sábado, 4 de junio de 2016

LA CARTA QUE NUNCA PUDE ENVIAR




Estimados lectores: a quienes estéis interesados en conseguir este libro os informo que lo podéis pedir en cualquier librería citando el título. LA CARTA QUE NUNCA PUDE ENVIAR, Editorial PUNTO ROJO. ISBN: 978-84-16658-18-3, o bien en Internet a LIBRERÍAS PICASSO, que os lo mandarán en un plazo no mayor de 48 horas. Precio 15 €, formato papel y 5€ formato ebook. A continuación podréis ver el vídeo de presentación del libro. Espero que os guste y por favor dejar comentarios dando vuestra opinión. Saludos.


https://youtu.be/yC1Nm_5LMWE

martes, 17 de mayo de 2016

GUSEN





Ayer regresé de un viaje que, sin duda, ha marcado mi vida para siempre. Decir que he estado en el país de los horrores, es quedarme corta. En Gusen, Hartheim, Ebensee y Mauthausen el sol no luce nunca porque aún oscurece el firmamento el negro humo de los miles de personas inocentes que allí fueron quemadas. La visión de nuestro cómodo día a día desaparece para engullirnos por completo y sumergirnos en el mundo del horror y la crueldad. Para mí que tengo un ser cercano exterminado en semejante lugar, ha sido terrible y sin poder evitarlo he pensado constantemente en él. He tratado de empatizar con su desgracia en el escenario donde fue torturado y exterminado pero es imposible imaginar lo que él sufriría, el hambre, el frío, el dolor…es imposible. Mi tío murió en Gusen, un campo  de categoría III, es decir, de no retorno. Los prisioneros que llegaban a ese matadero no salían vivos y apenas eran capaces de aguantar unos meses, justo los que sus fuerzas se mantenían y eran capaces de trabajar. Luego, cuando desfallecían o enfermaban, la muerte más horrorosa.

Lo que más me ha llamado la atención de este horrible lugar, es que sobre los terrenos que antes constituían el campo en sí, ahora se levantan unos coquetos chalecitos unifamiliares con sus jardincillos y sus macetas. La arcada de piedra de la entrada del campo ahora forma parte de un imponente casoplón rodeado por un impresionante jardín. Pero el aspecto bucólico de la población  no consigue esconder la miseria de sus habitantes, su mezquindad y falta de arrepentimiento. (Yo sería incapaz de vivir en un lugar regado por la sangre de miles de víctimas inocentes y pisar sobre sus cenizas, pero, a ellos, esto parece no molestarles lo más mínimo)

 A pesar de que en el Memorial dedicado a las víctimas se esperaba una gran cantidad de visitantes de distintos países que acudían a rendir homenaje a sus muertos, ni una sola ventana, ni una sola puerta, se abrió para recibirles y solidarizarse con su pena, ni un solo transeúnte en la calle, ni una pancarta de bienvenida, ni un solo cartel que recuerde a sus víctimas. Así es el pueblo austriaco de Gusen, un lugar antes lleno de simpatizantes nazis y,
ahora, 71 años después de la liberación del campo, un tétrico y fantasmal pueblo donde la belleza de sus paisajes no consigue esconder la mezquindad de sus vecinos.
Saludos.

viernes, 1 de abril de 2016

LA CARTA QUE NUNCA PUDE ENVIAR



Amigos:  aquí os dejo un nuevo capítulo de mi libro, LA CARTA QUE NUNCA PUDE ENVIAR, donde se narra parte de la vida de mi tío, Francisco Molina Olmos y de Juan Jiménez Herrera, nuestros vecinos muertos a causa de la barbarie nazi, en Gusen- Mauthausen. Ambos serán homenajeados si Dios quiere, el próximo 1 de mayo en Olivares de Moclín (Granada).

A los que estéis interesados en comprar el libro y conocer esta historia completa, os informo que podéis encargarlo en cualquier librería de Granada y Córdoba, citando la Editorial Punto Rojo y el titulo dela obra, La carta que nunca pude enviar. La Distribuidora para Andalucía se llama: MARES DE LIBROS. Pedidlo así en librerías y según me ha dicho la Editorial, no tiene por qué haber problemas. Más adelante, cuando me pasen nueva información de puntos de venta, os lo comunicaré.

Nombre de la Editorial: PUNTO ROJO.

Título: LA CARTA QUE NUNCA PUDE ENVIAR.

Distribuidora: Mares de Libros.

ISBN: 978-84-16658-18-3




 Capítulo 5 

La Batalla del Ebro fue una cruel y sangrienta batalla librada al final de la guerra y, según he creído siempre, fue donde se decidió la suerte de nuestro ejército y por ende de la República. Fue en la que más combatientes participamos, la más larga y la más cruenta de toda la guerra. Tuvo lugar en el cauce bajo del valle del Ebro, entre la zona occidental de la provincia de Tarragona y la zona oriental de la provincia de Zaragoza y se desarrolló principalmente
durante los meses de julio a noviembre de 1938. Esta batalla constituyó el enfrentamiento decisivo de la contienda ya que en ella se decidió el derrotero final de la Guerra Civil en un contexto europeo inmerso en la crisis de los Sudetes cuando parecía a punto de estallar la guerra europea en la que quedaría unida la guerra de España. Aunque los Ejércitos republicanos logramos obtener una importante victoria inicial, fue imposible evitar la derrota final de nuestro bando tras la sangría en hombres y material del Ejército Popular de la República que se produjo durante la batalla; después de cuatro meses de lucha las tropas republicanas volvimos a cruzar el río Ebro. Tras esta importante derrota, quedó sellado nuestro destino y el de la II República Española.

El día 30 de octubre de 1938 empezó la contraofensiva final de los franquistas en el Ebro: El punto de ataque estaba en el paso de un kilómetro y medio de anchura al norte de la Sierra de Cavalls. Durante tres horas, después del amanecer, las posiciones republicanas fueron sometidas al bombardeo de 175 baterías franquistas y más de 100 aviones. La respuesta vino de un centenar de cazas republicanos que apareció sobre el aire para contestar aquella concentración, produciéndose la mayor batalla aérea de todas las habidas en el Ebro. La batalla en las cumbres de Cavalls se prolongó durante todo el día, pero, por la noche, aquellas montañas habían caído en manos de los fascistas y con ellas 19 posiciones fortificadas y toda la red de defensas republicanas. Los sublevados dijeron haber tomado a los republicanos 1000 prisioneros, 500 muertos y 14 aviones derribados.


La caída de Cavalls supuso un duro golpe para nosotros, ya que aquellas posiciones dominaban toda la región. Y eso no fue más que el principio pues la noche del 1 al 2 de noviembre fueron asaltadas las alturas de Pandols, la única cota de terreno que permanecía en nuestras manos. El día 3, las fuerzas de Yagüe llegaron al Río Ebro y con ello cumplían uno de sus objetivos pendientes desde que comenzase la batalla. Todo el flanco sur republicano se vino abajo y las fuerzas de Lister entre las que nos encontrábamos a la sazón, tuvimos que cruzar el río. El día 7 caía Mora la Nueva y los fascistas nos lanzaron un ataque masivo contra un altozano conocido como Picosa, donde nos habíamos atrincherado. La caída de Picosa y la acometida de los blindados franquistas nos terminaron de convencer de que la batalla del Ebro estaba perdida. El 10 de noviembre solo nos quedaban seis baterías al oeste del Ebro ynuestras últimas posiciones fueron abandonadas deliberadamente. Las últimas operaciones militares se realizaron al tiempo que caían las primeras nevadas, en un campo de batalla intransitable. A la caída de la tarde del día 15 de noviembre, bajo las órdenes de Manuel Tagüeña, todo estaba preparado para cruzar el río en sentido inverso y a las cuatro y media de la madrugada,
ya día 16, los últimos combatientes republicanos del Ebro cruzamos a la margen izquierda. Después de haber evacuado el material de guerra y nuestrosúltimos soldados, Tagüeña ordenó volar el puente de hierro de Flix. Mientras tanto, en el frente de Córdoba donde se encontraba Miguel, a comienzos de 1939, el Alto Mando de la República ordenó lanzar una gran ofensiva, la Batalla de Valsequillo, una de las últimas operaciones militares planificadas por el Gobierno de la República y en la que participaron una gran cantidad de hombres de ambos bandos. Tres cuerpos de nuestro ejército al mando del general Escobar, Comandante en jefe del ejército de Extremadura, desencadenaron el 5 de enero una fuerte ofensiva contra las tropas del Ejército del Sur, mandado por Queipo de Llano. Desde Pozoblanco, supervisaba la operación el general Manuel Matallana López, Jefe del Estado Mayor del Grupo de Ejército de la Región Central. Se corrió el rumor entre la tropa que dicha ofensiva fue lanzada principalmente para aliviar el Frente de Cataluña. El 5 de enero un primer y rápido ataque desde Badajoz consiguió que abriéramos brecha en el frente franquista y nuestras tropas pudieron penetrar hasta las cercanías de Fuente Obejuna donde toparon con una dura resistencia en la Sierra Trapera y en el cerro Mano de Hierro donde se detuvo nuestro avance el día 9. El día 14 comienza la contraofensiva franquista,que hace retroceder a nuestras tropas y recuperan todas las poblaciones perdidas, en las que ya apenas quedan casas en pie; solo escombros.
Nuestros hombres tuvieron que retroceder hasta nuestras antiguas posiciones en una cruenta batalla en la que perdimos al menos 6000 hombres. Fueron también numerosas las bajas en las filas enemigas. Aquella derrota y la pérdida de tantos efectivos, hicieron que la resistencia en el frente de Córdoba fuese mínima. El fracaso de esta ofensiva planteó serias dudas acerca de la actuación de los generales Miaja y Matallana.

