mi hija. Cuando se cansó, calló, y entonces la miré con dureza sin que en mis ojos se reflejara ni un ápice de cariño o piedad.
─Tienes que decir a Telma que se encargue de Inés cuando yo esté trabajando. La niña tiene que salir a la calle, pasear y tomar el aire. Cuando yo vuelva que se ocupe de la casa pero mientras tanto la prioridad es mi hija.
─Y, ¿qué vamos a decir cuando vean que hay un crío en casa? ¿De quién se supone que es la niña? ─contestó airada.
─La niña es tu nieta. Tú sabrás lo que vas a decir, yo desde luego no voy a renegar de ella.
─¿Pero no te das cuenta de que no podemos decir la verdad? Entonces los vecinos preguntarán y especularan y…. ¿Qué voy a hacer? ¡Cristo Bendito!
─Haz lo que quieras, mamá. En cuanto sea mayor de edad nos iremos de esta casa y no nos volverás a ver en tu vida. Lo que hagas durante este tiempo será determinante para cuando esto ocurra. Si la tratas bien te seguiré considerando mi madre; si le haces daño, la maltratas o la humillas, nunca te lo perdonaré y entonces todas tus amistades sabrán la verdad y nadie te librará de la vergüenza que tanto temes. ¡Ah! Y además contaré que estabas loca de amor y deseando darte un buen revolcón con el padre de tu nieta, ya me encargaré de que se sepa y a ver cómo te las arreglas cuando estalle el escándalo.
─¡Bribona! Debí ahogarte cuando naciste. Desde que te vi supe que me amargarías la vida. ¡Pendón! Eres igual que tu padre y… ─gritó fuera de sí.
─¡A mi padre ni lo nombres, tullida! Si no hubiese sido por él nadie te hubiera querido. ¡Beata de mierda!
Mamá se mostraba desquiciada, perdidas las formas y el control. Se levantó de la mesa con su andar vacilante y se dirigió hacia donde me encontraba con intención de abofetearme pero, yo la conocía tan bien, que ya la esperaba y cuando alzó su mano con intención de cruzarme la cara, le así el brazo con fuerza y se lo retorcí. Un grito de dolor salió de su garganta e hizo que Telma acudiera presta.
─¿Qué está pasando, por Dios? ¡Julia, suéltala! No te arruines más la vida niña. ─dijo la pobre intentando separarnos. ─No pasa nada, Telma. Mamá no estaba de acuerdo con unas cuantas cosas pero ha recapacitado y ya no pondrá pegas ─dije tratando de tranquilizarla y restarle importancia al momento.
Luego me volví hacia mi madre y le dije con odio, masticando las palabras.
─Te advertí que no iba a tolerar ni un golpe más. Es el último aviso que te doy, después actuaré.
A partir de ese día pareció resignarse pero no volvió a dirigirme la palabra ni a mirar a mi niña. Lo prefería porque no me fiaba de ella y sus prejuicios y temía que en un arranque de los suyos le hiciera daño.
Telma, consciente de la situación, se ablandó y ya no puso reparo en cuidar de Inés durante mi horario laboral. Decidimos, a espera de acontecimientos, decir que la niña era sobrina suya y que vivía temporalmente en nuestra casa. Necesitábamos un poco de paz hasta recibir noticias de Manuel y saber sus intenciones.
………….
La mañana de mi incorporación al trabajo me levanté al alba para dejar a Inés limpia y alimentada. Me saqué la leche de mis henchidos pechos con un artilugio que compré en la farmacia y llené unos biberones para que Telma le diera de comer durante mi ausencia. Luego la cambié y la dejé durmiendo como un angelito. Después me vestí y maquillé discretamente buscando causar buena impresión entre mis compañeros. Llevaba siete meses ausente y estaba muy cambiada. Más madura y distinta físicamente. El largo calvario de mi preñez y el doloroso parto, así como el desamor, me habían imprentado un aire de dureza que me hacía estar siempre con la mandíbula apretada. Parecía una chica mucho mayor y muy desgraciada.
Besé a mi niña antes de irme y allí le dejé mi corazón. Era la primera vez que iba a pasar tantas horas separada de ella y la congoja se apoderó de mí. Telma me consoló diciéndome cariñosa.
─¡Ea, no sufras, que conmigo va a estar bien! Piensa que la dejas con una abuela que la quiere mucho y relájate. ─Ya lo sé. ¡Pero es tan chiquita!
Salí de casa y caminé nerviosa hasta la parada del autobús tragándome mis lágrimas. El pellizco que los nervios me provocaban se había instalado en mi estómago, lo que me impidió desayunar. Ya tomaría algo cuando pudiera ─pensé.
Era temprano y cogí el primer autobús que pasó llegando a las inmediaciones de la clínica sobrada de tiempo. Cuando ya divisaba la blanca fachada decidí entrar en la cafetería Romualdo a tomar algo y hacer tiempo. Mi melancolía aumentó cuando entré en el local. Parecía tan diferente, tan triste, que me estremecí. La última vez que estuve allí fue el día que supe de mi embarazo y corría gozosa a darle la noticia a mi amor. Hoy, en cambio, estaba sola y abandonada y únicamente me movía la existencia de mi niña. Mi hija, ¡qué palabra tan corta y cuánto alberga en su interior! Mi niña era el motor que me hacía levantarme cada mañana, la que me daba fuerzas para enfrentarme a mi madre, la que me ayudaba a respirar y a soportar la ausencia de su padre. Mi hija me hizo convertirme en una mujer de la noche a la mañana. ¿Qué no estaría dispuesta a hacer por ella? Creo que robaría y mataría si era menester para que nada le faltase y nadie la dañara.
Romualdo trajinaba tras la barra cuando ocupé la mesa del fondo. No debió reconocerme porque no me saludó como solía hacer.
Fue al acercarse a la mesa a preguntarme qué tomaría cuando se dio cuenta de que era yo.
─Pero, ¡si es la niña bonita! ¡Cuánto bueno por aquí! ¿Qué le ha pasado? Hace mucho que no la veo.
─He estado enferma, Romualdo. Llevo siete meses de baja. Muchas gracias por su interés ─dije.
─¡Vaya por Dios! Por eso no la he reconocido, porque está usted muy delgadita y se nota que anda pachuchilla… Me alegro mucho que ya esté mejor ─prosiguió.
─Sí, ya estoy mejor. Empiezo hoy a trabajar. Gracias por su amabilidad ─dije abonando el importe del vaso de leche y poniéndome en pie.
Salí de prisa porque me resultaba difícil conversar y no quería desairarle. Subí la blanca escalinata de la clínica y accedí al vestíbulo desierto a esas horas. Respiré aliviada y bajé rápidamente al sótano. Por fortuna la telefonista aún no estaba en su lugar y no tuve que detenerme a saludar.
El montacargas que bajaba me engulló como un hambriento monstruo y allí, en la soledad de la cabina, los recuerdos se agolparon en mi mente amenazando con ahogarme. Sentí tanto dolor y tanta tristeza que temí no poder continuar. En ese lugar empezó todo, allí se quedó mi libertad, allí se torció mi vida. Cerré los ojos y evoqué las manos ansiosas de mi amor tocando mi cuerpo pero no pude gozar con el recuerdo. Como una posesa aspiré el aire buscando su olor a colonia, tabaco y café, pero no hallé ni rastro. La angustia me dominó y empecé a llorar como una magdalena sin poderme contener. Me sentí aliviada cuando se abrieron las portezuelas y pude salir. Fuera, los recuerdos se mitigaron y luché por alejarlos de mi mente. Al final de la galería observé movimiento de gentes y, temiendo ser sorprendida en aquel estado, me adentré rápidamente en el pasillo que llevaba a los vestuarios mientras rogaba al cielo que no hubiese nadie en el interior.
Afortunadamente se encontraban desiertos y sentí alivio. Me lavé la cara con agua fría y me volví a maquillar y una vez cambiada subí a la planta, pero lo hice por la escalera, evitando el montacargas que tantos recuerdos me traía.
El control de la cuarta planta estaba desierto a esa hora. La auxiliar de turno debía estar por las habitaciones poniendo los termómetros y aquello me dio unos minutos de tregua. Comprobé que todo seguía igual y me entretuve en mirar el libro de incidencias.
Eran las ocho en punto cuando apareció sor Esperanza. Me quedé esperando su reacción y ella, por un momento, no supo qué hacer. Se recuperó y me saludó con frialdad.
─Buenos días. ¿Qué tal se encuentra? ¿Dispuesta para el trabajo?
─Estoy bien, sor Esperanza. ¿Cómo está usted? Me alegro de verla.
─Bien, bien… Bueno… pues por aquí, como siempre. Hoy trabaja Gregoria y la pondrá al tanto de los ingresos. Coro y Carmencita también están, así que esté prevenida. ─Gracias, hermana ─dije agradecida.
Sor Esperanza era buena persona pero estaba dolida conmigo y lo entendí. Me costaría tiempo reconstruir aquella relación que tuvimos o quizá no lo conseguiría nunca. Traté de ponerme en su lugar para intentar saber qué sentía, pero no fui capaz.
La llegada de Goyita aportó un soplo de aire fresco y la tensión entre nosotras se diluyó.
─Buenos días, hermana ─saludó mi amiga─. ¡Julia, que alegría verte! ¿Cómo estás? Te encuentro muy cambiada. Has debido estar muy malita porque te veo desmejorada. Perdona que no haya ido a verte, pero me dijo sor Esperanza que no se te podía visitar porque se contagiaba lo que tenías ¿Es verdad?
─Sí, así es…─dije no muy convencida.
En aquel momento decidí que en cuanto tuviera ocasión le diría la verdad. No quería seguir mintiendo. Le contaría todo y que ella decidiera si quería seguir siendo mi amiga o no. Se acabaron las mentiras.
La jornada fue un suplicio por muchos motivos: las indisimuladas miradas de Coro y Carmencita y sus cuchicheos, las risitas de los camilleros y el personal de otras plantas cuando coincidía con ellos, etc. Enseguida me di cuenta que todo el mundo chismorreaba de mí como yo temía y me acongojé. Sería duro trabajar en aquel ambiente de hostilidad pero lo que más me preocupaba era la reacción que tendría Goyita cuando supiese la verdad.
A las once, cuando bajamos a la cafetería, busqué una mesa en un rincón apartado y sin pararme a pensarlo demasiado empecé a relatarle mi historia. Le conté toda la verdad: mi romance con Manuel, mi embarazo, el nacimiento de mi hija,…todo. Fue muy doloroso para mí, sobre todo cuando vi como ella palidecía y me hurtaba la mirada. Goyita estaba escandalizada y apenas era capaz de mantenerse sentada a mi lado. Me desmoroné por completo porque esperaba que me quisiera lo suficiente como para no juzgarme. Cuando terminé de hablar, un tenso silencio se hizo entre nosotras y temí no poder contener mis lágrimas. Aún nos quedaba un rato de descanso y le propuse bajar a los vestuarios, allí donde nadie nos viera le pediría perdón por mi engaño. Temía mucho su reacción porque Goyita era una mujer muy tradicional y en su código personal, que ella aplicaba a rajatabla, no tenía cabida una conducta como la mía.