En estos cruentos episodios de la Batalla del Ebro cayeron numerosos hombres de ambos bandos, muchos eran soldados de nuestro ejército, compañeros de andadura durante meses y también algunos vecinos de mi pueblo resultaron muertos o heridos de gravedad. Nuestras filas quedaron muy mermadas y sufrimos lo indecible mientras contemplábamos impotentes como varios miembros de una misma familia perdían la vida en aquel horror
donde la muerte se cebó con nuestras tropas mostrándonos su fea y depravada cara. El odio hacia el enemigo me roía las entrañas al contemplar aquella carnicería y la impotencia me hacía llorar de rabia porque no conseguía ver un trozo de tierra sin un cuerpo caído.
La ofensiva de Córdoba fue un completo fracaso y en el frente del Ebro donde nos encontrábamos nosotros, algo parecido. No solo fueron un completo desastre en el terreno bélico sino que, en el humano, lo fueron mucho más, porque sirvieron y fueron el detonante para que todos nos diéramos cuenta de la difícil situación en la que estábamos; ver aquella devastación nos hacía desconfiar cada día un poco más de nuestros generales. Es duro admitirlo pero en esos terribles episodios ya fuimos conscientes de que la guerra estaba perdida y por primera vez empezamos a preguntarnos qué
sería de nosotros.
Los restos de nuestras tropas vagaron desperdigadas por la ribera del Ebro, sin mandos, sin órdenes concretas, sin avituallamiento, sin armas ni municiones; en suma, sin directrices. Aquel abandono de nuestros jefes nos hacía parecer una cuadrilla de facinerosos, pues hacía tiempo que nuestros uniformidad había desaparecido en aras de proteger nuestros cuerpos de la intemperie Aguantamos hasta finales de Enero de 1939, esperando órdenes que nunca llegaron y entonces supimos que era el final. La tristeza se apoderó
de nosotros y la incertidumbre nos mantuvo en vilo durante algún
tiempo. Fue así, de repente, cuando la fiebre del “sálvese quien pueda” nos invadió, sobre todo cuando nos informaron que, prácticamente todo el territorio nacional, ya estaba en manos franquistas.

En estos cruentos episodios de la Batalla del Ebro cayeron numerosos hombres de ambos bandos, muchos eran soldados de nuestro ejército, compañeros de andadura durante meses y también algunos vecinos de mi pueblo resultaron muertos o heridos de gravedad. Nuestras filas quedaron muy mermadas y sufrimos lo indecible mientras contemplábamos impotentes como varios miembros de una misma familia perdían la vida en aquel horror
donde la muerte se cebó con nuestras tropas mostrándonos su fea y depravada cara. El odio hacia el enemigo me roía las entrañas al contemplar aquella carnicería y la impotencia me hacía llorar de rabia porque no conseguía ver un trozo de tierra sin un cuerpo caído.
La ofensiva de Córdoba fue un completo fracaso y en el frente del Ebro donde nos encontrábamos nosotros, algo parecido. No solo fueron un completo desastre en el terreno bélico sino que, en el humano, lo fueron mucho más, porque sirvieron y fueron el detonante para que todos nos diéramos cuenta de la difícil situación en la que estábamos; ver aquella devastación nos hacía desconfiar cada día un poco más de nuestros generales. Es duro admitirlo pero en esos terribles episodios ya fuimos conscientes de que la
guerra estaba perdida y por primera vez empezamos a preguntarnos qué sería de nosotros. Los restos de nuestras tropas vagaron desperdigadas por la ribera del Ebro, sin mandos, sin órdenes concretas, sin avituallamiento, sin armas ni municiones; en suma, sin directrices. Aquel abandono de nuestros jefes nos hacía parecer una cuadrilla de facinerosos, pues hacía tiempo que nuestros
uniformidad había desaparecido en aras de proteger nuestros cuerpos de la intemperie Aguantamos hasta finales de Enero de 1939, esperando órdenes que nunca llegaron y entonces supimos que era el final. La tristeza se apoderó de nosotros y la incertidumbre nos mantuvo en vilo durante algún tiempo. Fue así, de repente, cuando la fiebre del “sálvese quien pueda” nos invadió, sobre todo cuando nos informaron que, prácticamente todo el territorio nacional, ya estaba en manos franquistas.

Mi hermano Juan, Antonio y yo, más algunos compañeros y vecinos de nuestro municipio que habían hecho la guerra con nosotros, formamos un nutrido grupo y después de arduas deliberaciones que nos llevaron varios días, tomamos la decisión de pasar a Francia. Una vez que supimos de la caída de Tarragona el día quince de Enero de 1939, nuestras últimas dudas se despejaron y supimos que era el momento de escapar. La mayoría de mis
compañeros tenía familia en España, mujer e hijos, al igual que mi hermano Juan y mi cuñado Antonio y fue muy difícil tomar esta decisión, ya que el camino del exilio, nunca lo habíamos contemplado pues siempre soñamos con dar la vuelta a la guerra y ganarla, pero la triste realidad era la que era y teníamos que huir de la represión que, sin duda, nos esperaba si permanecíamos en España. Nos terminó de decidir, la carta que habíamos recibido
días antes en la que mi padre nos informaba que, Miguel, mi hermano, había sido hecho prisionero en el frente de Córdoba y que a la sazón estaba en el Penal del Puerto de Santa María.
He vivido muchos días tristes en mi vida pero siempre recordaré aquellos como unos de los más horrorosos: no solo habíamos perdido la guerra sino que deberíamos abandonar nuestro país, nuestras familias y todo aquello por lo que habíamos luchado. Días duros y difíciles en los cuales me tragué mis miedos y mis lágrimas para tratar de consolar a mis hombres; aquellos hombres que lo perdieron todo cumpliendo con su deber, que lucharon por sus ideales y por sus libertades. Algunos decidieron acompañarnos,
otros se quedaron a la espera de su suerte, pero, afortunadamente, la gran mayoría eligió huir pues las tropas franquistas, borrachas de odio y triunfo, fusilaban indiscriminadamente a su paso por las poblaciones sin distinguir entre militares y civiles.
Emprendimos nuestra huida por los caminos y carreteras catalanas el día 22 de enero de 1939, camuflados entre una marea humana que, a pie, en animales o utilizando carros, se dirigían a la frontera. No éramos nosotros, los militares, los únicos que escapábamos; miles de personas, la mayoría ancianos,mujeres y niños, con el miedo retratado en sus rostros llenaban los caminos en un éxodo nunca imaginado. En algunos momentos llegué a pensar que media España había emprendido la huida. Todos caminábamos de
prisa, con miedo y angustia ante nuestro incierto futuro, pero algunas mujeres que cargaban con sus hijos pequeños, tenían la faz demudada y una premura inusitada. ¿Por qué, o de qué? tenían tanto miedo ¿De qué? huían si ellas no tenían nada que temer ¿O sí? Un día que llevé a hombros al hijo de una de ellas para aliviarle el camino, le pregunté por qué se iba si ella no debía temer represalias y me contestó que, huía de España, porque no quería que sus hijos crecieran en un lugar tan lleno de odio. Este temor al rencor entre españoles, la asustaba más que las bombas.Después me dijo que, su marido, soldado republicano, había sido combatiente en el Ebro y ella pensaba que habría escapado al otro lado y los estaría esperando en Francia. No la volví a ver más pues nuestros caminos se separaron a nuestra llegada a Gerona. Tardamos seis días con sus noches en llegar a Figueras y lo hicimos, escondiéndonos a menudo de la aviación franquista que bombardeaba los caminos con frecuencia sin importar el numeroso contingente civil que por ellos transitaba. Gracias a la espesa vegetación de la zona y lo abrupto del terreno por el que transitábamos que nos brindaba refugio, pudimos salvar nuestras
vidas pues corríamos a escondernos entre la maleza en cuanto oíamos acercarse los inconfundibles motores de los aviones.
Cuando llegamos a Figueras parecíamos mendigos de terrorífico aspecto, con nuestras ropas rotas y sucias y aquellas barbas de varios días que los daban aspecto de asaltantes de caminos en lugar de honorables soldados del Ejército de la República. Afortunadamente, pudimos contactar con grupos de resistencia que encontramos en la ciudad y que ya prácticamente actuaban en la clandestinidad ayudando a los militares que habíamos optado por el camino del exilio. Fueron ellos los que nos informaron del avance
franquista y otras particularidades que, nos vinieron a confirmar, que el camino de Francia, era nuestra única salida. Fue nuestra última decepción y yo, que soy un optimista convencido, perdí toda esperanza y empecé a sentirme abandonado por Dios.
Nuestros compañeros nos ofrecieron un refugio y algo de comida. Era la primera vez en muchos días que comíamos caliente; una especie de gachas de harina de maíz con manteca rancia y tocino frito. Teníamos tanta hambre que las terminamos en un minuto y rebañamos la sartén con los dedos; como cuando éramos niños. Después nos aseamos, o por lo menos lo intentamos, pues el agua helada de un pozo cercano, no era precisamente lo más apetecible. Después de comer traté de afeitarme con mi vieja navaja pero no teníamos jabón, por lo que tuve que hacerlo en seco y era tal la cantidad de barba que cubría mi cara, que me costó mucho conseguirlo y en esta empresa, me dejé la piel señalada como un mapa y tal parecía que un gato rabioso me había atacado y había clavado sus garras en mí. Esta escabechina en mi cara fue la nota de humor del día, porque una vez perdido todo, los seres humanos, o morimos o remontamos y nosotros decidimos remontar. Huiríamos sí, pero volveríamos. Aquel exilio no iba a ser para siempre. Alguien vendría a ayudar y acabarían por echar a Franco y a su camarilla. Entonces, cuando no corriéramos peligro, volveríamos a nuestra Patria.

domingo, 6 de marzo de 2016

LA CARTA QUE NUNCA PUDE ENVIAR: CAP - 2



 Estimados lectores: como os prometí aquí os dejo el segundo capítulo de La carta que nunca pude enviar. Espero que os guste


 2

El día dieciocho de Julio de 1936, en mi pueblo, Olivares de Moclín, hacía un calor sofocante que marchitaba los sembrados agostados por la sequía, e invitaba a los vecinos a resguardarse bajo alguna sombra y a beber con ansia el agua fresca de los sudorosos y panzudos pipotes que, en ninguna casa o huerta faltaba. Estos pipos eran rellenados constantemente por los más pequeños de las familias en los frescos manantiales de agua cristalina que manaban por doquier. El terrible calor del día apenas era aliviado por la brisa nocturna que a la caída del sol y cuando las sombras se cernían sobre el valle del Velillos, empezaba a soplar como si de un enorme abanico se tratara y a bajar encajonada por los farallones que forman el Tajo de las Palomas, una imponente garganta que divide las sierras de la Hoz y la de Moclín. El frescor que alivia nuestros veranos al cual nosotros llamamos el aire del Gollizno, es una bendición en las calurosas noches de estío y palía la ardiente sofoquina que el astro rey con sus ardorosos rayos, provoca durante la jornada en el hermoso valle donde está ubicado mi pueblo.
Mi hermano Juan y yo, acompañados por mi padre, habíamos pasado parte de la tarde segando la cebada de una de las parcelas que teníamos arrendadas en el camino de los Llanos, cerca del Cerro de la Umbría y prolongamos la jornada hasta ver finalizada la faena lo que hizo que mi progenitor se mostrara la mar de satisfecho. Habíamos terminado exhaustos y sudorosos, pero muy contentos al ver a mi padre tan feliz. Juan y yo, quizá al ser los más pequeños de la casa, hemos crecido juntos y tenemos una forma de ser muy parecida; los dos somos unos idealistas sin remisión, ambos trabajamos en el Ayuntamiento y también suelen gustarnos las mismas cosas. Él es cuatro años mayor que yo y ya está casado. Ana, su mujer, pronto le hizo padre de una niña que a la sazón tiene tres años. Quizá su temprano casorio y paternidad le han aportado serenidad y de hecho, se muestra mucho más tranquilo y reflexivo que yo y también, le ha imprentado un aire de hombre mayor a pesar de que solo tiene veintitrés años. Pero esto es solo una falsa impresión, porque si se rasca un poco en él, aparece enseguida el idealista convencido, republicano de tierno corazón, empeñado en que el mundo sea mejor, más justo y más equitativo.
Mis dos hermanos mayores, Antonio y Miguel, después de su experiencia como soldados de fortuna en la Guerra de Marruecos, siguieron diferentes caminos pues esta temprana andadura en el conflicto de los territorios rifeños en el caso de Miguel, fue decisiva en su vida. La hoja de servicios de su periodo militar fue tan brillante que le sirvió de plataforma para la consecución de su actual puesto en la Guardia de Asalto y también lo sería años después, cuando estuvo condenado a muerte. Miguel volvió de África como un héroe pues a lo largo de los días demostró su valentía y heroísmo, salvando de una muerte cierta a uno de sus mandos; el capitán García-Tamayo que cayó herido de gravedad en una emboscada de los rebeldes. Miguel, arriesgando su vida, le cargó sobre sus espaldas y le alejó de la línea de fuego. La meritoria actuación y alguna más, aparte de su indudable valía
personal, le hicieron merecedor de una condecoración y le abrieron las puertas de este Cuerpo donde ostenta un cargo de responsabilidad.
De mí suelen decir que soy un “arreglalotodo”, porque no puedo ver un problema sin intentar solucionarlo aunque me parece algo exagerado tal apelativo, pero es cierto que me indignan las arbitrariedades e injusticias que presencio y que siempre estoy metido en todas las reivindicaciones que se plantean y que me parecen justas y lo hago, con vehemencia y pasión, como a mí me gusta hacer las cosas. Mi padre intenta convencerme para que refrene mis impulsos y no me señale tanto porque no se fía de nadie, pero yo he sacado la cabezonería típica de mi estirpe y me resisto. ¡¿Qué me puede pasar?!
En la familia Molina- Olmos, somos todos muy nervudos , temperamentales y cabezotas a más no poder y por esta terquedad que nos caracteriza, algunas veces discutimos y soy yo quién intento evitar que la sangre llegue al río, porque no puedo ver a la gente enfadada o peleando y mucho menos, si son de los míos. Nosotros los hermanos, somos todos muy diferentes, pero cuando nos sale el famoso “genio”, entonces nos parecemos, porque todos lo padecemos y todos somos temibles; tercos hasta decir basta, pero también muy nobles, trabajadores y con buen corazón.
Las que más discutían mientras estaban solteras, eran mis hermanas, Frasquita y Soledad; ellas estaban siempre a la gresca por todo. En cambio, mi hermana Lola, es como un soplo de aire fresco; tranquila y graciosa y se lleva bien con todos. Lola, es como una sombra amable que apenas hace ruido pero siempre está presente para ayudar a quien lo necesite. Es muy diferente de las demás, más bondadosa y servicial y menos quisquillosa, pero también tiene su genio aunque a veces parezca sumisa. Ella fue la que más sufrió con la muerte de Flora y casi se muere también de la pena, pero al final logró remontar y seguir adelante. Luego se ennovió con Antonio y cuando se casó, abandonó nuestra casa que se había casi vaciado en unos años para seguir a su marido y ahora, ya solo vivíamos allí mis padres, mi hermano Juan, su mujer, su hija y yo.
Ocasionalmente, venían los hijos de Miguel a pasar unos días y por fin, con el tiempo, Miguelito se quedó para siempre por inducción de madre que se había encariñado con él y ponía mil y un pretextos para evitar que se fuera con sus padres, no dudando en engatusarle hasta conseguir que se quedara con nosotros para siempre. Nuestras escaramuzas disminuyeron con los casorios de los más belicosos y en la actualidad, disfrutamos de una maravillosa paz solo alterada por la incompatibilidad de caracteres entre mi madre y la mujer de Juan. Pero eso son cosas de las familias y en realidad nos queremos mucho, o eso creo yo y las discusiones son lógicas e inevitables.
Aquella tarde, cuando regresamos a casa y dejamos los aperos, los dos nos fuimos al río a darnos un baño y a lavarnos, pues en mi casa, como en las del resto del pueblo, no hay agua corriente pero sí electricidad. Los dos nadamos largo rato en uno de nuestros chilancos favoritos y después nos frotamos con aquel jabón casero que madre nos preparaba especialmente para este menester: jabón casero, hecho con poca sosa y esencias de tomillo y romero, o de lavanda y limón: una delicia.
Eran estos momentos mágicos que vivíamos juntos, los que forjaron la entrañable relación que nos unía a los dos y que trascendía los lazos de sangre.La afinidad y la complicidad que había entre nosotros era lo más importante y por eso nos llevábamos tan bien.
Después de pasar un largo rato nadando y jugando a darnos ahogadillas, abandonamos el río no sin pesar para acudir puntuales a la cena que era la única comida del día que podíamos hacer juntos. Antes de entrar en la sala que nos servía de comedor, habíamos adquirido la costumbre de hacer una parada en el porche de nuestra casa donde ya nos esperaba padre y que a la caída de la tarde y una vez refrescado el suelo, era nuestro lugar preferido.
En estos ratos de confidencias tratábamos de múltiples asuntos, pero principalmente, programábamos la faena del día siguiente. Eran momentos plácidos de complicidad en la semi penumbra del anochecer y conseguía el maravilloso efecto de hacernos sentir más unidos si cabe al hombre extraordinario que era nuestro progenitor.
La oscuridad invadía nuestro entorno y apenas sentíamos pasar el
tiempo. Era al oír la voz de madre desde el interior de la casa que nos llamaba con su deje impaciente para que fuéramos a cenar, cuando sentíamos que la noche seguía con su rutina acostumbrada. Nosotros, nos hacíamos los sordos unos momentos más mientras ella insistía nerviosa haciéndonos mil reproches, cosa que siempre nos sacaba una sonrisa, mientras seguíamos fingiendo un poco más que no la oíamos para prolongar en lo posible nuestros momentos de charla bajo el emparrado.
Estas conversaciones entre nosotros eran tan amenas que se convirtieron en habituales y llegaron a ser pequeñas tertulias que mi madre, con sus malas pulgas habituales, bautizó como “el chismorreo de los hombres”.
Entramos en la casa para no impacientarla y nos sentamos a la mesa donde ya nos esperaba una sartén llena de apetitoso pisto. Al lado, en nuestros platos,un hermoso huevo frito y un gran torrezno churruscado completaban el menú de aquella noche y solo con su olor, ya nos incitaba a saciar nuestra antológica hambre. Unas gruesas rebanadas de pan cortadas con maestría por la navaja de padre, fueron el complemento perfecto para “atacar”la cena, mientras madre nos miraba complacida.
Ana, mi cuñada, apareció repentinamente para unirse a nosotros y lo hizo enfurruñada por alguna razón que se nos escapaba, pues estos enfados injustificados, se habían convertido en el pan nuestro de cada día. Quizá, ella se sentía incomoda en nuestra casa teniendo que aguantar a la suegra y por ello, presentaba casi siempre una aptitud huraña y poco amistosa. Ana nunca encajó entre nosotros y no parecíamos gustarle ninguno y esta falta de sintonía, de eterno reproche más bien, era lo que agriaba la convivencia y amargaba la vida de Juan que nunca sabía cómo tenerla contenta.
Durante la cena el tema político salió a colación y todos nos aprestamos a dar nuestra opinión sobre los últimos acontecimientos de los que teníamos noticias. Los comentarios giraron sobre la visita que Miguel, nos hizo el día anterior y sobre las noticias que nos trajo pues fue él quien nos informó de la tensa situación existente y de los crecientes rumores que corrían y dedujimos por su semblante severo, que estaba muy preocupado. Había venido
principalmente a ver a su hijo mayor, Miguelito, que había estado pachucho con unas fiebres y permanecía en el pueblo a nuestro cuidado en la creencia de que el aire puro del campo, le sentaría bien. Miguel nos repitió varias veces que la situación era muy delicada y peligrosa y que podía pasar cualquier cosa y por tanto, la posibilidad de una guerra civil, no era descabellada.
Fue después de la cena, al escuchar la radio, cuando supimos la preocupante noticia del levantamiento de una facción del Ejército en Marruecos y que esta rebelión, estaba comandada por el General Francisco Franco. Entonces fuimos conscientes de que aquello era un golpe de estado en toda regla que se había producido contra la legalidad de la República. Si esto de por sí ya era alarmante, nos asombramos más si cabe cuando supimos los nombres de varios generales de renombre que se habían unido a los golpistas.
En mi pueblo, una pedanía de Moclín, las noticias que llegaban eran escasas y los bulos se alimentaban de las típicas especulaciones de los vecinos; triunfalistas o pesimistas según quienes los propagaran, pero en mi casa, se disponía de un aparato de radio y solíamos escuchar, cuando podíamos, Radio Pirenaica, una emisora con la que nos identificábamos y que solía dar una información pormenorizada. Todo lo que oímos esa noche era caótico y en todos los casos preocupante, sobre todo, para las familias más significadas políticamente como era nuestro caso. Nosotros, los Molina, republicanos convencidos y funcionarios de la República, estábamos especialmente señalados de cara a represalias si el golpe se consolidaba y como era de prever, la represión aparecía.Mi madre, temblaba como una hoja mientras invocaba a Dios y todos sus Santos, relatando sus rezos en voz baja y entremezclándolos con negros vaticinios y previsibles desgracias que caerían sobre nosotros y augurando con su sabiduría de mujer curtida en duros trabajos y múltiples devenires, la catástrofe que se avecinaba y temía y con razón, por todos nosotros. Pero ni en sus más negras pesadillas podía imaginar lo que aquella guerra que
empezaba iba a suponer para sus hijos. La familia que ella sacó adelante en compañía de su esposo con tanto trabajo y esfuerzo, iba a padecer lo inimaginable y sus vidas serían truncadas de raíz y para siempre.
No obstante, nosotros los jóvenes, especialmente yo con apenas 19 años, estábamos convencidos y creíamos, ilusos, que la legalidad aplastaría la rebelión del pequeño y belicoso general en un santiamén, porque la razón y la Ley, estaban de nuestra parte. Aquella noticia, me había impactado de tal manera, que la indignación me cegaba y no comprendía como los militares
no cumplían con su deber de defender la Republica. Mi padre, hombre austero y de pocas palabras, movía la cabeza en señal de desaprobación y trataba de refrenar mi ímpetu y al mismo tiempo, intentaba consolar a mi madre con sus toscas maneras, como si él mismo se creyera las palabras que, a duras penas, salían de su garganta. Pero yo, que le conocía bien, sabía por el temblor apenas perceptible de sus manos que estaba tan asustado como ella.
Esa noche fui a la cama tarde, alterado, preocupado y también, con la sangre hirviendo de indignación por el levantamiento militar. Tardé en dormirme a pesar de mi cansancio y desperté bruscamente pasada la media noche sin saber qué, o quiénes, habían interrumpido mi sueño. Solo recuerdo que un sudor frío bañaba mi frente a pesar de la calorina y el bochorno. Traté de despejarme, levanté la cabeza y busqué la razón de mi despertar, pero solo encontré la penumbra del dormitorio. Seguramente mi brusco sobresalto fue producido por algún mal sueño y éste debió ser
el causante de mi anómalo sudor. Pero una vez despierto agudicé mis oídos, ya que un sordo murmullo de acompasada conversación, me llegaba desde algún lugar cercano. Salté de la cama y me despejé totalmente cuando fui consciente de que las voces, parecían llegar de la planta baja de mi casa. Ya totalmente despierto, alertado por aquella inusual conversación, me acerqué cauteloso hasta el nacimiento de la escalera para intentar averiguar lo que estaba pasando. Al lado, en otra cama cercana, dormía apaciblemente mi sobrino Miguelito.
Bajé la escalera con cuidado de no hacer ruido, esgrimiendo en mi mano lo primero que encontré ―una hoz de afilado borde― y con ella fuertemente aferrada llegué hasta el rellano inferior. En ese momento me descubrió mi padre que no salía de su asombro ante mi aparición de semejante guisa.
―¿Qué haces hijo? ¿Dónde vas con la hoz muchacho? ¡Vuelve a la cama anda...!