─Pero Julia. ¿Cómo has podido hacer una cosa así? No me lo puedo creer. ¡O sea, que cuando me ponías todas aquellas excusas de que te ibas aquí o allá, ya andabas liada con él y yo chupándome el dedo y angustiada por ti y tu delgadez! ¿Has sido capaz de llevar esa doble vida a mis espaldas sabiendo lo preocupada que me tenías? Ahora, ¿qué pretendes? ¿Qué finja que no ha pasado nada? Te has estropeado la vida, ¿sabes? ¡Con razón la gente murmuraba por los pasillos “que si una auxiliar estaba embarazada y tal…” y yo acusándolas de chismosas y víboras y resulta que la única que vivía en la inopia era yo! Eso no se hace Julia…no sé si te podré perdonar ─dijo dando la vuelta y dejándome sola.
Pensé en ir tras ella pero algo me detuvo. Entendí que necesitaría tiempo para digerir la situación y opté por no forzarla.
Fueron días duros y difíciles los que vinieron después. Nadie se atrevía a preguntarme directamente pero noté cómo las chicas de mi edad que antes se paraban a charlar conmigo ahora me evitaban, y que los celadores y en particular Afrodísio, que era el camillero de la cuarta planta, me dirigían lascivas miradas y guiños cuando se encontraban conmigo en algún momento del día. Supe que tendría que pararles los pies en cualquier momento porque para ellos yo había dejado de ser una señora respetable y ahora todos se sentían legitimados para ofenderme por considerarme una mujerzuela.
Pero entre tanto dolor recibí el caluroso apoyo de don Juan Ambrosio y de don Fernando Pacheco que no perdían ocasión de saludarme afectuosos siempre que coincidíamos. Aquella protección que me brindaban con sus atenciones y deferencias pareció frenar algo el acoso silencioso que sufría por parte de mis compañeros. Goyita, en cambio, seguía estando distante conmigo a pesar de que éramos compañeras y trabajábamos juntas. No obstaste, un día me sorprendió entregándome un envoltorio de papel que contenía un gracioso vestidito para mi niña. Me emocioné tanto que la abracé impulsivamente y le pedí perdón anhelando de corazón que pudiera volver la armonía entre nosotras.─¡Gracias, Goyita! Perdóname, por favor, y sigue siendo mi amiga. Eres muy importante para mí. Ella me abrazó también y, de este modo, me demostró que su nobleza se elevaba por encima de sus prejuicios.
Mi vida había cambiado tanto, estaba recibiendo tantos desplantes y humillaciones, que trabajar en la clínica se convirtió en un calvario. Odiaba aquellos largos pasillos donde todo me recordaba a Manuel y aborrecía a mis chismosos compañeros que no se andaban con remilgos a la hora de criticarme y darme de lado. Un día hube de darle un bofetón a Afrodísio cuando coincidimos en el montacargas porque se permitió hacerme un gesto obsceno echándose mano a la bragueta. Él contestó a mi bofetada con otra. Puta y buscona, además de un rimero de insultos a cual más soez, fueron las palabras que hube de soportar mientras el montacargas subía. El trayecto desde el sótano se me hizo eterno en compañía de aquel animal. Aunque mi rostro ardía por la bofetada callé. ¿Qué otra cosa podía hacer? Comprendí que debía seguir pagando mi pecado porque no tenía otra opción. Entonces empecé a darme cuenta de lo que sería mi vida entre aquella gente puritana y falsa que ya me había juzgado y sentenciado. Para todos ellos yo era una cualquiera y nada les haría cambiar de opinión.
Lo único que me daba fuerzas en aquellos aciagos días era terminar la jornada y volver a casa al lado de mi hijita que crecía sana y feliz al margen de todo. Telma la sacaba de paseo por las mañanas y la cuidaba con esmero. Se notaba que la niña estaba bien porque cada día se la veía más bonita y más grande. Mamá, fiel a su actitud de ignóranos, se esforzaba en simular que vivía sola. No me miraba y tampoco miraba a Inés a pesar de que Telma hacía lo posible por mostrársela para que viese sus progresos. Para ella ambas éramos como dos fantasmas que vagaban por su casa sin materializarse.
Un domingo por la mañana, cuando Inés cumplió dos meses de vida, decidí bautizarla y hablé con don Ladislao Benítez, el párroco de la Iglesia del Santo Sacrificio. El día fijado para la ceremonia me acompañaron Telma, Encarna, su marido, y don Marcelo. Goyita se encontraba enferma y no pudo asistir a pesar de que le hubiese gustado. Una vez finalizada la Santa Misa, don Ladislao la bautizó con el nombre de Inés de Todos los Santos en una sencilla ceremonia en la cual lloré emocionada. Elegí a Telma como madrina y a Pedro como padrino, reservando para don Marcelo el papel de padre porque cada día me convencía más de que Manuel no volvería. Antes de la ceremonia y para que no se sintiera desplazado ni se enfadara, le hablé y le puse al tanto del papel que él tendría en la vida de la niña.
─Don Marcelo, a usted le tengo reservado el papel de padre. Si él no cumple con su deber le prometo que Inés será su hija ante la Ley...si usted quiere y no se ha arrepentido ─dije con humildad.
─No, Julia, no he cambiado de opinión. Sigo opinando que es mejor para la niña tener un padre legal ─dijo emocionado.
Debo confesar que lo que yo pretendía sobre todas las cosas era tener el apoyo de mis amigos para que me ayudaran en los difíciles tiempos que se avecinaban. Ellos me querían y también querrían a mi niña. ¿Qué podía hacer sino buscarme aliados?
La ceremonia fue breve pero muy sentida. Inés llevaba un bonito faldón blanco que Encarna le regaló y con el que parecía una princesita. Luego, ya en la sacristía, Pedro me hizo una foto con la niña en brazos. Tenía intención de mandársela a Manuel en cuanto le pudiera escribir. Como si me leyera los pensamientos, don Ladislao me llamó aparte, mientras yo, intrigada, dejaba a la niña en brazos de mi Poligonera.
Sin tener la menos idea de lo que me iba a decir le seguí hasta un cuartito que le servía de despacho donde me entretuvo unos minutos haciéndome todo tipo de recomendaciones. Después sacó de un cajón disimulado en su secreter un sobre que me entregó sin dilación.
─Toma, hija, es una carta del padre Manuel para ti. Cuando la leas, si quieres contestarle, me traes el sobre y se lo mandaré.
─¿Por qué he darle a usted mis cartas? No me parece normal. Me dice la dirección y yo le escribiré cuando quiera.
─No me lo pongas más difícil, Julia. Me salto las órdenes de mis superiores haciendo lo que hago porque no me parece justo lo que se te está haciendo, pero de ahí a comprometerme más hay un abismo. No te puedo dar su dirección y ya está.Me traes las cartas y yo se las mando dentro de las mías. Es lo único que puedo hacer ─concluyó
Intenté ser agradecida con don Ladislao y me mordí los labios para contener el volcán de improperios que pugnaba por escaparse de mi boca.
Escondí la misiva porque no me atreví a leerla allí, delante de todos, quería estar a solas y saborearla, o llorar según lo que él me dijera. Aguanté estoicamente la celebración que hicimos después en el bar Alhambra donde mi amiga Lupe nos sirvió un parco desayuno entre insistentes miradas que me querían decir: Julia –no- en-tien-do- nada. ¿De- quién –es- esa -niña?
Las evité. No era momento de confidencias, ya habría tiempo de contarle todo.
Una vez terminamos intenté volver casa para leer la carta sin importarme dejar a mis amigos con dos palmos de narices. La buena de Encarna puso el grito en el cielo y a continuación sacó todo su repertorio arrabalero porque pretendía seguir la celebración y para ello había preparado un festejo en su casa del Polígono con la ayuda de su suegra que nos había cocinado una Olla Podrida que no se la saltaba un gitano.
─¡Pero niña, hija! ¿Qué coño te pasa? ¡Vas a ir tú a ningún lado! Tú y todos os venís a mi casa a comer, a beber y a bailar. Todos los días no se acristiana a un angelito. ¡Ea, no hay más que hablar, “tos pal Polígono”!
A continuación paró dos taxis y nos metió casi a la fuerza en ellos. Ella se quedó conmigo y el resto se subieron en el otro vehículo. Durante el camino intuí que me iba a dar la charla y no me equivoqué.
─¿Para qué te quería el cura? Te ha llamado para algo, ¿no?
─Sí, me ha dado una carta de Manuel.
─¿Qué te ha escrito el curita? Y como si lo viera, te has vuelto loca y ya no hay nadie más en el mundo para ti. ¡Desde luego, niña, ya tienes ganas de sufrir por ese cabrón! Te ha dejado plantada, te ha engañado, te ha demostrado que le importáis una mierda y todavía suspiras por ese asqueroso.
─Encarna, por favor, hoy no, hoy es un día para disfrutar, no me sermonee. Tengo que saber qué piensa hacer, si va a volver a cumplir conmigo o no. Tengo que mantener esa esperanza viva por mi hija…─¿Tu hija? …Bla, bla, bla… ¡Déjate de cuentos! A mí no me engañas. Por tu hija y por ti, que te mueres por sus “güesos”. Pero oye bien lo que te digo. Ese mierda no se casará contigo, pero me apuesto lo que quieras a que vuelve y te abres de piernas en cuanto le veas. ¡Si te conoceré yo! ¡Eso, tú sigue igual, y cuando tenga ganas de un revolcón, te metes en la cama con él y ya puestos, que te deje “preñá” otra vez y que te joda la vida del todo!
─¡Por Dios, ya está bien! ¿Qué va a pensar el taxista? ─dije bajito.
Aquella observación la contuvo momentáneamente y a los pocos minutos llegamos a nuestro destino.
………….
El hogar de Encarna era una modesta casa unifamiliar de reciente construcción y coqueta apariencia. Se encontraba situada cerca del Monasterio de la Cartuja y constaba de una única planta distribuida en dos dormitorios, un saloncito, cocina y baño. Les había sido concedida por la obra social –sindical a través de la intermediación de la esposa de un concejal, y tanto ella como su marido se sentían muy orgullosos. Un reducido patio ajardinado la rodeaba dándole un aspecto encantador. Los muebles que la decoraban eran baratos y ostentosos, inapropiados para las reducidas dimensiones de la vivienda. Encarna, además, había impuesto su peculiar estilo vistiendo las ventanas con unas chillonas cortinas de cretona y tapizado las sillas y el sofá con unas telas multicolores que le daban el aspecto de una selva tropical donde abundaban gran cantidad de aves exóticas. En verdad que la casita no dejaba a nadie indiferente y sus visitantes eran incapaces de dejar de mirar los extraños pájaros de los tapizados mientras intentaban averiguar si semejantes animalitos existían en realidad o eran producto de la imaginación del fabricante.
Lo único especial del entorno, donde apenas había construcciones, era el maravilloso Monasterio de Nuestra Señora de la Asunción, más conocido como La Cartuja de Granada.Surgió este impresionante conjunto arquitectónico por la decisión que tomó en 1458 la comunidad del Monasterio de Santa María de El Paular y se comenzó a construir en 1506 tras la cesión de unos terrenos por el Gran Capitán. En 1516 se reiniciaron las obras que durarían tres siglos sin llegar a acabar el proyecto inicial del que sólo se conserva parte porque en 1842 fue destruido el claustro y las celdas de los monjes afectando también a la casa prioral que fue destruida totalmente en 1943. La Cartuja estuvo habitada hasta 1835 momento en el que los monjes fueron expulsados de la misma. El monumento fue fundado por orden de don Gonzalo Fernández de Córdoba (El Gran Capitán) sobre los cimientos de un antiguo carmen árabe llamado Aynadamar o Fuente de las Lágrimas, como cumplimiento de un voto pronunciado en aquel lugar al conseguir salir con vida de una emboscada sarracena. La iglesia presenta la típica planta y decoración barroca del Siglo XVII, siendo uno de los conjuntos históricos artísticos más visitados de la ciudad.
………….
Me emocioné al ver el monumento a pesar de que lo conocía desde chica, pues en alguna ocasión fui con mi padre a visitarlo y también lo hice en mi época escolar. Al ver el majestuoso edificio no pude por menos que recordar a papá e invocar al Buen Dios y pedirle que me ayudara, que volviera mi hombre y que mi vida se arreglara.
La voz de La Poligonera que me llamaba impaciente, me sacó de mis ensoñaciones.
─¡Ven, niña, que te voy a presentar a mis chiquillos y a mi suegra!
Entré dentro del saloncito y dejé para después el recorrido por el pequeño jardincillo que rodeaba la casita donde unas enormes matas de geranios y rosales cuajados de flores habían llamado mi atención. No pude por menos de preguntar a mi amiga qué abono ponía a sus plantas pues en mi vida había visto tanta frondosidad.
─Luego vemos mi jardín, Julia ─dijo ella.
─Me encantan sus flores. ¿Qué les pone para que estén tan hermosas? ─pregunté.
………….

─Abono natural como la vida misma, niña. No preguntes porque es una guarrada pero, ¡mira que preciosidad! ─contestó.
Su explicación me dejó intrigada e insistí.
─Luego no digas que no te he avisado. ¡Ea! Pues mira, les echo las cacas y las basuras domésticas que son el mejor abono y el más barato ─dijo mientras soltaba una sonora risotada.
─¡Qué cosas, nunca se me hubiera ocurrido pensarlo!
─Un poco raro si es, pero el resultado no puede ser mejor. Esto me lo enseñó mi suegra que es muy aficionada a las plantas y sabe mucho…
Ya en el interior de la casa, me dediqué a saludar a Angustias, la suegra de Encarna, y a sus dos niños, dos guapos chiquillos de diez y once años, morenos y esbeltos, con gran parecido a su padre y un fuerte predominio de sus genes calés.
La “señá” Angustias ya nos esperaba toda nerviosa y compuesta, con su pelo recogido en un alto moño y su vestimenta oscura de gitana viuda. La mujer apenas contaría cincuenta años pero con aquellos ropajes parecía mucho mayor. No obstante, la falta de arreglo no mermaba un ápice su estampa de hembra hermosa y racial y la tristeza que empañaba sus ojazos negros aportaba a su persona un halo de dignidad que impresionaba. Angustias, que había perdido a su esposo hacía unos años, se vistió de negro y así pensaba seguir toda su vida guardando para el difunto un luto eterno. Encarna me había contado que al principio su suegra se había mostrado muy reacia a que su hijo matrimoniara con una paya, pero fue cediendo poco a poco habida cuenta que Pedro, que era su ojito derecho, se mostró firme y decidido a casarse con ella.
Cuando los jóvenes celebraron su boda, Angustias, persona buena e inteligente, hizo todo lo posible por llevarse bien con su nuera, cosa harto difícil pues el fuerte carácter de la joven hizo que al principio las relaciones fueran lo más parecido a una batalla campal. Fue al nacer el primer hijo de la pareja cuando las cosas se arreglaron y la armonía empezó a reinar entre ellas habida cuenta de que Angustias se hacía cargo del pequeño para que Encarna trabajara.
Una vez roto el hielo de los primeros momentos todos nos relajamos y empezamos a disfrutar de la comida que la buena mujer nos había preparado. El plato estrella del festín era su famosa Olla Podrida, una especie de guiso de alubias, carnes, tocino y verduras que a pesar de su grasiento aspecto estaba buenísimo. Para acompañar tan contundente plato habían hecho acopio de una gran damajuana de vino tinto y guindillas picantes.
Fue una comida alegre amenizada por La Poligonera que se mostraba chispeante y graciosa como ella sola. Don Marcelo, una vez se metió entre pecho y espalda dos platos del suculento guiso y unos cuantos vasos de vino, sacó su vena dramática y juntos nos hicieron reír de lo lindo escenificando anécdotas vividas en la peluquería. Telma, que era nacida en un pueblo de Segovia y siempre estaba seria y circunspecta, nos sorprendió a todos con su vis cómica y justo después de beber el tercer vaso de tintorro nos deleitó declamando la Canción del Pirata de Espronceda que era su poesía preferida y que, a pesar de que la aprendió de niña, recordaba a la perfección.
Había que ver a la buenaza de Telma recitando con su voz estropajosa los versos del poema.
“Con diez cañones por banda,
Viento en popa a toda vela,
No corta el mar, sino vuela,... “
Por último, Pedro cantó unos fandangos acompañado de su guitarra con más voluntad que acierto, pero con voz llena de sentimiento, y con ello dimos por finalizada la fiesta que en honor de mi hija nos brindaron mis amigos con todo el cariño y la generosidad de que fueron capaces. Mi niña se encontraba plácidamente dormida en el regazo de Angustias cuando la miré con orgullo porque supe que ella sería feliz y que mis amigos la querrían y el calor que mi familia le negaba se lo darían ellos. Todo el derroche de cariño con el que me distinguían lo hacían extensible a mi hijita, no porque yo me lo mereciera, sino porque ellos eran buenos y por alguna extraña razón que se me escapaba, me querían.
Fueron unas horas tan plenas y felices que olvidé la carta que guardaba en mi pecho. Fue al prepararme para marchar y coger a Inés entre mis brazos cuando la recordé. Entonces, toda la alegría desapareció y la angustia y la tristeza se enseñorearon de mi alma.
Telma me miraba preocupada y, como si adivinara mi turbación, cogió a Inés entre sus brazos y juntas abandonamos la casita para regresar a casa. Pedro nos acompañó hasta la parada del autobús y no se marchó hasta que no vio arrancar al chatarroso vehículo.
─¿Qué te pasa, niña? Andabas tan contenta y ahora pareces un cirio.
─Tienes razón, disculpa, pero me he acordado de él y no he podido soportar la tristeza. Mucho me temo que mi niña crecerá sin padre, Telma.
─Mujer, ¿es que no puedes pensar en otra cosa?
─¡Qué más quisiera yo que el aire volviera a mis pulmones, que desapareciera la angustia que me produce su ausencia, que la mañana siguiera a la noche y no vivir en esta perpetua ausencia de luz y calor! Pero el día que me entregué a él le di toda mi vida y me quedé sin nada. Lo suyo no era amor sino deseo, pero mi amor sí era sincero. Le creí mi rompeolas y ha sido mi naufragio, le entregué mi alma y recibí mentiras. Ahora soy un barco hundido al que sólo la existencia de Inés impide bajar a los abismos.
─Pero, niña, ¿qué tiene ese hombre?
─No lo sé, amiga. Sólo sé que cuando su mirada y la mía se cruzaron se apoderó de mi alma y ya nada más importó. Pero si no cumple su palabra conseguiré que sólo sea el reflejo de un vago recuerdo. Seré implacable y fría y conseguiré sacarle de mi sangre y de mi vida. Porque pedí respuestas y sólo hallé silencios, porque le di tiempo y sólo encontré excusas, porque escribí un cuento de hadas y él lo convirtió en una historia de terror. Pero no te preocupes, Telma, que seguiré adelante y ojalá estas palabras sean las últimas que le dedique, pero temo mucho que aunque nunca le vuelva a ver, siempre estén escritas en mi memoria, claras, concisas y para siempre.

domingo, 3 de diciembre de 2017

Te llevaré al Cielo: Capítulo 2


 



Pablo Guzmán Rodríguez era un muchacho de humilde procedencia que abandonó su pueblo, Bubión, en las Alpujarras granadinas, para tratar de mejorar su vida y la de sus hermanos con un trabajo estable en la capital. Sus padres, pobres de solemnidad, malvivían con los escasos cultivos de su parcela y algún que otro jornal que el hombre ganaba ocasionalmente. A pesar de su pobreza, los Guzmán fueron un matrimonio bien avenido y ciertamente feliz en su humildad hasta que la fatalidad se llevó al esposo víctima de unas fiebres tifoideas.
Pablo era el mayor de los hijos y amaba tiernamente a su madre y a sus hermanos pequeños lo que le obligó a ponerse al frente de la casa. La familia quedó totalmente desprotegida a la muerte del padre y fue él quien tuvo que asumir su papel a la temprana edad de dieciséis años. Este hecho marcó su vida haciendo que priorizara el bienestar de su madre y hermanos sobre el suyo propio.
El muchacho no era guapo ni elegante, pero sí un trabajador nato y una excelente persona. Trabajaba como un burro en múltiples oficios y por la noche asistía a clases nocturnas donde aprendió contabilidad. Ciertamente era bueno con los números y vio recompensado su esfuerzo con un empleo de cajero en la sucursal de la Caja Rural de la Placeta de los Lobos. Cuando sus hermanos fueron mayores y capaces de trabajar y ganarse el sustento, el muchacho se encontró con treinta y dos años, soltero y sin demasiado atractivo para las jóvenes casaderas. Intentó buscarse una novia con vistas a matrimoniar, pero su enfermiza timidez y su carencia total de habilidades sociales, le lastraban de tal manera que le impedían llegar al suficiente nivel de conocimiento e intimidad con ninguna muchacha, hecho que le hacía desistir de dar el paso decisivo.
Conoció a Claudia por casualidad. Aquel año, doña Carlota presidía la mesa petitoria de la fiesta de la banderita situada en la Placeta de los Lobos, justo al lado de la entidad bancaria donde Pablo Guzmán trabajaba. El muchacho se acercó a depositar su óbolo y fue atendido amablemente por ella que estaba acompañada de la esposa de un comisario de policía y de su hija Claudia. La joven, que se aburría soberanamente, le dedicó una deslumbrante sonrisa y Pablo quedó prendado de ella sin remisión. Aún no sabía que bajo el tapiz que cubría la mesa, se escondía la pierna enferma y deformada por la polio de la hermosa joven.
Viendo el embobamiento y el rubor escrito en la cara del muchacho, doña Carlota, que era más larga que un día sin pan, no perdió el tiempo y le dio conversación demostrándole una desusada cordialidad; ella, que tan altiva y lejana solía ser, se percató de inmediato de las posibilidades extraordinarias que se habían suscitado y le invitó a merendar al domingo siguiente.
─“Querido muchacho ─dijo con dulzura─. El próximo domingo doy una merienda en mi casa. Me encantaría que asistiera, y no acepto un no por respuesta”.
Pablo, que apenas se lo podía creer, pensó que se había producido un milagro. La elegante señora y su hermosa hija le invitaban a merendar. Tenía que haber alguna equivocación o quizá había intercedido su madre con alguno de sus santos, fijo que era esto último. Aquella noche fue incapaz de conciliar el sueño y el resto de la semana anduvo sumido en una especie de trance en el que la imagen de Claudia ocupaba todos los espacios.