―¿Qué pasa? ―pregunté curioso ante la aptitud de madre a la cual sorprendí guardando algo en su faltriquera ―¿Qué hacen levantados a estas horas? ¿Qué está pasando? No me mientan padres..., ya saben que no me iré a la cama hasta que me digan lo que pasa. ¿Qué ha escondido madre? ―interrogué
impaciente.
Padre, que me conocía bien, fue consciente de que yo no me iría sin saber lo que pasaba y se dispuso en contra de la opinión de mi madre, a contarme la verdad.
―Mira hijo: andamos viendo del dinero que disponemos porque estamos muy preocupados con lo que dice la radio. Llevamos escuchando un rato y lo que hemos oído pone los pelos de punta. Al parecer, en la capital, están pasando cosas terribles. Los militares se están llevando a la gente de sus casas porque el golpe ha triunfado y hay un nuevo Gobernador Civil que es militar y..., estamos muy asustados hijo y tu madre y yo queremos que tú y tu hermano Juan os escondáis mañana mismo por si acaso... también
hemos hablado de acercarnos cuanto antes a Granada a tratar de saber de tu hermano Miguel ―dijo mi padre con la voz ronca.
―Pero... padre ¿Dónde vamos a ir? Además están el Nene, Miguel, Antonio, el marido de Lola... y todos los demás― dije aludiendo sin nombrarlos a los maridos de mis hermanas, Frasquita y Soledad. Ellos también estarán expuestos,
―Hijo... ellos no tienen la significación política que vosotros y Miguel.
Tenéis que huir ―decía mi padre machaconamente.
―No, padre, de huir nada; hay que luchar contra esos malnacidos. Yo me alisto en cuanto pueda y Juan hará lo mismo. Les ganaremos porque tenemos la razón... y. ―dije con vehemencia.
―Hijo... hijo... no siempre gana el que tiene la razón. Las guerras son todas malas y las sufren especialmente los pobres, además los rebeldes tienen el apoyo de los ricos y a fin de cuentas... todas estas contiendas son por cuestiones de poder y dinero y a esta gentuza les sobra. ―decía mi padre intentando convencerme con su sabiduría de hombre vivido.
―No diga eso ni en broma padre ¿Pretende usted que no luchemos, que nos quedemos escondidos como unos cobardes? Entonces no seríamos dignos hijos suyos.
Juan, apareció en esos momentos por el hueco de la escalera seguido de su mujer. Nuestras voces habían subido el tono sin darnos cuenta y les habíamos despertado. Ana, empezó a llorar estrepitosamente sin saber por qué, mientras Juan, trataba de calmarla. Mi madre, la miró con reconvención, con aquella hostilidad que le demostraba cada vez que utilizaba su única forma de expresarse. Los demás, la ignoramos, pues hacía tiempo que
habíamos dada por perdida la batalla de sus afectos y era de género tonto preocuparse por sus cambios de humor. Ella, era así y lloraba por cualquier cosa y aquel extraño carácter, amargaba la vida de mi querido hermano que no lograba entenderla ni complacerla.
Sin darnos cuenta el tono de nuestras voces había subido y la algarabía que se formó, hizo que mi madre, consciente de ello, nos pidiera silencio poniendo su dedo índice sobre los labios.
―¡Callad por Dios, que nos pueden oír!
―Pero ¿qué pasa? ―preguntaba Juan.
―Los padres, que quieren que huyamos y nos escondamos. Dicen que están asustados por lo que dice la radio ― contesté yo esperando que mi hermano me ayudara a tranquilizarlos, pero no fue así y la cara de preocupación que vi en Juan, me hizo comprender que había hecho suyos los miedos de nuestros progenitores.
No esperamos la llegada del alba. De repente, una acuciante necesidad de salir de allí nos invadió a todos como si barruntáramos la tragedia que nos tocaría vivir. Iniciamos una frenética actividad mientras nos vestíamos y buscábamos algo de ropa que llevarnos. Mi madre se aprestó a llenarnos
una talega con comida y nos preparamos para partir sin rumbo fijo. Es difícil expresar con palabras el cúmulo de sentimientos que se agolpaban en nuestro interior y que ponían aquel nudo en nuestras gargantas que, nos resecaba la boca, como si hubiera pasado por nuestra lengua una áspera lija. Mis padres, evitaban levantar los ojos para que no viéramos la angustia en ellos y aquellos nubarrones de tristeza que ya les acompañarían siempre. Aquella
noche, sus vidas de sacrificio y lucha, sufrieron el más terrible revés que unos padres puedan padecer; tres de sus hijos partían hacía la guerra y era muy posible que ninguno regresara.
No obstante, sacaron fuerzas de quién sabe dónde y pusieron en mis manos algunos de los billetes que mi madre guardaba en su faltriquera y que era casi todo el capital del que disponían.
―Tomad hijos para el camino. Guardadlo bien para que no os lo quiten y usadlo solo en caso de necesidad. Idos lejos donde no os encuentren estos golpistas ―dijo mi padre con un nudo en la garganta.
Ninguno podíamos imaginar que la maldita guerra nos tendría tres
años entre trincheras y que lo que vendría después, nos separaría para siempre. La guerra había empezado, con toda su dureza y crueldad.

Miguel, había huido a los pocos días del golpe llevando con él a su mujer e hija pequeña, a la sazón un bebé de pecho y con ellas, buscó la zona republicana para integrarse en sus filas, mientras el resto de sus hijos fue llevado por madre y mi hermano Antonio a los Olivares para que estuvieran al cuidado de nuestros padres hasta que se les pudiera encontrar un refugio más seguro. Ellos, temían y con razón que, si los sublevados no encontraban a Miguel, volcaran su rabia y frustración en su familia.
Hicieron bien, pues las sacas de presos comenzaron dos días después,el 20 de julio de 1936, tras el triunfo del golpe de Estado en la ciudad de Granada que dio lugar a la Guerra Civil Española, cuando un gran número de detenidos de la prisión provincial fueron enviados diariamente al cementerio en camiones para ser ejecutados por las tropas franquistas. El comandante José Valdés Guzmán, que tras el golpe militar se había autonombrado
Gobernador civil de Granada, fue uno de los principales responsables de la represión durante los primeros meses de guerra. Solo en el mes de agosto fueron fusiladas unas 600 personas en las tapias del cementerio. Este odio irracional y aquella ansia de sangre, se llevaron por delante la vida de muchos inocentes sin relación alguna con la política. Entre los fusilados había políticos, historiadores, profesores universitarios y prohombres de la ciudad,
sospechosos de ser simpatizantes de la República. Fueron días de terrible incertidumbre, fusilamientos y atrocidades sin cuento.
Las tropas Republicanas cogidas por sorpresa se rehicieron rápidamente y movilizaron a todos sus efectivos para tratar de frenar a los alzados que, en una primera avanzadilla, se habían apoderado de gran parte de Andalucía con excepción de las provincias de Córdoba y Jaén y algunos pueblos de la franja norte de la provincia de Granada entre los cuales se encontraban el municipio de Moclín con sus cinco pedanías, Olivares, Tiena
Puerto Lope, Tozar y Limones. Las tropas republicanas se aprestaron a defender el territorio de esa zona y se hicieron fuertes en el estratégico enclave del Peñón de la Mata ―un alto promontorio que domina el pueblo de Cogollos Vega, en las vegas granadinas― y en los pueblos limítrofes entre Jaén y Granada.

Antes de que mi hermano Juan y yo pudiéramos despedirnos de nuestros padres una llamada imperiosa a nuestra puerta a tan intempestiva hora, aceleró nuestro pulso e hizo que, el terror tan difícilmente contenido, asomara a nuestros ojos. Padre se levantó de su silla y temblando como una hoja se acercó a la puerta.
―¿Quién es? ―preguntó con voz en la que se mascaba el miedo.
La voz de mi hermana Lola se oyó al otro lado y aquello nos tranquilizó, aunque por poco tiempo. Mi padre abrió la puerta y la hizo pasar apresuradamente; a ella, a su marido Antonio y a su pequeño hijo del mismo nombre.
Eran las cinco de la madrugada y su inesperada aparición nos alarmó más si cabe cuando vimos su cara desencajada por el miedo y la angustia.