El tiempo, apenas tres días, se le hizo eterno al muchacho que soñaba con la llegada del domingo con todas sus fuerzas. El sábado por la tarde se dirigió a los baños públicos donde se acicaló con esmero. Lo hizo con discreción, porque le avergonzaba su pobreza y la humildad de la habitación de la pensión donde vivía. A las cinco de la tarde se preparó para acudir a la cita vestido con su ropa de los domingos, un desafortunado traje gris marengo heredado de su padre que le quedaba algo grande y, al mismo tiempo, le ponía años encima. Con sus humildes ahorros compró un ramito de violetas en la Plaza Bib-Rambla y una cajita de pastas en la pastelería Bernina, la mejor de la ciudad. Tal despilfarro le dejó sin una peseta y le supuso quedarse sin café el resto del mes, pero no le importó.
Allí, en aquel escenario perfectamente preparado por doña Carlota, con el antiquísimo servicio de plata reluciendo, los delicados manteles de hilo bordados con filtiré y vainicas y las finas tazas de porcelana que habían pertenecido a los antepasados, el pobre Pablo encontró por fin a la novia que con tanto ahínco había estado buscando. Lo que nadie le dijo fue que la puesta en escena, la plata, la porcelana, la criada ataviada con blanca cofia y la novia, eran el attrezzo de una obra de teatro que la familia al completo representó para conseguir que aquel incauto pardillo que miraba embobado a su tullida hija, cayera rendido a sus pies.
Don Lorenzo, doña Carlota, los dos hermanos de Claudia, Cosme y Damián,… todos se confabularon para que Pablo no se diera cuenta de la invalidez de Claudia y cuando al cabo del tiempo fue consciente de su estado, ya no pudo retroceder porque estaba perdidamente enamorado de ella y se hubiera casado aun cuando hubiese tenido que llevarla en brazos hasta el altar. Cosas del amor.
Cuando el joven descubrió accidentalmente la minusvalía de Claudia, ya era tarde para volver atrás y siguió adelante con la idea de casarse cuanto antes. Lo hizo con generosidad, sin dudarlo un segundo, como el caballero que demostró ser toda su vida a pesar de que su madre y hermanos, cuando supieron del engaño, intentaron disuadirle.
La pareja se casó un día de mayo a primeras horas de la mañana en una ceremonia gris celebrada en semiclandestinidad, sin invitados y sin el menor relieve social, solamente con la asistencia de la estirada familia Ortuño, y los familiares de Pablo que se sintieron en el evento totalmente fuera de lugar. Los padres de Claudia hicieron de padrinos sin consultarlo siquiera con el novio que callaba y aguantaba estoicamente para no indisponerse con su amada. No hubo celebración posterior, ni viaje de novios, sólo una temprana merienda en el salón de doña Carlota en la que se sirvieron unas pastas y algunos licores y donde los Ortuño evitaron por todos los medios mezclarse con la señora Celeste y su prole.
Este fue el mal comienzo de un matrimonio que nunca debió celebrarse pues era notoria la falta de amor de la recién casada hacia el esposo. Claudia nunca quiso a Pablo ni se molestó en disimularlo. Aborrecía su tosquedad y sus escasas habilidades sociales y a lo largo de su vida en común no dejó pasar ni una sola ocasión para reprochárselo. Nunca le agradeció nada de lo que sacrificó por ella pero él siguió queriéndola calladamente, minuto a minuto, y siempre pensó que conocerla fue un regalo de Dios.
Claudia Ortuño y Ampuero siempre vivió una farsa, una mentira. Jamás dio gracias a Dios por el marido que le concedió ni por las dos hijas con que la había bendecido. Su corazón, lleno de amargura, estaba aún más emponzoñado que sus tullidas piernas.
………….
El matrimonió se instaló en un espacioso piso del Camino de Ronda cercano a la elegante calle Recogidas, en un edificio de nueva construcción bastante pretencioso. La zona apenas empezaba a urbanizarse y el campo y la vega granadina con sus cultivos era la visión que cada mañana contemplaban los recién casados cuando abrían las ventanas. Era como si estuvieran en el fin del mundo. La calle polvorienta, sin asfaltar y llena de baches, era deprimente. Apenas circulaban vehículos por ella y tratar de llegar al centro de la ciudad suponía una buena caminata pues el único autobús de línea que transitaba por allí pasaba de tarde en tarde en una completa anarquía horaria.
Claudia se sentía prisionera en aquella casa. No podía salir a la intransitable vía con su andar vacilante ni podía reunirse con sus amigas; pero lo que más sentía era no poder acudir diariamente a la Iglesia del Santo Sacrificio, su preferida, donde, paradojas de la vida, se confesaba semanalmente. Constantemente maldecía su hogar, el barrio, la escasez de dinero, los vecinos…, todo. Nada parecía gustarle en su nueva vida de casada y esa frustración la volvía hacia su marido con maldad y ganas de hacerle daño. Sin embargo amaba la actividad sexual que el nuevo estado le brindaba y a ello dedicaba las noches con entusiasmo. Pablo se las veía y deseaba para complacerla pues, era tal la demanda de la dama, que terminaba agotado. El primer embarazo no se hizo esperar dando al esposo una de las mayores alegrías de su vida. Su esposa, en cambio, no se alegró tanto pues llevaba mal los molestos síntomas de los primeros meses que ella se encargaba de magnificar hasta el infinito. Fueran ciertos o no, el caso es que se pasó los nueve meses de gestación metida en la cama cargando todo el trabajo de la casa sobre los hombros del esposo.
Él hacía lo que podía y su vida transcurría entre el trabajo y el hogar donde cada vez se sentía más agobiado por las exigencias económicas de su esposa y sus caprichos. Poco a poco se convirtió en una sombra que vagaba por las habitaciones como alma en pena, sin importarle demasiado a nadie, sobre todo desde que doña Carlota se instaló con ellos para vigilar la salud de su hija. La dama desplegó toda su mala leche de rica venida a menos y sus pretenciosas maneras de “quiero y no puedo” que Pablo aborrecía. Fue un calvario para él aguantar la presencia de su suegra y el día que se marchó dejando la casa al cargo de una criada pagada por ella para que ayudara con Pablito, el niño recién nacido, casi no cabía en su piel de satisfacción. Su alegría fue efímera, no obstante, pues el niño falleció a los pocos días de su nacimiento de muerte súbita dejando a la pareja sumida en el dolor. Queriendo olvidar el duro trance, el matrimonio no tardó en reanudar su vida conyugal y lo hizo con tal ímpetu que en un corto intervalo de tiempo nacieron dos hijos más: Luis y al año siguiente Marta Teresa, a la que siempre llamaron Marta. El pequeño Luis apenas vivió dos semanas pues había nacido con importantes deficiencias coronarias que no pudieron ser corregidas. Fue otro duro golpe para el matrimonio, pero no contribuyó a unirles más, sino todo lo contrario, sirvió para que Claudia achacara a su esposo una dudosa herencia genética culpable de la tragedia.
La llegada de Marta Teresa fue providencial porque nació sana y hermosa y Claudia creyó ver en ella todos los atributos de su estirpe lo cual la llenó de orgullo. En cambio, el devenir diario se complicó bastante con la llegada de la pequeña pues su total falta de interés por los asuntos domésticos y la ausencia de voluntad para llevar las riendas de su hogar, consiguieron que la casa se convirtiera en un absoluto caos. Claudia aprovechó esta circunstancia y no dejó de dar la tabarra a sus padres hasta que al final, y en contra de la opinión de Pablo que apenas era tenida en cuenta, consiguió permiso de sus progenitores para dejar el piso del Camino de Ronda y volver a instalarse en la casa del Realejo, la casona familiar.
El vetusto edificio que había conocido mejores tiempos pero que aún conservaba parte del brillo y esplendor de antaño, constaba de tres plantas comunicadas entre sí por una amplia escalinata de mármol. En la planta baja se ubicaban la cocina y un hermoso patio andaluz cubierto con un entoldado que lo protegía del ardiente sol. El patio, primorosamente ornamentado de azulejos, hacía de comedor de verano y en invierno de invernadero. En la planta baja también se encontraban los dormitorios del servicio, patios y trasteros en lo que años atrás fueron cuadras y cocheras. En el primer piso abrían sus puertas los salones y el elegante comedor de invierno donde unos enormes aparadores albergaban los restos de la plata y la vajilla de porcelana que daban idea del esplendor de antaño. También habían instalado una compleja y moderna cocina que se utilizaba sólo en invierno por capricho expreso de la dueña de la casa. En el último piso, numerosos dormitorios abrían sus puertas a una amplia galería cuajada de macetas donde los geranios gitanillas de doña Carlota lucían en todo su esplendor.
La mansión era imponente y señorial y había que ser muy perspicaz para darse cuenta de que, en la actualidad, la familia no estaba sobrada de recursos. Claudia adoraba esta casa donde siempre había vivido y no cejó hasta volver. Doña Carlota les asignó tres habitaciones del ala norte, la más fría, y allí se instalaron el matrimonio y su hija. Fue un acuerdo ventajoso para todos, excepto para Pablo, que en aquel caserón se sentía más perdido que de costumbre. El buen hombre se buscó otro trabajo para la tarde con la idea de complementar su exigua paga como contable y también para huir del asfixiante ambiente que la convivencia con los Ortuño le producía. Con el beneplácito de Claudia que apenas le aguantaba en casa, empezó a prestar su colaboración en el despacho de quinielas de un amigo logrando los dos objetivos.
Ni siquiera esta aportación extra de dinero contentó a su esposa. Ella, con aquel escaso peculio, no podía permitirse lujos ni extravagancias y esto la frustraba más si cabe. A regañadientes, hubo que suprimir sus meriendas diarias en la elegante pastelería a la que acudía desde siempre en la calle Ángel Ganivet, y dejar de encargarse la ropa a medida en su modista habitual. De vez en cuando pedía dinero a su madre y ésta se lo daba a cuentagotas.
Doña Carlota, que era tacaña a más no poder, llevaba fatal que su hija siempre le estuviera pidiendo dinero para esto o lo otro. A pesar de vivir bajo el mismo techo la economía de ambas familias estaba bien separada por expreso deseo de la dueña de la casa que lo dejó claro desde el principio. Ella les daba techo y nada más: la comida, la ropa y la educación de la hija era a cuenta de los padres.
Claudia se resistió cuanto pudo y buscó la complicidad de su padre pero de nada le sirvió. Don Lorenzo tampoco era demasiado espléndido y apoyó a su esposa, máxime cuando lo habían acordado desde el principio; ellos les daban alojamiento y punto. Claudia, al final, no tuvo más remedio que bregar con Marta intentando educarla adecuadamente. Su escasa movilidad era un hándicap, pero no tuvo más opción que remangarse y hacerse cargo de la intendencia a pesar de que la vieja Isidora, la criada de doña Carlota, la ayudaba bastante a escondidas de su ama. Cuando Pablo volvía a casa después de una jornada de dieciséis horas de trabajo, aún tenía que encargarse de fregar la vajilla y preparar la comida para el día siguiente. Era una vida dura, pero el hombre no se quejaba; es más, a su manera, era razonablemente feliz. Lo que peor llevaba era la letanía de reproches que su mujer le lanzaba cada vez que se terciaba. Claudia siempre le echó en cara el gran favor que le hizo casándose con él, un humilde contable que trabajaba en una entidad bancaria, ella, una hija de buena familia y se tuvo que conformar con el pobretón de Pablo Guzmán.
A pesar de que en apariencia su vida no era muy feliz es de suponer que sus relaciones íntimas no serían tan malas pues Claudia tuvo tres embarazos más que se malograron a los pocos meses y al poco tiempo quedó embarazada de nuevo.
………….
Yo nací el día cinco de enero de 1945 cuando mi hermana Marta ponía sus zapatos delante del belén esperando la llegada de los Reyes Magos. Vine al mundo sin dar la lata, en un parto fácil que apenas duró dos horas. Mi madre me recibió sin demasiada ilusión y alguna vez me han contado que, cuando me vio por primera vez, se deprimió mucho pues, según ella, era igualita que mi abuela paterna. Me pusieron el nombre de Julia porque a mi madre le gustaba y para llevarle la contraria a mi padre que quería bautizarme con el de Celeste, como su madre.
No sé si a partir de entonces la vida conyugal de mis padres cambió pero sí sé que ya, con mis primeros recuerdos, mi madre no dormía con mi padre sino en su dormitorio de soltera donde se trasladó dejándole a él sólo en la cama matrimonial y con mi cuna al lado. Coincidió esta separación de facto, con la incorporación de mi madre al mundo laboral. Después de algunas gestiones del abuelo consiguió un puesto de profesora en el Colegio Marianista gracias a su valía personal y a las subterráneas maniobras que éste llevó a cabo.
La incorporación a su puesto de trabajo alejó al matrimonio un poco más si cabe haciendo que mamá pasara olímpicamente de las tareas domésticas y de sus deberes como madre. Fue entonces cuando Telma llegó a nuestra casa para cuidarnos y descargar a mi padre de tanto agobio. Libre ya de la esclavitud del orden doméstico, papá pudo asumir otras funciones de las que tan necesitadas estábamos. Era él quien nos daba atención y cariño consiguiendo a duras penas que siguiéramos siendo una familia. Por la noche me cambiaba los pañales y me daba el biberón sin protestar jamás y sin reprocharle nada.
Cuando cumplí los 5 años empecé a tener terrores nocturnos y miedos injustificados, era como si ya vaticinara los duros días que estaban por venir. Algunas veces me despertaba aterrada, llena de sudor y llorando desesperada, y ni una sola vez acudió mi madre a consolarme. Era mi padre y, en algunos casos mi hermana Marta, quienes me calmaban y estaban conmigo hasta que me tranquilizaba y me volvía a dormir.
Fue por esas fechas cuando mamá empezó a salir mucho y a acudir a multitud de actos sociales que requerían un lujoso vestuario y un gran despliegue económico. Aquel importante gasto se notó alarmantemente en las escasas raciones que a partir de entonces nos servían en el plato. Yo era una niña muy tragona y siempre tenía hambre, me daba igual lo que me dieran de comer porque, en un momento, lo devoraba todo y eso a pesar del miedo que me inspiraba la intimidante mirada de mi madre que aborrecía mi forma de ser y no entendía de quién había heredado tanta vulgaridad.
Pero no era yo la única que pasaba hambre; lo hacíamos todos, pero al ser tan pequeña no comprendía que, de repente, me dejaran de dar la merienda y me mandaran a la cama con una taza de caldo caliente cuando lo que quería era comerme un gran bocadillo de chorizo.
………….
Mi hermana Marta ingresó en la escuela de enfermeras del Hospital Clínico de San Cecilio a las órdenes de Sor Josefina, su directora, cuando terminó el bachillerato. La monja, una enjuta mujer de mediana edad, religiosa vocacional de la Orden de la Caridad, era la encargada de formar a las aspirantes a enfermería cuya escuela regía con maestría y mano dura. Las mejores enfermeras que se licenciaban en la ciudad de Granada eran las pupilas de Sor Josefina. Casi todas encontraban trabajo en cuanto terminaban los estudios y por eso, entrar allí, era harto difícil y había que tener buenas notas y alguna recomendación. Mi hermana lo consiguió a la primera y se mudó a vivir al internado con gran disgusto por mi parte pues me quedaba sin mi defensora y aliada. Pensar que me iba a quedar sola en la casa, con mis padres y mis abuelos ya mayores, me enervaba y ponía los vellos de punta.
─¡No te vayas, Marta! ─le decía hipando compulsivamente.
─Me tengo que ir nenita, pero vendré a verte todos los fines de semana ─me respondía amorosa. Separarme de mi hermana fue una dura experiencia porque ella, por entonces, sí me quería y ser consciente de ello era como un bálsamo para mi alma y me hacía sentir menos sola.
………….
Libre ya de cargas familiares, pues ni mi padre ni yo contábamos, mi madre empezó a prepararse las oposiciones a la Cátedra de Historia que fue convocada por esas fechas. Todo su tiempo lo dedicaba a estudiar y nuestra casa era un desastre de organización donde nunca se sabía si ibas a comer o no. Tuve que aprender a sobrevivir hurtándole a mi glotona abuela todo lo que podía de la bien surtida alacena donde escondía sus delicatesen. A veces olvidaba cerrarla y yo, que andaba siempre al acecho, aprovechaba la ocasión para hacer una incursión y robarle todo lo que pillaba.
Desde pequeña supe que tendría que espabilarme para salir adelante y también barruntaba que tendría que trabajar duro pues no podía seguir perdiendo el tiempo “paseando los libros” sabiendo que no estaba dotada para los estudios. En honor a la verdad he de decir que mi madre lo intentó y al menos quiso que terminara el bachillerato, pero yo no sentía motivación y creía sinceramente que no estaba entre los elegidos y que mi pobre intelecto no daba más de sí. Cuando cumplí los trece años y ante el desolador panorama de mis notas, mis padres decidieron que lo mejor sería que aprendiera un oficio. Nadie me preguntó qué me gustaría hacer a mí y sólo pude asistir atónita e impotente al triste espectáculo en el que se decidía mi destino.
Mamá, por supuesto, movió todos sus resortes y al fin consiguió que me aceptaran como aprendiza en el Salón Alvarado, su peluquería de toda la vida, un reputado y sofisticado salón donde acudía lo mejorcito de Granada para que don Marcelo, dueño y alma mater del negocio, les hiciera moños franceses y otras virguerías. Fue un favor que le hizo a ella personalmente y así me lo advirtió cuando me aleccionó sobre cómo debería ser mi actitud y comportamiento. También me hizo la seria advertencia de que, bajo ningún concepto, debía revelar a las clientas nuestro parentesco ni llamarla mamá cuando acudiera a peinarse.El establecimiento, situado en la calle Pavaneras confluencia con San Matías, ocupaba parte de los bajos de una hermosa casa construida por un indiano en una de las zonas más caras de la capital. La peluquería se componía principalmente de una gran sala amueblada según la moda de la época, con unos cómodos sillones último modelo que se alineaban en una larga pared, mientras en la parte opuesta, unos voluminosos secadores funcionaban sin parar. Una larga fila de sillas se situaba frente a una pared de espejos donde, don Marcelo y Encarna, su oficiala, se esmeraban peinando a las encopetadas señoras. Delante de los asientos donde esperaban las clientas se situaban varias mesitas bajas con forma de riñón atestadas de revistas de moda y cestitos con caramelos, que aportaban un toque glamuroso. En uno de los ángulos estaban instalados los lava cabezas, unos artilugios que no había visto en mi vida y donde supuse iba a trabajar a partir de entonces. Al fondo, en un rincón, una puerta que debía conducir a alguna habitación interior.
Aquella mañana, cuando llegué al local, la peluquería estaba a tope y un tropel de parlanchinas señoras ocupaba prácticamente todos los sillones mientras una aprendiza se esforzaba en lavar cabezas. Don Marcelo se encontraba peinando a una dama con muy buena pinta que luego supe era la esposa de un alto cargo de la Diputación y, a su lado, Encarna, la oficiala, llenaba otra cabeza de palitos que después me enteré se llamaban bigudíes. Era lunes y al parecer este día acudían muchas señoras a hacerse la permanente y a darse tintes.
Don Marcelo era un pequeño y sonrosado hombrecito de unos cincuenta años con el pelo tintado de color rubio ceniza. Ese día iba vestido con unos anchos pantalones blancos y una larga túnica del mismo color que le daban un aspecto extravagante. Su vestimenta chocaba bastante pues resultaba excesivamente moderna y excéntrica comparada con los clásicos atuendos de las añosas clientas. También me extrañó su exagerada manera de hablar alargando las palabras y marcando mucho las eses finales y los constantes ademanes que hacía con las manos mientras emitía grititos más propio de una mujer. 

─¡Qué be-lle-za,… este corte le queda di-vi-no, señora! ─le decía a doña Matilde, señora de un concejal, cuando le cortó el pelo a lo garçon.
Las clientas se derretían con él que siempre encontraba la palabra adecuada y la lisonja que cada una requería. Un día, mientras lavaba una cabeza, oí una conversación por casualidad en la que le calificaban de “mariquita”. Yo, que no tenía ni idea de lo que aquella palabra significaba, pensé que se referían a su modo de vestir, tan diferente y moderno. Ni por un momento imaginé lo que aquella palabra, dicha despectivamente, significaba. Para mí, don Marcelo era un ser tierno y encantador que desde el primer momento fue bueno y considerado conmigo.
Mi primer día de trabajo fue muy duro ya que no estaba acostumbrada a trabajar y, mucho menos, a permanecer de pie horas y horas. Como aprendiza que era, las clientas se creían con derecho a enviarme de aquí para allá pidiéndome los más peregrinos caprichos y, al ser la última incorporación, todos los recados me los mandaban a mí mientras Pili, la otra chica, lavaba cabezas sin parar.
─”Ahora te vas a la cafetería de la esquina y traes tres cafés con leche, dos calientes y uno templado, dos raciones de tejeringos y un suizo, etc. ¡Vuela que hay mucho trabajo!” ─decía Encarna con muy mala leche mientras yo salía corriendo tratando de recordar todos los encargos, pero por mucho que me esforzaba, nunca hacía las cosas como ella quería. Desde el primer día le caí mal y me lo demostraba a diario sin darme la menor oportunidad. Gracias a don Marcelo que era tan buena persona no me maltrataba más de lo normal. Con Pili apenas pude intimar pues a los tres días de mi llegada se despidió para irse a trabajar de dependienta de una zapatería que era lo que a ella le gustaba.
Siempre me pregunté por qué le caí tan mal a Encarna, pero tiempo después supe que fue porque me dieron a mí el trabajo por influencias de mi madre y no a su prima que también aspiraba al mismo. La muy mala pécora me pegaba unos pellizcos y unos tirones de pelo que me hacían saltar las lágrimas en cuanto me veía descansando unos minutos. Llegué a odiarla y temerla a partes iguales y aguantaba, únicamente, porque el bueno de don Marcelo me compensaba con su trato cariñoso. 

─”Mira Julia ─decía con paciencia─, tienes que lavar el pelo con más energía dando un suave masaje al cuero cabelludo de las señoras. Ya verás como si lo haces bien y las clientas quedan contentas, te darán propinas,…anda guapa, lávame a mí y así aprendes….Ya te voy indicando”.
Todo iba más o menos bien, hasta que don Marcelo sufrió “el accidente” que le cambió la vida y complicó la mía durante una temporada.