―Pero hija... ¿qué pasa para que hayáis venido a estas horas? ―exclamó padre asustado.
Lola, vivía con su familia en una cortijada cercana al populoso pueblo de Pinos Puente, llamada Búcor. Allí se había establecido una vez casada toda vez que los padres de su marido, también vivían allí.
―Padre, nos han dicho que en Pinos están deteniendo a mucha gente y se las llevan en camiones y los fusilan. El cortijo se ha quedado vacío y nos hemos venido para acá a escape. Mis suegros se han ido con su hija Encarnación y nosotros hemos pensado que era mejor venir aquí a ver como estaban ustedes. Hemos atajado a campo través porque por la carretera se ven mucho jaleo de camiones. Yo creo que ya vienen los soldados padre y tengo
mucho miedo por Antonio. Él, no entiende de política ya lo sabe usted, pero si piensan que ha hecho algo, igual lo detienen ― decía Lola llorando amargamente.
―¿No os habéis fijado si son de los nuestros o de los otros? ―preguntó Juan.
―No hemos podido verlos de cerca. Vinimos por las vegas, muy cerca del río para que no nos vieran ―dijo Lola entrecortadamente.
El nerviosismo de los hombres se puso de manifiesto, sobre todo, en la compulsiva manera de fumar. Todos menos yo, que detesto el tabaco, empezaron a liar cigarros del cuartillo de picadura de mi padre, mientras las mujeres trataban de apaciguar a los niños que, a causa de nuestra inusual reunión y excitación, estaban despiertos. Mi madre se afanaba en preparar otra talega con queso y embutidos y unas gruesas rebanadas de pan al saber que Antonio nos acompañaría, mientras mi padre oteaba desde la puerta de
la casita de la tía Filomena, la que daba a la parte de atrás de nuestra casa,para ver si había movimiento en la cercana carretera.
Nosotros vivimos en la entrada del pueblo, en el barrio de la Callejuela y nuestra casa consta de dos viviendas; la casa más grande que mira al río Velillos y a las vegas y un pequeño apartamento comunicado con ella que da a la parte trasera y que perteneció a nuestra difunta tía, una notable mujer que fue en la práctica la que crio a mí madre.
―Idos pronto hijos, acabo de ver luz en varias ventanas― dijo mi padre muy alterado.
Aquella aseveración de mi progenitor aceleró nuestra marcha. Apenas tuvimos tiempo de despedirnos pues ya clareaba el día y temíamos que nos pudieran sorprender si nos demorábamos.
No quise mirar la cara descompuesta de mi madre, ni las expresiones de terror de mi hermana Lola y mi cuñada Ana. Salimos de casa los tres, ya que Antonio, en contra de la opinión de Lola, decidió acompañarnos. No sabíamos que hacer ni adonde ir, solo queríamos alejarnos del pueblo lo más que pudiéramos. Por indicaciones de mi padre que era el más informado, pusimos rumbo hacia la parte norte buscando los límites con la provincia de
Jaén, ya que el resto de Andalucía Oriental, estaba en manos de los sublevados.
Moclín era nuestra primera etapa y de allí a Puerto Lope y luego con suerte a Alcalá la Real para adentrarnos en la provincia de Jaén donde podríamos alistarnos en las fuerzas republicanas. Era un largo camino a recorrer por parajes resecos y arenosos donde los espinos, las aulagas y los arbustos, arañaban nuestras ropas dejando sus púas incrustadas en nuestro cuerpo. Aquella ascensión hecha precipitadamente, acuciados por el temor a ser descubiertos, nos dejaba sin resuello obligándonos a parar para recuperar la respiración. Juan, mi hermano, tosía, congestionados sus pulmones
por el hábito de fumar lo que me hacía chistearle de vez en cuando pidiéndole silencio. Pronto estuvimos arriba y ya vislumbrábamos el perfil del castillo medieval que corona Moclín, cuando Antonio se paró, obligándonos a esperarle.
―Vamos, vamos, ya casi estamos arriba... no te pares ahora. Ya descansaremos después cuando estemos fuera de peligro― dijo Juan con impaciencia.
―¿Habéis pensado por donde vamos a cruzar? ¿No pensareis pasar por el centro del pueblo? ―exclamó Antonio en voz baja.
Aquella observación nos hizo pensar que debíamos ser más cautelosos;
Moclín era el pueblo cabeza de partido y era muy posible que hubiera piquetes en las entradas y salidas y no podíamos saber sus intenciones. Decidimos desandar parte de lo andado y rodear la cima de la sierra de Moclín para no pasar por la población. Este nuevo itinerario nos haría dar un rodeo y pasar cerca de Tiena, otro pueblo a evitar, pero era preferible para nuestra seguridad. Esa parte del terreno estaba compuesto de arena seca y quebradiza que se desmoronaba nada más pisarla. Fue un verdadero tormento transitar por aquel paraje desolado más propio del planeta Marte
que de la tierra andaluza, pero lo hicimos, agotados por el nerviosismo y la falta de sueño y de descanso. El temor a ser descubiertos y la sensación de peligro que, extrañamente, nos invadía a los tres, ponía alas a nuestros pies y seguimos adelante sin permitirnos desfallecer. El día había empezado a clarear hacía tiempo y el sol ya apuntaba con sus rayos emergentes que pintaban
el horizonte de hermosas tonalidades naranjas.
―Hoy va a hacer un calor de mil demonios ―dijo Antonio con su sabiduría de hombre de campo―. Debemos darnos prisa e intentar llegar a los cortijillos; allí hay alamedas y un pequeño riachuelo y podremos descansar y si os parece, dormir un rato y aguardar a la noche. De día no debemos estar a la vista hasta que encontremos a los nuestros.
Antonio tenía razón y a partir de ese momento, extremamos las precauciones, evitando la cercanía de los caminos vecinales y las casas de labranza.

Hacia las ocho de la mañana alcanzamos la carretera de Alcalá la Real que era, según nuestro punto de vista, el lugar de máximo peligro pues si por casualidad, las tropas franquistas ya habían avanzado hacia esa zona, nos toparíamos con ellas y estaríamos a merced de su venganza pues, no nos cabía la menor duda, de que averiguarían nuestra procedencia y de ahí a saber nuestra ideología, no habría más que un paso.
No erramos en nuestros temores pues nada más empezar a transitar por el estrecho camino de asfalto que hacía de vía preferente, para atravesarla y perdernos en los olivares del otro lado, avistamos un convoy de camiones que avanzaba renqueante por la mal llamada carretera general. Afortunadamente, tuvimos tiempo de escondernos en unos zarzales de la cuneta que nos permitieron ver sin ser vistos. Fue entonces cuando el convoy se puso a nuestra altura y pudimos contemplar con asombro, no exento de alivio, como sin esperarlo, nos habíamos topado con nuestras tropas. Allí
arriba en los camiones llenos a rebosar por unos vociferantes soldados que entonaban cánticos militares, vimos ondear la enseña tricolor portada orgullosamente por un jovencito, apenas un niño. Fue tal nuestra alegría que los tres al unísono la saludamos con orgullo.
Antes de que la comitiva nos rebasara, nos hicimos visibles poniéndonos delante de un camión y haciendo señas con los brazos. Fue providencial que así lo hiciéramos para evitar que nos tomaran por rebeldes y nos acribillaran allí mismo. Sin movernos del lugar, levantamos más si cabe nuestros brazos y nos quedamos a la espera de su reacción que no tardó en llegar. Un hombre de mediana edad que, al parecer ostentaba el mando del convoy, se bajó del vehículo que iba en primer lugar y nos encañonó con una pistola que sacó del cinto.
―¡A ver... vosotros! ¿Quiénes sois y adónde vais? ¿No seréis espías del enemigo? Andan por aquí muchos fascistas disfrazados de labriegos ―dijo mientras observaba nuestras ropas de campesinos.
Mi hermano Juan, más ducho que yo en asuntos militares gracias a su paso por la mili, fue el que procedió a identificarse dando al hombre todo tipo de explicaciones. Debió ser suficiente para el individuo porque enseguida cambió el tono de su voz, que se hizo más amable y confiado.
―Así que de los Olivares ¿Y cómo se os ha ocurrido idos de allí si el pueblo está bajo nuestra jurisdicción?
―Nosotros no sabiamos quién iba a llegar primero; si los fascistas o nuestras tropas y era peligroso que nos quedáramos sin estar seguros de quienes llegarían antes, porque somos muy conocidos en el pueblo por nuestra militancia y hay gente que no nos mira bien ―dijo Juan.
La voz calmada de mi hermano, su perfecta dicción y su categoría humana, se puso de manifiesto dando a su mal encarado interlocutor una lección de comportamiento. Aquella explicación debió vencer todas sus reticencias porque a continuación, todo se desencadenó y en un santiamén, dos hombres bajaron de la parte trasera del camión y nos hicieron entrega de sendos fusiles y casi sin darnos cuenta, nos encontramos subidos en el vehículo que inició su marcha de inmediato.
El convoy avanzó sin contratiempos por la carretera en dirección a Jaén y ya cerca del mediodía, divisamos una pequeña población llamada Huelma, muy cerca de la Sierra Mágina, donde nuestros soldados esperaban a los refuerzos que llegaban desde distintos puntos de la provincia. No muy lejos de allí, nos hicieron bajar a tierra, nos dieron picos y palas y nos ordenaron cavar trincheras y llenar de tierra una gran cantidad de sacos terreros que íbamos colocando amontonados y que hacían de improvisados parapetos
tras los que, los más avezados, se apostaron fusil en ristre esperando a las fuerzas enemigas.
Fueron días de caos y trabajo, de zozobra y espera, en los cuales apenas teníamos algún minuto para descansar. Yo procuraba no perder de vista a mi hermano y a mi cuñado a pesar de que mi bisoñez como soldado, hacía que los trabajos que me encomendaban, fueran más de intendencia que de defensa. Pero yo quería aprender y a fe que lo hice en un tiempo récord y pronto fui capaz de manejar el largo fusil que me habían entregado y también
aprendí a cebar la ametralladora que era nuestra principal arma defensiva y a la que llamábamos jocosamente, “La niña Bonita”.
Estuvimos dos largos meses edificando refugios de hormigón y fortificaciones defensivas de forma acelerada pues sabíamos que las tropas franquistas, avanzaban cada día un poco más en nuestra dirección y nos habíamos hecho el firme propósito de que aquel frente, fuera el que frenara el avance de las tropas del general Mola que estaba como loco por cruzar el enclave montañoso de Despeñaperros, para iniciar el asedio de Madrid y su posterior toma.
Durante aquellos meses, se fueron uniendo a nuestro batallón voluntarios venidos de distintas partes de la provincia a los que se unieron unos dos mil milicianos a las órdenes del general Miaja. Desde el Gobierno, se había nombrado a éste general para dirigir una columna en dirección a Córdoba a fin de contener el avance fascista y es en Andújar, donde se dan cita la Plana Mayor de Miaja junto con los dos mil milicianos armados con los fusiles requisados
en el asalto al Cuartel de la Montaña de Madrid. El contingente de
tropas se completó con brigadistas que habían recibido formación militar en Albacete.
En este frente, estuvimos largos meses sin apenas actividad hasta que fuimos trasladados a la provincia de Córdoba, puesto que era allí, donde se esperaba el ataque de las tropas franquistas en su avance imparable hacia nuestras posiciones. La batalla, al parecer, se iba a librar cerca de la capital, en el macizo montañoso de la Sierra de Cardeña y Montoro.
El pueblo de Lopera es una pequeña población cercana al más importante pueblo de Montoro, antesala de la sierra de Cardeña, un enclave estratégico en el que se libraría la más importante confrontación en la tierra andaluza: la Batalla de Lopera.
Durante los días 27, 28 y 29 de diciembre de 1936 en la localidad de dicho nombre, se libró una de las más cruentas batallas de la guerra donde murieron centenares de brigadistas internacionales que se habían unido a nuestras fuerzas para defender la legalidad de la República. Nosotros tres estuvimos presentes en la misma pero tuvimos suerte ya que, nuestra posición, no estaba en primera línea de fuego sino detrás, en las tareas de avituallamiento, cosa que por el momento salvó nuestras vidas. Allí cayeron cientos de soldados que sembraron la tierra de sangre y muerte.
Fue la primera vez que vi muertos a mí alrededor y fue tal la cantidad de ellos, que mis ojos miraban con incredulidad sin poder apartarse de aquel horror. Eran muchachos jóvenes, muchos de ellos de mi edad y aquella terrible visión me impactó de tal manera que durante muchos días, fui incapaz de dormir y cuando el sueño y la fatiga me vencían, los rostros de mis compañeros heridos y fallecidos, poblaban mi subconsciente impidiéndome descansar.