Era sábado y había llegado la primera a la peluquería. Encarna, que hacía de jefa cuando don Marcelo no estaba, me había asignado el día anterior algunas tareas para realizar antes de abrir al público. Ya me disponía a elevar el cierre metálico cuando comprobé con algo de miedo que la cerradura estaba abierta y la puerta entornada. Por un momento pensé que habrían entrado a robar y me asusté de veras. Luego me tranquilicé porque allí cerca, en el centro de la Plaza de Isabel la Católica, estaba Jacinto, el guardia de la porra que dirigía el caótico tráfico de las mañanas, ¿qué me iba a pasar con un policía tan cerca?
Por un momento pensé en lo que me diría Encarna y en las chanzas y pullas que me lanzaría a lo largo de la jornada si no cumplía lo que me había mandado. Esta certeza me ayudó a desterrar mis miedos y, dando un último impulso, elevé el cierre y entré en el local con determinación. La sala estaba a oscuras y me dio repelús. Seguí adelante y al entrar en el cuartito, le vi. Don Marcelo estaba tumbado en un diván que era prácticamente todo el mobiliario de la habitación que utilizábamos normalmente para descansar y dejar las cosas de las clientas. Por un momento creí que se habría quedado dormido sin darse cuenta y ya me disponía a salir para no despertarle cuando un hondo gemido atrajo mi atención y me hizo volver la cabeza.
Don Marcelo intentaba llamarme, decirme algo, pero sólo emitía sonidos guturales que no entendía mientras blandía su mano indicándome que me acercara.
─¿Está bien don Marcelo? ¿Necesita algo? ─le pregunté con el pánico reflejado en mi cara.
─¡Ayu...da,…ayuda! ─me decía con dificultad.
Mi primer impulso fue echar a correr y ponerme a dar gritos como una loca para que alguien me ayudara. No sabía bien lo que le pasaba pero estaba segura de que era algo grave. Pero don Marcelo había conseguido asir mi brazo y me impedía escapar.
─¡Voy a buscar ayuda don Marcelo! Ahora vuelvo, le grité para que me soltara, pero él aferraba mi mano todavía con más fuerzas.
─¡No…no,... no llames a nadie! ─musitaba bajito─ .Tráeme un vaso de agua, anda ─dijo intentando levantarse.
Le acerqué un vaso con mi temblorosa mano y bebió un sorbo de agua que pareció reanimarle. Poco a poco consiguió ponerse en pie con la ayuda que le presté manteniéndose erguido con grandes dificultades y así, sujetándole con todas mis fuerzas, conseguimos llegar al cuarto de baño. Cuando encendí la luz del aseo para facilitarle la entrada comprobé horrorizada que su camisa y pantalones estaban manchados de sangre.
─¿Está usted herido? ─le pregunté sin obtener respuesta.
_ ¿Está usted herido? ─insistí.
─Sí, estoy herido, pero no te puedo decir nada, no preguntes, cuanto menos sepas mejor para ti… además, eres muy joven y no lo entenderías ─dijo con un hilo de voz.
No quise insistir y respeté su silencio y, a partir de ese momento hice lo que él me pidió. Le ayudé a desnudarse y a meterse bajo la ducha mientras esperaba fuera pudorosamente. Él no quiso que le viera ducharse porque, según balbució, yo era demasiado niña para ver las intimidades de un hombre. Cuando terminó, le acerqué su ropa de trabajo y le vestí porque él no era capaz. Por último salí a la calle, detuve un taxi, y le metí dentro con grandes esfuerzos. Luego me encargué de meter sus ropas manchadas en una bolsa donde guardábamos las toallas sucias y las escondí en un armario. En el rincón donde las oculté supuse que estarían fuera de la curiosidad de Encarna, La Poligonera, como últimamente la había apodado.
Hecho esto, me dispuse a realizar el cometido que me había llevado al salón a tan temprana hora. Encarna me había encargado lavar con jabón y amoniaco todos los rulos que había en el local y todos los recipientes donde se mezclaban los tintes. Faltaban apenas treinta minutos para la hora de apertura y, ese día, la sala solía estar hasta los topes de clientas. Una de las que acudiría puntualmente, como todos los sábados, sería mi madre que siempre tenía hora a las diez.
El miedo a la que me montaría Encarna si no obedecía sus órdenes dio alas a mis manos y aún hoy día no sé cómo lo hice pero lo conseguí. A la hora en que la insufrible mujer asomó su cara por la puerta terminaba de colocar el último rulo en su sitio y me disponía a recoger las últimas gotas de agua jabonosa para que no pudiera tener ni la menor queja.
El día fue agotador con la peluquería llena de exigentes clientas que rivalizaban entre ellas para ver cuál era más borde y más maleducada. Lavé como veinte cabezas, recogí pelos del suelo, hice masajes capilares a todas, traje innumerables cafés del bar de enfrente, aguanté las broncas de Encarna, y todo ello sin perder la sonrisa.
Mi madre, con la cabeza llena de rulos, me miraba fijamente desde la campana del secador con su “mirada especial” esa con la que quería decirme. “¡Ni –se-te- o-cu-rra- lla-mar-me- ma-má pa-ra- ti-a-quí-soy-la –se-ño-ra- Or-tu-ño!” Entendí el mensaje y ni por un momento di muestras de conocerla; la traté como a una clienta más, pues sabía que ella se avergonzaba de que una hija suya desempeñara un oficio, cosa que le parecía el colmo de la vulgaridad.
A pesar de mis desvelos y diligencia, cada vez que tenía ocasión, Encarna me arreaba un pellizco, mientras maldecía por lo bajo ante la ausencia de don Marcelo.
─¿Dónde se habrá metido el muy maricón, sabiendo el día de trabajo que tenemos? ¿Tú sabes algo del jefe? ─me preguntaba a cada momento.
Yo, que en principio me había debatido entre decirle lo que había presenciado o callarme, opté por lo segundo y negué sistemáticamente cada vez que me acosaba con la misma cantinela. Sin saber por qué, sabía que tenía que callar, no podía explicar por qué estaba tan segura, pero lo estaba.
La mañana fue una locura y terminé muerta. Fue al final de la tarde, cuando ya íbamos a cerrar que, dos hombres con traje oscuro y cara de pocos amigos, irrumpieron en el salón como dos elefantes en cacharrería. Empujaron la puerta, me dieron un empellón, entraron en la trastienda sin pedir permiso, y nos trataron con altivez y desprecio. Encarna, que estaba pálida como una muerta, intentó protegerme con su cuerpo pues pensaba que los dos individuos eran atracadores. Pero no, no eran ladrones, eran dos policías de la Brigada Político-Social, que buscaban a don Marcelo.
Cuando el de apariencia más brutal preguntó por él, Encarna estuvo a punto de caer al suelo del soponcio. Tuvo que posar su trasero en uno de los sillones, mientras yo, adoptando mi pose más estúpida, la abanicaba con una revista.
─¿Pero qué ha hecho este hombre, por Dios? ¿Por qué le buscan?
─¿No lo sabes o te haces la tonta? ─dijo con grosería mientras amagaba con darle un puñetazo─. ¿No sabes que tu jefe es el tío más maricón de Granada y que esta noche ha participado en una orgía? ¡Contesta! ─le decía aquel pedazo de animal al que su compañero llamaba Pascual.
─No señor, no sé nada, no le he visto desde ayer porque hoy no ha venido a trabajar ─contestaba Encarna, mientras yo permanecía con la vista baja y la boca cerrada.
─¡A ver, tú! ─dijo el individuo dirigiéndose a mí por primera vez─. ¿Has visto al maricón de tu jefe?
─Negué con la cabeza sin atreverme a mirarle. Temía que leyera en mis ojos que mentía y me llevara detenida.
Gracias a Dios, parecieron darse por satisfechos con nuestras contestaciones y un somero registro del local y se marcharon, mientras por maldad, de camino hacia la puerta, arrojaron al suelo varios frascos de champús dejándonos asustadas y temblorosas. Encarna estaba pálida y yo apenas podía tragar saliva del miedo que sentía. Una especie de nudo angustioso cerraba mi garganta impidiéndome hablar y respirar. No obstante, me sentí aliviada en el fondo pues afortunadamente no habían mirado en el armario donde había escondido la bolsa con las ropas manchadas de sangre.
Sin saber por qué, y eso que en esos momentos mi percepción de Encarna había cambiado notablemente, (no podía olvidar cómo se interpuso entre los policías y yo protegiéndome con su cuerpo cuando pensábamos que eran ladrones), algo me decía que no debía contarle lo de don Marcelo.
Encarna, mucho más humanizada que otras veces, me preguntó con un tono nuevo en la voz.

─¿Estás bien, niña? Has pasado mucho susto, ¿verdad?
Asentí con la cabeza, mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. No estaba acostumbrada a las muestras de cariño y ella me estaba hablando afectuosamente, cosa que me desarmó por completo.
─¡Anda vámonos “pa” casa y no digas nada a nadie! Ya veremos el lunes en qué queda la cosa. Si estás muy asustada todavía, te puedo acompañar ─dijo mientras cerraba la persiana metálica.
─No señora, ya no estoy asustada, sólo estoy preocupada por don Marcelo… ¿Por qué le buscarán?
─Bueno, será por cosas de mayores. Tú eres todavía muy chica para saber ciertos asuntos… Vete a casa y descansa, hoy ha sido un día muy duro…. ¡Sí señor,…muy duro! Antes de subir al autobús se despidió de mí afectuosamente, lo cual me enterneció.
─¡Adiós Julia, y no digas nada a nadie! ¿De acuerdo?
─¡Adiós señora, no se preocupe que no diré nada!
Así, de esta manera, educada y hasta con algo de cariño, nos despedimos las dos. Un secreto compartido debe de unir mucho porque, a partir de entonces, dejó de ser tan borde conmigo.
Después de acompañarla hasta la parada del autobús en la Gran Vía, di un paseo tratando de serenarme y aclarar mis ideas. Luego, cerca de las nueve, regresé andando hacia mi casa pensando en el cambio de actitud de mi compañera.

jueves, 30 de noviembre de 2017

Te llevaré al Cielo- capítulo primero


 Te llevaré al Cielo- capítulo 1




El agua golpea la ventana con furia sacándome del sopor en el que estaba sumida a causa de los medicamentos que tomo para mitigar mis dolores. No sé si mis males son reales o imaginarios; a veces lo dudo, pero mi hija, doctora de profesión, me insta a tomarlos pues, según ella, no es necesario sufrir si se puede evitar. Sea por la edad o por otra circunstancia, el caso es que en los últimos días mis molestias se han agudizado de tal manera que me atiborro de pastillas intentando sobrellevarlas y paso la mayor parte del día dormitando en mi sillón, frente a la ventana. Esta latosa dolencia que padezco y que me incapacita cada vez un poco más, no me llevará a la tumba, pero amarga mi vida que a veces se vuelve insoportable. Mis dolores y la lluvia, mala asociación, me imprimen un plus de melancolía. Es muy duro para mí, que siempre he sido activa, postrarme así cuando llegan los fríos otoñales, porque ansío sentirme viva y esta dura enfermedad que me limita tanto me lo impide. Un súbito escalofrío me incita a arrebujarme en la chaqueta de punto que cubre mis hombros, mientras una cascada de recuerdos acude a mi mente. Siempre he odiado las tardes desapacibles como ésta. Mi artritis se reverdece con el mal tiempo y mis dedos, deformes, me duelen terriblemente. Observo mis manos con pena pues ya no queda en ellas nada de las que fueron en mi juventud. Mis manos eran blancas y finas de largos dedos rematados en unas peculiares uñas cuadradas que se movían agiles sobre el cabello de las clientas del Salón Alvarado. Intento no pensar en aquellos tiempos y lucho por no caer en los recuerdos del pasado pero no lo puedo evitar. La fobia que me inspiran los días lluviosos no contribuye precisamente a ahuyentar mi tristeza y sucumbo. Apenas puedo recordar de dónde viene este odio, quizá sea desde siempre o tal vez desde que sucedió aquello… no lo sabría decir a ciencia cierta. Cierto es que la melancolía me invade siempre que el otoño llega y los días grises en particular, me ponen más triste de lo normal. Asocio el mal tiempo a momentos duros y difíciles de mi vida y entonces los recuerdos acuden puntuales a mi mente y, como en un caleidoscopio de siniestros colores, revivo la misma escena una y otra vez. Veo a una jovencita acurrucada en aquel portal de la calle Recogidas esperando a que den las cinco y media de la tarde. Esa muchachita soy yo y aquel instante quedó grabado en mi mente con tanta fuerza, que sabría describir hasta los más nimios detalles de mi atuendo y de los de algunos transeúntes. Fue el momento que cambió mi vida para siempre.
Recuerdo sobre todo el cartel que anunciaba la Mercería Plácido, un pequeño establecimiento ubicado en el nº 20, donde un regordete señor trajinaba sin descanso colocando objetos en el escaparate mientras me lanzaba inquisitivas miradas.
Yo me había refugiado en la entrada del portal de enfrente intentando no llamar la atención del portero y a pesar de mis esfuerzos por cobijarme, la lluvia me alcanzaba y mojaba mis ropas que ya estaban empapadas. Los goterones que el viento lanzaba hacia mi escondite y las fuertes ráfagas que movían los toldos y las ramas de los árboles propiciaban que la sensación térmica fuera la de un día de pleno invierno.
En un momento dado, el mercero abandonó el escaparate y salió a la acera y desde allí hizo señas con la mano en dirección a donde me encontraba. Intuí que se dirigía a mí pero las ignoré a propósito y por toda respuesta me acurruqué más si cabe intentando hacerme invisible, pero él no se mostraba dispuesto a desistir.
─¡Niña! ¿No me oyes? ¡Entra aquí a resguardarte que te estás poniendo hecha una sopa!
A pesar del frío que tenía me resistía a obedecer porque estaba empeñada en pasar desapercibida pero aún eran las cuatro y media y me quedaba un buen rato por delante y se me hacía insufrible pensar en seguir más tiempo en la calle, con aquel temporal y aquella temperatura gélida; por eso vencí mi timidez y entré en el local buscando refugio y calor.
─Pasa, criatura ─dijo su esposa, una sonrosada mujercita de apacible aspecto─. Ven aquí junto al brasero y caliéntate las manos… ¿Se puede saber qué haces a la intemperie en un día como este?
Di las buenas tardes a la amable señora pero me negué obstinadamente a contestar sus preguntas y sólo acerté a darle las gracias entre el castañeo de mis dientes.
─Gracias señora…es usted muy buena…. ¡Buuuuuhhh!
A las cinco en punto me despedí ignorando adrede las miradas de desaprobación de doña Pura y de su marido, don Plácido, que se quedaron frustrados y bastante decepcionados por no haber sido capaces de sacarme ni una frase completa. Hasta les mentí cuando les dije mi nombre. ¿Cómo iba a decirles a aquellas buenas gentes lo que me pasaba? ¿Qué pensarían si les dijera que me dirigía a la consulta de un médico para que me confirmara lo que tanto deseaba y temía al mismo tiempo? ¿Entenderían acaso que estuviera liada con un cura que me había dejado preñada? No, no lo entenderían, y opté por callar.
Salí a la calle más entonada y busqué con la mirada el número 22. Afortunadamente había dejado de llover y mi aspecto no era tan deprimente. Entré de prisa en el portal donde un uniformado portero me impidió el paso con desagradables modales.
─¡Eh! ¿Adónde va usted? ─dijo interponiéndose en mi camino.
─Voy al 3º A, a la consulta del doctor Pacheco ─dije tímidamente bajando la cabeza avergonzada.
─¡Suba! ─dijo no muy convencido.
Subí los tres tramos de escaleras a pie intentando serenar los latidos del corazón que golpeaban mi pecho con fuerza. Esperé unos segundos en el rellano intentando reparar mi atuendo mientras me pasaba la mano por el húmedo pelo en un infructuoso intento por darle volúmen y mejor presencia. Pensé en la actitud recelosa del conserje y le disculpé; debía parecer una mendiga con aquellas pintas. No me extrañaban nada sus reticencias.
Una uniformada enfermera me recibió en el vestíbulo y me indicó que entrara en una salita lujosamente amueblada. Afortunadamente no había nadie esperando y ello me tranquilizó. Si tenía suerte y nadie me reconocía seríamos sólo el doctor, Encarna y yo, quienes supiéramos la verdad… bueno… y Manuel. ¡Claro está!
El galeno fue informado de mi presencia y salió presuroso a mi encuentro saludándome afectuoso.
─¡Hola Julia, qué puntual ha sido! Pase, pase…Qué mal tiempo ¿verdad? Dan ganas de no salir a la calle. Bueno, pues usted dirá en que le puedo ayudar ─dijo mientras me ofrecía un asiento en su elegante consulta.
Decidí entrar a fondo y no andarme por las ramas, por eso le espeté sin ambages.
─Creo que estoy embarazada don Fernando, hace tres meses que no me baja la regla.
Siempre le agradeceré que no me preguntara nada personal. Si le sorprendieron mis palabras no lo demostró ciñéndose a las preguntas que siempre hacía a cualquier paciente; no fue una excepción conmigo a pesar de saber que estaba soltera.
Sin decir nada que pudiera afectarme negativamente, me mandó subir a una camilla donde me palpó la tripa y me exploró con profesionalidad.
─¿Por qué viene sola? ─me preguntó de sopetón─. ¿Sabe su madre lo que le pasa?
Negué con la cabeza mientras trataba de sorber las lágrimas que pugnaban por anegar mis ojos. No era momento de ponerle al tanto de la difícil relación que mantenía con mi progenitora.
─Julia, está embarazada de tres meses y tiene que decírselo a su familia ─dijo cuando terminó.
Intenté evitar las confidencias pero me fue imposible, así que no tuve más remedio que hacerle partícipe de mis temores.
─No puedo decirles nada, usted no conoce a mi madre, me matará o me hará abortar… o me encerrará… me hará cualquier cosa con tal de que no lo sepa nadie ─Pues hable con el padre del niño. Él se tendrá que responsabilizar también,…digo yo.
─Es más complicado de lo que usted se imagina don Fernando… No es tan fácil, digamos que… ya está casado.
El gesto de asombro apenas perceptible que hizo al oír mi comentario, me avergonzó; el buen doctor estaba escandalizado, lo noté en sus ojos.
─Julia, tiene un serio problema por lo que veo... pero no la juzgo... yo sólo soy su médico y quiero que tenga un embarazo tranquilo y controlado. Si usted quiere se lo llevaré discretamente, pero si prefiere que la atienda otro colega me lo dice sin ambages. Si decide que sea yo quien me haga cargo, la espero aquí, en mi consulta, todos los meses. Mi enfermera le dará cita. Intuyo que le esperan tiempos difíciles así que dígame si le puedo ayudar en el trabajo. Pronto se le notará la tripa y las monjas… ya sabe cómo son… Empezaran a hacer preguntas y hay que dar respuestas. Acuda a mí cuando decida lo que quiere hacer.
………….

La lluvia había cesado pero sentí frío y me apretujé aún más en mi chaqueta. Siempre sufría la misma reacción cuando evocaba aquellos lejanos días, sentía frío aunque fuese verano.
Opté por levantarme e intentar volver al presente pero llevaba tantas horas en la misma postura, que me costó trabajo ponerme en pie. Luché por desentumecer mis piernas y cuando lo conseguí me acerqué a la cocina a preparar una taza de té. Esto siempre me reconfortaba pero aquel día no lo conseguí y mi mente descontrolada se empeñó en recordar.
………….
Me llamo Julia Guzmán Ortuño y soy una mujer sin suerte. Lo intuí desde que tengo recuerdos y me lo confirmó el destino algo más tarde, cuando mi vida se truncó definitivamente a la edad de diecisiete años. Don Fernando Pacheco, mi médico y benefactor, me confirmó que estaba embarazada de tres meses y a partir de entonces nada fue fácil para mí, madre soltera y menor de edad, en aquella Granada donde nací en el lejano año de 1945 Todos los traumas que arrastro desde mi niñez esconden la desesperada búsqueda del amor de mi familia. Cuando comprendí que mi madre no me quería ni mostraba el menor apego hacia mí, fue tan doloroso que aún me duele el alma al recordarlo. Es duro para una niña verse rechazada una y otra vez por aquella que más debía quererla y protegerla. Desde temprana edad carecí del calor y del afecto de mi progenitora y, tal vez por eso, busqué suplir esas carencias fuera del ámbito familiar. Quizá mi vida no hubiese sido la misma si hubiera contado con su cariño. Puede que si así hubiese sido todo aquel aluvión de problemas que cayó sobre mí no hubiera tenido lugar.
Es posible que si mi familia se hubiera preocupado más de mí, no hubiese caído tan fácilmente en las manos de aquel depredador, quizá ni siquiera le hubiera conocido, puede que mi vida hubiese transcurrido como la de cualquier muchacha de mi edad, con etapas llenas de ilusiones, desengaños, amores y desamores. Seguramente me hubiera casado con algún anónimo muchacho y hubiese sido razonablemente feliz, habría tenido hijos… ¡Quién sabe!
Pero mi vida se truncó definitivamente a tan temprana edad cuando conocí a don Manuel, coadjutor de la Iglesia del Santo Sacrificio y confesor de mi madre. Ni siquiera le importó esta cercanía con mi familia, al contrario, fue su trampolín, su medio para acercarse a mí y de allí a lo otro… no hubo más que un paso. Pronto dimos ese paso y me quedé embarazada y gustosamente prisionera de sus promesas y bonitas palabras; en suma, enredada en su tela de araña.
No quiero descargarme de culpas porque las tuve y grandes. Yo no soy tonta, aunque, por aquel entonces, era ignorante y crédula y adolecía de un gran desconocimiento sobre la sexualidad. Mi única justificación fue confundir sexo con amor y caer en sus brazos sin oponer resistencia. No obstante, sí que supe en todo momento que lo que hacía estaba mal, porque él era un sacerdote, un hombre de Dios, pero no fui capaz de resistirme. El mundo cambió para mí cuando me enamoré perdidamente de él. Mi firmamento, tan gris hasta ese momento, se iluminó de repente y su brillo cegador me obnubiló de tal manera que fui incapaz de ver otra cosa. Le amé con desesperación, con entrega absoluta. Borré de mi mente todas las enseñanzas recibidas y viví aquella pasión embriagadora que comenzó en tiempo de cerezas y terminó con la llegada de los fríos invernales. Un breve paseo por el cielo, por el goce absoluto, por la locura que sólo se siente al entregarse al primer amor. Inmersa en aquella borrachera de sentimientos, borré de mi mente su condición de religioso, olvidé todo lo que nos separaba e hice oídos sordos a las señales que me llegaban desde todas partes advirtiéndome que aquella pasión no era correspondida. Pero no pude porque él se metió en mi sangre de tal manera que condicionó mi vida para siempre. Manuel lo fue todo para mí: mi aire, mi sangre, mi alimento, mi presente, mi esperanza, mi futuro...todo. Hubiese dado mi vida si él me la hubiera pedido, pero no, lo único que quería era sexo. Tuvimos mucho sexo y me hizo promesas, muchas promesas que nunca cumplió. Esto fue todo lo que recibí de su parte: sexo, mentiras y promesas rotas. A pesar de su ministerio sacerdotal no tuvo reparo en engañarme y dejarme abandonada con aquella hija de su sangre, sin sentir remordimiento y sin preocuparse jamás de nosotras.