Queipo de Llano, el general franquista que mandaba en la Andalucía sublevada, avanzaba implacable hacia la zona de Obejo, Espiel y Pozoblanco y hacia allí fuimos enviados para intentar parar el avance de los golpistas sobre Madrid. En este nuevo frente estuvimos unos meses en una tensa espera del momento crucial; la batalla definitiva que sabiamos que llegaría tarde o temprano.
En el mes de enero de 1937, coincidiendo con mi 20 cumpleaños, obtuvimos un permiso para acercarnos a nuestro pueblo a la sazón todavía en manos de nuestras tropas. Juan y Antonio, al tener mujer e hijos, habían podido disfrutar de algunos permisos pero yo no y aquella era la primera vez en muchos meses que volvía a casa. Regresar a mi hogar después de tanto tiempo ausente, poder descansar y recuperar fuerzas y también para ver a los míos que sufrían lo suyo, era un premio. Volvíamos cambiados porque ya no éramos los jovencitos inocentes e inexpertos que fuimos a nuestra partida, sino hombres hechos y derechos, curtidos en las trincheras y en la dureza de la guerra. Mis padres, miraban atónitos mi nuevo aspecto barbudo y de hombre duro y yo, mal interpreté estas miradas y pensé que su extrañeza era solo por mi apariencia. Esto era lo que yo me creía pero luego supe que, tras sus insistentes
miradas no exentas de asombro por mi nuevo aspecto, se camuflaba un enorme orgullo.


lunes, 22 de febrero de 2016

LA CARTA QUE NUNCA PUDE ENVIAR


  



Estimados lectores: aquí os dejo el primer capítulo de mi nuevo libro. La Carta que nunca pude enviar. Un libro basado en la historia real de parte de mi familia y, especialmente, de la terrible suerte que sufrió mi tío, Francisco Molina Olmos, asesinado en Gusen-Mauthausen, a los 25 años. Pronto os daré las direcciones y enlaces donde lo podréis adquirir.
 
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A pesar de los años ¡Quién lo diría! los muertos de mi estirpe aún tienen voz...y gritan...



El mes de enero de aquel año de 1917 se presentó frío y lluvioso como lo solían ser en aquella época. La chimenea de mi casa permanecía encendida día y noche para intentar mitigar el intenso frío que se colaba por las múltiples grietas que las vetustas ventanas y puertas presentaban, y que la escasez de dinero impedía que fueran reemplazadas. Las noches eran gélidas en aquel caserón de labranza donde vivía mi familia después de haberse mudado al pueblo de Olivares desde el cercano cortijo de Los Bujeos. Francisco Molina López, mi padre, un hombre de campo curtido en duros trabajos, creyó conveniente dar este paso dado el estado de ruina del hogar de sus ancestros. Otro de los motivos importantes para el cambio, fue la posibilidad de dar a sus hijos la educación que él no pudo recibir. El apodo de su lugar de procedencia, le acompañó durante toda su vida ya que en el pueblo y alrededores, siempre fue conocido como “Francisco Bujeos” y todos los hijos lo heredamos y así éramos conocidos en el pequeño pueblo donde tuve a bien nacer.

El día que abrí los ojos por primera vez fue el trece de Enero de 1917 a las doce de la noche. Mi madre empezó con dolores a primeras horas de la mañana cuando acababa de levantarse y se disponía a preparar la comida que mi padre y hermanos mayores, se llevarían al campo. Ella, una mujer dura y acostumbrada a parir, presintió que aquel embarazo que la cogía ya cuarentona, no iba a ser tan fácil como los otros. Quizá fuera aquel dolor en su espalda, o aquellas piernas hinchadas, o tal vez aquel mal cuerpo que se le ponía cuando se levantaba ¡quién sabe! Pero fue tal su malestar durante el periodo de gestación que tomó la firme determinación de que aquel sería el último hijo que traería al mundo. Si para ello tenía que mandar al marido a dormir a otro cuarto, lo haría.

No erró en sus temores y según me ha contado después, le costó Dios y ayuda parirme a pesar de que ya lo había hecho con siete hijos más. Mi madre, estuvo retorciéndose de dolores durante largas horas y sufrió lo indecible.

Ella, que tan experta era en parir, no fue consciente de que hacía tiempo que había roto aguas y ahora, en el momento crucial, estaba intentando traerme al mundo en un parto seco y complicado en el que su pequeño y agotado cuerpo poco podía colaborar. Una vuelta de cordón alrededor de mi cuello y un tamaño considerable (4.500 gr.), contribuyeron en gran medida a lo dificultoso de mi nacimiento y solo los buenos oficios de la partera del pueblo, una experimentada mujer acostumbrada a asistir en todo tipo de alumbramientos, consiguieron que los dos saliéramos adelante.

El parto casi le cuesta la vida y la acabó de convencer para dejar de yacer con el esposo y en cuanto se recuperó y éste pretendió usar su derecho marital, le envió a dormir a otra alcoba mostrándose inflexible en su decisión a pesar de las protestas del bueno de mi padre que no entendía su proceder.

Ella, no estaba dispuesta a dejarse preñar de nuevo y a pasar por otra experiencia semejante y se mantuvo en sus trece durante algún tiempo. Fue algo provisional no obstante, pues cuando yo crecí, recuerdo verles a ambos en la alcoba matrimonial compartiendo lecho como una pareja normal.

Eloísa, mi madre, es una mujer pequeña y delgada con un genio de mil demonios y una voluntad de hierro. Era ella la que mandaba en mi casa a pesar de que, padre, hombre apacible y bueno, trataba de imponerse en asuntos fundamentales. El duro trabajo y los numerosos embarazos la tenían agotada y aquella casa de labranza y su numerosa prole, le daban mucho trabajo y le pasaban factura, pero ella la gobernaba con mano de hierro con la aquiescencia del esposo que la admiraba y quería a partes iguales.

Madre no es una mujer simpática y tampoco es pródiga en manifestaciones afectivas ―entonces no se llevaban en exceso pues eran consideradas un signo de debilidad― tampoco es generosa ni capaz de entender otros puntos de vista que no sean los propios.

Ella, con sus maneras tajantes, impedía la familiaridad entre padres e hijos, pues en aquellos años, había un respeto reverencial hacia los progenitores que eran tratados de usted por la prole y nosotros no éramos una excepción y por eso cumplíamos a rajatabla este código no escrito, pero sé que a su manera, a su modo, nos quería mucho a todos aunque siempre sintió debilidad por mi hermana mayor, Frasquita y por mucho que se empeñaba en negarlo y en afirmar que, para ella, todos éramos iguales, sabíamos que mentía y que mi hermana, una guapa muchacha de rubios rizos, era su preferida. Este indisimulado embeleso y orgullo por su primogénita, era con frecuencia motivo de conflicto con otra de mis hermanas, Soledad, que le reprochaba a menudo esta diferencia de trato. También se sentía muy orgullosa de sus hijos mayores, dos guapos y valientes muchachos que contribuían con su esfuerzo y trabajo a la economía de la casa. Mis otras hermanas, Lola y Flora, pasaban desapercibidas para ella a pesar de ser las más valiosas

de sus hijas y Juan y yo, tampoco teníamos mucho protagonismo en aquellos años, pero luego, cuando empezó nuestra tragedia, nos demostró ampliamente todo lo que nos amaba y lo mucho que sufrió.

El respeto y temor reverencial que los hijos sentimos hacia el cabeza de familia no merma un ápice el amor que guardamos por él, porque sabemos que es el que impone disciplina y que esta es necesaria para mantener el orden en la casa. Mi padre, al cual todos adoramos, no duda en castigar a los díscolos con alguna que otra bofetada si es menester y que logra el efecto mágico de que todos andemos derechos como velas.La severidad que aplica a mis otros hermanos, se vuelven ternura y mimos cuando se trata de mí. Padre me adora y yo a él y nos entendemos perfectamente a pesar de que yo soy solo un niño y él un hombre mayor y los dos buscamos nuestra compañía con asiduidad. Ambos sabemos que nos  necesitamos y gozamos juntos de una camaradería no exenta de respeto y por eso, compartimos tiempo y ocio siempre que podemos. Yo le suelo acompañar al campo cuando realiza las labores de siega o recolección y a veces, cuando arranca las malas hierbas en los sembrados y le imito cuando trabaja cosa que a él le divierte mucho; suelo copiar todos sus gestos y acciones como un pequeño monito fijándome hasta en los menores detalles.