No puedo decir que no sé lo que es el amor porque mentiría; lo conocí en su faceta más terrible pues viví una pasión destructiva y clandestina que no fue correspondida, un amor de llantos y ausencias, de deseos incontrolables, de premuras y olvidos, uno de los que te hieren con calculada indiferencia buscando sólo su complacencia, un amor de los que te desgarran el alma con sus mentiras y te marcan para siempre, pero eso no lo supe hasta mucho después. Un día lo descubrí de la manera más cruel mientras rezaba fervorosamente por él y su vuelta a mis brazos, creyendo, inocente, que estaba en Centroamérica redimiendo su pecado cuando ya se encontraba en la vecina Málaga casado con una rica viuda.
Descubrir aquella traición y aquel abandono, propiciado y ocultado por el párroco de la iglesia a la que acudía a rezar, casi acaba con mi vida y a punto estuvo de hundirme para siempre en la locura, único medio que mi dolor encontró para huir de la realidad. Dos años estuve escondiendo a mi hija por vergüenza y cobardía, dos años en los cuales sólo pude pensar en él y suspirar por su vuelta, dos años buscando su figura por las calles de mi ciudad creyendo verle en cada varón con el que me cruzaba, dos años obsesionada con encontrarle para volver a oler su aroma embriagador. Es trágico desear a quien te traiciona pero mi cuerpo no entendía estas razones y le añoraba… Y mi alma, inerme, deseaba su vuelta más que cualquier otra cosa en esta vida.
Ahora, cuando mi cabeza peina canas, y a pesar del tiempo transcurrido, de todo el sufrimiento que ese amor trajo a mi vida, me sorprendo a veces pensando en él. No lo puedo evitar; su cara aparece en mis sueños y su sonora risa resuena en mis oídos cada vez que mi niña, una copia suya, ríe. Son muy parecidos físicamente, la misma boca sensual, el mismo nacimiento del pelo y…aquella risa. Aún no he desterrado de mi alma el odio profundo en el que se transformó el amor que por él sentía cuando me dejó abandonada a mi suerte y se olvidó de su hija, nuestra hija Inés. Inés, la niña de mis ojos, tan parecida a su padre y a la vez tan diferente… Inés, mi preciosa hija, la que a punto estuvo de carecer de infancia y juventud,… Inés, la hija del cura, la apestada, la que pagó parte de mis culpas sin tener culpa de nada, Inés, mi dulce y hermosa Inés. Ella es mi obra de arte, mi amor más grande y mi premio más querido y por eso doy gracias a Dios todos los días por haberme permitido traerla a este mundo a pesar de que no fue fácil sacarla adelante y muchas veces estuve a punto de enloquecer.
¿Cómo imaginarme lo que la vida me tenía reservado? Ni en mis peores pesadillas pude barruntar un futuro tan aterrador. En el universo cerrado y asfixiante que fue mi vida, sólo una luz me daba fuerza y calor, mi hija Inés.
………….
Yo nací en la ciudad de Granada en la época de la posguerra cuando las calles eran oscuras y tristes y todo estaba prohibido o era pecado. Me eduqué en un hogar profundamente católico en el que mi madre nos hacía acudir a misa todos los domingos, confesar, hacer novenas, rezar el Santo Rosario, etc. Fui la pequeña de la casa, la menor de dos hermanas, y me tocó en suerte un físico peculiar y nada ajustado a los cánones de la época, más parecido al de mi familia paterna, que a la aristocrática familia de mi madre donde todos eran altos, guapos y morenos.
La naturaleza me hizo heredar la fisonomía de mi abuela Celeste: alta, rubia, cuerpo prieto, boca grande y ojos de un extraño color violeta. Mi pelo, color de trigo maduro, era abundante y rebelde y mi cara, de pómulos altos, me daba aspecto de extranjera cosa que a mi madre le molestaba muchísimo. Mi físico no era de aquella época; entonces, para ser guapas, las chicas debían tener el pelo castaño, la piel blanca y la boquita de piñón.
Quizá por saberme diferente siempre me sentí acomplejada y mi niñez fue dura y solitaria; los niños me ponían motes y se burlaban de mí. Este hecho me hizo encerrarme en mí misma y volverme taciturna y poco comunicativa. También le parecía rara a mi madre que constantemente me gritaba con inquina: “estás atontada, espabila, eres igual que tu abuela, no comas tanto que te engordará el trasero y no te casarás, cada día te pareces más a los Guzmán, etc.”. Quizá por ello, desde bien pequeña fui consciente de que mi madre no me quería, me escondía y se avergonzaba de mí.
A mi poco atractivo físico iban aparejadas una enfermiza timidez y un gran retraimiento.
_ “¡Quita de ahí estúpida! ¡No salgas de tu habitación hasta que se vaya la visita! ¡Come despacio, pareces tonta!” Este era el repertorio que día sí, día también, me dedicaba mi madre sin el menor miramiento mientras yo la miraba sin comprender nada.
Mamá adoraba a mi hermana mayor, una guapa y esbelta muchachita que lo tenía todo: inteligencia, belleza y simpatía. Marta, además, estaba dotada para los estudios y ello enorgullecía sobremanera a nuestra progenitora que siempre lo sacaba a colación a la menor oportunidad. Pero yo siempre me sentí el patito feo de la familia, el renglón torcido, la oveja negra. Nadie creyó en mí ni se preocupó lo más mínimo en motivarme para potenciar mis aptitudes y propiciar que llegara al mismo nivel académico que mi hermana. Desde pequeña me colocaron el cartel de tonta y rara y así me quedé.
Por eso crecí calladamente, como una sombra, en aquel viejo caserón de la Placeta del Hospicio Viejo en el granadino barrio del Realejo, donde vine al mundo. La casa, grande y oscura, tenía numerosos recovecos y escondrijos donde me perdía para jugar a solas con Paulita, mi muñeca. A veces me escondía en la caja del enorme reloj inglés que adornaba el vestíbulo, un hermoso reloj de pie, de caoba, palosanto y ébano heredado por mis abuelos de sus antepasados que databa de 1824 y del que estaban muy orgullosos. Un día descubrí por casualidad este escondite donde mi abuelo guardaba cajas de puros y paquetes de cigarrillos y, con el tiempo, se convirtió en mi lugar favorito pues me encantaba ver sin ser vista. Allí dentro pasaba largos ratos jugando con Paulita y ni siquiera me asustaban los melodiosos sones que regularmente daban las horas, medias y cuartos; al contrario, la música me fascinaba y aprendí a tararearla mientras acunaba a mi muñeca como si de una hijita se tratase.
Mi familia era tan particular que ni siquiera se preocupaban de mis ausencias. Tampoco se acordaban de llamarme para comer y, cuando acuciada por el hambre salía, me llevaba grandes reprimendas y algún que otro pescozón de parte de mi madre a la que aquella actitud mía desquiciaba de una forma exagerada. El reloj inglés se convirtió en mi refugio durante mis primeros años de vida hasta que crecí y ya no cabía en su interior y tuve que dejar de cobijarme en mi lugar favorito.
Cuando tuve edad de ir al colegio me matricularon en las Escuelas del Padre Pío, un centro regido por religiosos de esta Orden, en el que había trabajado mi padre como conserje antes de conseguir su empleo de contable. A Marta, en cambio, la matricularon en las Mercedarias, un elitista y caro centro regido por religiosas y allí estuvo hasta que terminó el bachillerato.
En el colegio tampoco me ayudaron mucho. Mi maestra, la señorita Elvira, una anodina mujer, solterona y amargada, no encontró en mí el menor motivo para esforzarse. Quizá si hubiera sido una niña querida hubiese sido diferente, pero mi insufrible timidez y mi carencia de simpatía me hacían parecer tonta. La profesora se cansó pronto de mis mutismos y me dejó a un lado, condenada a mi suerte, sin estímulos, sin exigirme nada, y sin que ello pareciera importarle a nadie.
………….
Mi madre era descendiente de una acomodada familia venida a menos, pero que no había perdido ni un ápice de su orgullo y prepotencia. Los hijos de don Lorenzo Ortuño y Zúñiga, que antaño desempeñó el cargo de Presidente de la Diputación y doña Carlota Ampuero y Rivas, hija de un eminente oftalmólogo, habían perdido prácticamente su patrimonio pero conservaban intacto el orgullo y la soberbia de sus ancestros. De entre ellos, la más orgullosa y altiva, era Claudia, mi madre.
Claudia Ortuño y Ampuero tenía cuatro años cuando enfermó de poliomielitis y de resultas de tan terrible mal le quedó una acusada cojera en su pierna izquierda que les amargó la vida, a ella y a cuantos la rodeaban.
La Bella Claudia, como era llamada cariñosamente por su familia, creció acomplejada y encerrada en sí misma, atormentada por su invalidez, e incapaz de superarla. Desde bien temprana edad tuvo que llevar su pierna aprisionada por una prótesis que le causaba dolorosas llagas y sufrimientos sin cuento pero que le ayudaba a caminar y a mantenerse en pie.
El abuelo, viendo el duro porvenir que le esperaba a causa de su minusvalía, la convenció para que estudiara una carrera. Claudia había perdido casi el cien por cien de posibilidades de casarse y tampoco iba a heredar un gran patrimonio, por lo que el orgulloso abuelo, después de pensarlo mucho, creyó que lo mejor que podía darle a su hija era una buena preparación para que pudiera valerse por sí misma. Ella se resistió durante algún tiempo pero después cedió, a pesar de que le costó lo suyo. No era habitual que las mujeres estudiaran en aquella atrasada España, época en la que apenas había féminas en las universidades y Claudia siempre fue una persona muy tradicional.
No obstante, viendo sus nulas perspectivas de casamiento, recapacitó e hizo caso a su padre matriculándose en la Facultad de Filosofía y Letras. Claudia fue una estudiante brillante que terminó la carrera en un tiempo récord y con unas inmejorables notas. Con el tiempo y algunas influencias, a pesar de su minusvalía, dio clases en la Universidad de Granada donde consiguió la Cátedra de Historia Contemporánea.
Otra cosa fueron sus dificultades a la hora de encontrar novio. A pesar de su hermoso rostro, su pedigrí y su inteligencia, la muchacha llegó a los 22 años sin pretendientes ni perspectivas de tenerlos. Era, por así decirlo, bastante probable que siguiera soltera durante toda su vida a no ser que algún milagro remediara la situación.
El milagro se produjo en la figura de un buen muchacho, decente y trabajador, sin fortuna, sin cultura y sin mundología, pero que se enamoró perdidamente de ella cuando ya las comadres murmuraban a placer sobre la imposibilidad de casar a la tullida niña de los Ortuño.