Ya de vuelta en el pueblo, muestro a todos el último regalo que me ha hecho; un pequeño amocafre que había encargado al herrero para mí y que yo cuelgo en mi cintura al igual que le veo hacer a él. Mi amocafre es motivo de orgulloso y lo muestro ufano a los otros niños de la vecindad que no pueden disimular el deseo de poseer uno igual. Al día siguiente volvemos a los campos y él, simula que yo trabajo más y mejor y que siempre le gano en la ardua tarea que supone escardar los sembrados y arrancar los hierbajos que crecen por doquier y yo, hago como que le creo, porque sé que a él esto le emociona.

Lo confieso: a pesar de las muchas dificultades y privaciones de nuestra casa, una casa de labradores donde no siempre sobra el dinero yo fui un niño feliz. Mis hermanas Lola y Flora me decían que yo era un “ser de luz” y que Dios me había dotado de “ángel”. Nunca supe lo que esto quería decir pues yo me veía bastante normal. Cierto es, que soy más rubio que el resto de mis hermanos y que heredé los ojos azules de mi madre, pero aparte de esto, no tengo nada de particular. El verdaderamente guapo de mi casa es mi hermano Juan, o al menos esos creo yo y con él, más próximo en edad a mí, era con quien compartía ilusiones, ideales, juegos e inquietudes.

A pesar de su aparente severidad con mis hermanos mayores, mi padre es un bendito y mucho más amoroso que mi madre y se desvive por nosotros, por llevar comida a nuestra mesa y porque no nos falte lo necesario.

Recuerdo con especial añoranza cuando nos reuníamos a la hora de comer o cenar; mi padre siempre me sentaba en sus rodillas mientras fui pequeño y a veces, me dejaba empezar a comer el primero mientras mis hermanos mayores esperaban impacientes a que el cabeza de familia les diera permiso ―en mi casa nadie osaba meter la cuchara en la sartén, antes de que lo hubiera hecho mi padre―. Luego lo hacían Miguel, Antonio, a quien todos llamábamos “el Nene”, Juan y después lo hacían mis hermanas, Frasquita, Soledad,Lola, Flora y por último yo, pero no siempre, porque él algunas veces, me otorgaba el privilegio de ser el primero. Este ritual nadie lo quebrantaba, salvo yo, con el beneplácito de todos porque era el más chiquitín. Madre, casi siempre delicada, comía a poquitos pues era muy especial para las comidas y poco amante de pucheros y potajes. Ella, solía alimentarse a deshoras y siempre llevaba en su faltriquera pequeñas porciones de queso y otras golosinas para comerlas a escondidas cuando le entraba el hambre. Siempre creyó que no lo sabíamos, pero mi padre, que se hacía el tonto para no irritarla, estaba al tanto del escondite donde guardaba “sus tesoros” y esperaba conmigo de la mano, a que ella saliera de la casa y entonces, los dos cómplices, le “robábamos” pequeñas porciones de galletas, queso y chocolate; poco, para que no se diera cuenta.

A mí me encantaban las horas de las comidas cuando todos estábamos reunidos a pesar de que no siempre eran pacíficas, puesto que mis chinchosas hermanas, siempre estaban discutiendo y eran un incordio para los demás. En estas ocasiones, mis hermanos mayores hablaban de cosas interesantes; sobre todo de cuando estuvieron como soldados de fortuna en la guerra de Marruecos, de sus salidas a cazar y de mil aventuras excitantes que me mantenían todo el tiempo con los ojos abiertos como platos. ¡Qué bonito era tener hermanos mayores! Yo les miraba extasiado deseando ser como ellos; vivir aventuras y ser útil a los demás.

Me encantaban la seguridad y el sentido de la justicia de mi hermano Miguel, el mayor de mis hermanos varones, su seriedad y responsabilidad a pesar de ser aún muy joven y qué decir de mi hermano Antonio, un joven nervudo y moreno emprendedor y buscavidas. Pero los más cercanos a mí sin duda eran Juan y mis dos hermanas pequeñas, Lola y Flora. Con Lola tenía una conexión especial pues nos entendíamos solo con la mirada y pensábamos parecido. Ella, era muy valiente e inteligente para ser mujer en contraposición con mis otras hermanas que eran más ñoñas y menos atrevidas. Con Lola, a pesar de llevarme ocho años, compartía escapadas a las vegas para coger membrillos y granadas y juntos, pergeñábamos pequeñas diabluras a espaldas de mi madre que se lo tenía expresamente prohibido. Buscar moras y caracoles eran dos de nuestras aficiones favoritas, pero no lo era menos coger fruta de los árboles a escondidas de sus dueños. De lo único que no pudimos disfrutar juntos es de bañarnos en el río pues esto hubiera sido considerado un acto de indecencia por la puritana sociedad de aquellos tiempos; Lola, hubiera estado en boca de todo el mundo y le habría acarreado serios problemas con vistas a matrimoniar.

Mi niñez transcurrió en un soplo rodeado de amor y protegido por todos que, con su cariño, me hacían sentirme especial. Mi padre, aprovechaba cualquier ocasión para llevarme con él cogido de la mano y mis hermanos, a pesar de las carencias económicas de la época, siempre encontraban la forma de agasajarme con pequeños obsequios; una navajita, un rudimentario camión construido con una caja de cartón o alguna trampa para cazar pájaros, etc. eran pequeños regalos que alegraron mi infancia haciendo que me sintiera el centro de nuestra familia y el niño más afortunado del mundo.

Crecí rápido y hube de abandonar la escuela para echar una mano y aportar algo a la economía familiar. Lo hice, cuando ya sabía leer, escribir y hacer cuentas con soltura y en contra de la opinión de don Anacleto, mi maestro, que apostaba por mí para estudios más completos. Alguna vez me dijo que yo sería bueno como profesor porque me gustaba enseñar y aprender.Sé que en su fuero interno, soñaba con que yo fuese su relevo al frente del mal pagado y menos agradecido puesto de enseñante de mi pueblo, pero era una pretensión descabellada del todo puesto que, en aquellos años, en España, solo podían estudiar los hijos de los ricos.

El buen hombre lo intentó y solo se rindió cuando mi padre le expuso la imposibilidad de pagar una educación superior, pues nuestra pobre economía, no lo permitía por muchos números que hiciera.

No seguir estudiando fue una frustración para mí y dejé la escuela con pena pero también con la certeza de que a pesar de todo, era un privilegiado. Más que nunca me sentí en la obligación de devolver a mi familia parte de lo que les debía en atenciones y cariño y no encontré mejor forma de hacerlo que trabajando en el campo de jornalero y ganar algo de dinero. Fui a la siega y a la recogida de la aceituna, cavé olivos, escardé sembrados y realicé todo tipo de faena agrícola que surgiera y pude comprobar lo arduo e ingrato que es, sobre todo, cuando ese trabajo se hace para gentes que ni siquiera lo agradecen y mucho menos, lo merecen.

Compartir tajo en los días de recogida de las cosechas, estar varios días durmiendo al raso hasta terminar la tarea con los demás compañeros, era gratificante solo por el compañerismo y la camaradería que reinaba entre nosotros, pero muy duro de soportar. Darme cuenta de su dureza hizo que empezara a pensar en otras alternativas pues yo no me resignaba a que mi vida fuera siempre así y quería poder darles a mis futuros hijos una vida menos ingrata y además, porque tenía un ansia desmedida de saber y experimentar otras vivencias.

Desde bien chico me encantaba la lectura y leía todo lo que caía en mis manos que no era siempre literatura clásica; algunas novelas y unos pocos libros antiguos que nos regalaba la tía Francisca, una sobrina de mi padre casada con un marqués, fueron la ventana por la que entreví otros mundos. Luego me aficioné a los autores franceses y leí cuantos volúmenes me prestaba mi maestro: Lope, Calderón, Cervantes, Garcilaso, Balzac, Flaubert, Verne, Salgari, etc. alimentaron mi fantasía infantil y despertaron en mí el afán por conocer países nuevos y cosas diferentes. Esta afición por la lectura abrió unas perspectivas en mi vida hasta entonces nunca imaginadas y en mi mente, fue creciendo la ilusión por conocer todo lo que pudiera del inmenso mundo atisbado a través de la lectura, un mundo maravilloso que estaba allende de las montañas de mi pueblo.

Mis hermanos y hermanas se fueron casando de forma paulatina, sobre todo mis hermanas, que se casaron jóvenes como era la costumbre de la época y ya solo quedábamos en la casa paterna los más chicos. Fue entonces cuando sufrimos la desgracia de perder a Flora, nuestra preciosa y dulce hermana Flora, a la edad de dieciocho años recién cumplidos. Yo acababa de cumplir once cuando ocurrió y nunca lo he podido olvidar.

Flora enfermó de gripe en el invierno de 1928 a los pocos días de mi cumpleaños y ya no volvió a levantarse de la cama. Sangrías, sahumerios, emplastos, sanguijuelas y todo tipo de remedios caseros le fueron aplicados por las curanderas del lugar, único medio que entonces teníamos los pobres para sanar de nuestros males y enfermedades. Pero nada funcionó y nada se pudo hacer cuando la gripe se complicó y una persistente fiebre que no hubo forma de curar fue debilitándola. Mis padres, viendo la gravedad de su mal, gastaron sus exiguos ahorros en traer a un médico desde Pinos Puente, pero Flora ya no pertenecía a este mundo y su preciosa cara antes sonrosada, ahora presentaba un marfileño color que anunciaba un triste desenlace. Quince días estuvo luchando por su vida pero al final no pudo superar la enfermedad y murió de neumonía.

Aquella muerte inesperada y traicionera que se llevó a un ser tan maravilloso, nos dejó hundidos por la pena durante largos meses y por primera vez, supimos lo que era el sufrimiento por la pérdida de un ser querido y aunque la vida continuó, nada volvió a ser igual a partir de aquellos días. Mi madre, tan acostumbrada a los contratiempos, tan luchadora y tan fuerte, empequeñeció todavía más y mi padre, tan amante de sus hijos, penaba en silencio y expresaba su dolor trabajando sin descanso en múltiples actividades porque quería estar ocupado y no pensar ni ver el hueco que, Flora, había dejado en nuestras vidas. La casa antes llena de alegría se volvió triste y gris con todas las mujeres vestidas de negro y los hombres con nuestro crespón de igual color en la manga de la camisa. Guardamos luto físico y también en el corazón y aún hoy día, no podemos nombrarla sin sentirla como el primer instante que nos dejó.

Mi pueblo es una hermosa villa de apenas unos cientos de habitantes. Está enclavado entre verdes montañas que le sirven de cobijo y un precioso y cantarín río llamado Velillos lo atraviesa perezoso dándole vida y un encanto especial. Cuentan los antiguos del lugar que por estos andurriales alejados de caminos reales y pueblos importantes, anduvieron hace miles de años nuestros ancestros cromañones y así debe ser puesto que, en algunas cuevas de la sierra, existen muestras de rudimentarias pinturas rupestres que así lo evidencian. También anduvieron por aquí los árabes durante la Reconquista y en el pueblo de Moclín donde existe un castillo del medioevo, permaneció retenido uno de los hijos de Boabdil el Chico, según cuentan las leyendas. El príncipe fue una especie de huésped o rehén de los Reyes Católicos y es de suponer que sirvió de moneda de cambio para algún acuerdo entre los litigantes. Olivares vive fundamentalmente de la agricultura. Largas hileras de olivos y cultivos de secano como trigo, cebada, yeros, garbanzos y lentejas, crecen en sus campos y también hortalizas, maíz y tabaco, en sus feraces vegas. Esta riqueza agraria sería suficiente para alimentar a su población si estuviera bien distribuida pero no es así puesto que, los dueños de los grandes cortijos que lo circundan, son los propietarios de la mayoría de las tierras y hasta donde la vista alcanza casi todo pertenece a un gran latifundio. Gran

parte de las casas del pueblo, están edificadas en terrenos de este cortijo que recibe el nombre de Cortijo de Baeza. Por la parte de arriba se encuentra una más modesta heredad: el Cortijo Nuevo y ya más alejados, otros grandes cortijos propiedad de unos pocos “señoritos andaluces” de los de siempre. Estos grandes latifundistas tratan a los lugareños con la prepotencia, el despotismo, el desdén y la crueldad de siglos pasados y niegan los jornales a los habitantes del pueblo prefiriendo tener las fincas llenas de maleza antes que gastar dinero en su desbroce. Es fácil comprobar que, cuanto más ricos, más desalmados son y que, cuando los garduños”, como así somos conocidos los nativos de Olivares, nos revelamos ante sus abusos, no dudan en traer jornaleros de otros pueblos para la recogida de la aceituna, la siega y demás. Los “señoricos” como les decimos nosotros, no suelen vivir permanentemente en estas fincas, ya que la mayoría son casas inhóspitas y poco confortables dedicadas exclusivamente a labores agrarias, pero acuden prestos a la temporada de caza para recibir   en sus cortijos a los nobles y ricos de España que acuden puntuales a solazarse cazando la perdiz roja.

Los grandes latifundistas de la zona aglutinan el 90% de las tierras que circundan el municipio y el pueblo llano, malvive con las escasas peonadas que consiguen en épocas de la recolección de la aceituna y en la siega, principalmente.

No es mucho para mantener a sus numerosas familias y los lugareños se ven obligados a ingeniárselas recogiendo a escondidas leña de la sierra y rebuscando en los rastrojos el grano desprendido de las gavillas, o en los olivares, las aceitunas que caen después del vareo de los olivos.

Yo, siempre me he preguntado a quien perjudicaba la actividad de rebuscar o espigar en las hazas y nunca lo he podido entender. Pero bien cierto es que los cortijeros, aborrecían que los pobres espigaran o rebuscaran en sus fincas después de la recogida de las cosechas y que alertaban enseguida a la Guardia Civil que ¡cómo no! acudía presurosa a complacerles. A más de una mujer o niño han asustado llevándolos al cuartelillo y requisándoles lo poco conseguido. Los “civiles”, como llamamos a la pareja de la Guardia Civil, inspiran un atávico temor ganado a pulso por su claro apoyo a los pudientes en detrimento de los pobres y sus numerosas arbitrariedades presenciadas con impotencia por la población, dan para escribir un manual acerca de cómo no debe comportarse un servidor público.

Los meses de invierno son especialmente duros y a algunos matrimonios que tienen un montón de hijos que alimentar, se les mueren las criaturas por falta de leche y alimentos adecuados, pero eso no parece importar a nadie, salvo a sus padres y allegados. Quizá por esa necesidad imperiosa de mantener a la prole, agudizan el ingenio y se esfuerzan por conseguir alimentos dando esquinazo a los “civiles” de las más variopintas maneras y evitando a menudo, tan intempestiva vigilancia. Conozco a más de uno que se aventura por las noches en olivares lejanos y vuelve a su casa de madrugada con un saco de aceitunas a la espalda. Todos lo entendemos y nadie se lo reprocha, porque cuando está en juego la supervivencia de una familia, todo el mundo mira para otro lado; sabemos que el invierno es largo y a los chiquillos, hay que llenarles la barriga aunque solo sea con pan y aceite.

Yo detesto ver a un niño pasar hambre y maldigo a nuestros gobernantes por permitirlo. En mi pueblo, hay familias que carecen de lo imprescindible y lo pagan sus niños que crecen o mueren, según les haya tocado en suerte, en la más completa miseria e ignorancia.

Esta terrible situación ha hecho crecer en nosotros el germen del descontento y la despiadada miopía de los sucesivos Gobiernos, hace que la desolación anide entre las gentes del pueblo, pero nadie se atreve a protestar para no ser señalado y pasar a engrosar la lista negra de los vetados para los jornales por los sinvergüenzas que tienen el poder de hacerlo. Es duro ser pobre y sobrevivir en un mundo injusto y mal organizado. Mucha gente pasa necesidades y privaciones difíciles de sobrellevar y ese rencor que genera la impotencia, crea en el individuo la terrible sensación de la desesperanza y la falta de horizontes.

La mayoría de los jóvenes sin recursos y si posibilidades de futuro, se alistaban en el ejército como única salida y así lo hicieron mis hermanos mayores pues seguían la lógica de los pobres: nada perdían con hacer la mili voluntarios, ya que si no lo hacían por propia iniciativa, lo tendrían que hacer obligados. Corren años difíciles en Andalucía donde crecemos sin perspectivas de que las cosas cambien. Nuestros gobernantes, con el Rey a la cabeza, no contribuyen precisamente a darnos esperanzas de que la situación mejore.

Mi padre, suele decirme que las cosas siempre han sido así, pero sé que lo hace para que no me sienta tan frustrado, pero yo, me niego a entender por qué solo unos pocos privilegiados manejan el cotarro, mientras el pueblo sufre y pasa calamidades. Algunos que van de listos e ilustrados, dicen que la culpa es de la guerra de Marruecos y la pérdida de los territorios de ultramar que han empobrecido a España hasta límites insospechados, pero cuesta creerlo, pues desde tiempos lejanos, siempre ha pasado igual: el oro y las riquezas de los territorios de América, se los quedaban los de arriba y jamás aliviaron la miseria de los pobres, por eso pienso que debe de haber algo más que se nos escapa. Mientras, en los pueblos y aldeas de España, los jóvenes del medio rural no tenemos la menor oportunidad de progresar y nuestro futuro se presenta igual que el de nuestros padres y abuelos; uncido al campo, como una yunta al arado. Las desigualdades sociales y el descontento general es palpable en el pueblo llano, donde se respira la insatisfacción entre la hambrienta población que ve morir a sus hijos sin poder alimentarles adecuadamente.

Quizá por el frustrante final del Siglo XIX y la lamentable primera treintena del Siglo XX, la proclamación de la II República fue acogida por una gran mayoría de vecinos con ilusión y expectativas de cambios y se percibió como una puerta abierta a un mundo lleno de esperanza que, hasta entonces, creíamos imposible y que yo personalmente, presentía como algo maravilloso que cambiaría nuestras vidas a mejor y por eso, me apresté a recibirla con alborozo al igual que mis hermanos, Miguel y Juan. Otros de mis hermanos menos entusiastas, tuvieron sus dudas y mis padres, reacios a todo cambio, no creían que sus mejoras nos alcanzarían.

Con la huida del Rey llegó el advenimiento de la II República y no tardaron en notarse cambios sustanciales, pero no todos para bien. Algunos, los más radicales, pensaron que República significaba anarquía y desorden y tampoco era eso: República era otra manera de gobernar, otra forma de distribuir el trabajo y la riqueza, justicia y educación para todos y una clase política menos corrompida. Mirar por los pobres y desheredados de la vida y derechos sin distinción de sexo o credo, o al menos, era lo que yo creía.

Fueron tiempos de cambios y avances sociales significativos y como no podía ser menos, también llegaron a mi casa empezando por Miguel. Él, se había casado años atrás con una hermosa joven de nuestro pueblo llamada Magdalena de la que se enamoró perdidamente cuando la vio lavando en el río y junto a ella y sus hijos, se trasladaron a vivir a la capital donde había obtenido un puesto en la Guardia de Asalto. Por esas fechas, Juan y yo nos presentamos para unos puestos de funcionarios de la República en nuestro Municipio, cosa que conseguimos sin demasiados problemas pues tampoco había tantos aspirantes que supieran leer y escribir correctamente, todo hay que decirlo y nos afiliamos al sindicato AS de Olivares.

Como era de esperar conociéndonos, no tardamos en implicarnos en todos los comités y asociaciones encaminadas a sacar a las gentes de Olivares del analfabetismo y la ignorancia, principales lastres a mi juicio, para lograr otras metas. La lucha sindical y obrera, la mejora de las vidas de nuestros paisanos, conseguir que la educación llegara a todos, se convirtió en nuestros objetivos fundamentales. A los dos nos encantaba enseñar a los muchachos a leer y escribir e intentar abrirles los ojos al conocimiento y la cultura, pues ambos estábamos convencidos de que el abandono de la ignorancia, era el principal peldaño que había que subir para progresar en la vida y salir de la miseria. Este empeño se convirtió en nuestra principal inquietud y por ello fuimos duramente criticados pues no todos los vecinos entendían que, saber leer y escribir, fuera tan importante. Los que más abominaron ante la nueva situación fueron los cortijeros del entorno y sus manijeros; a ellos no les convenía que los lugareños aprendieran y estudiaran, pues pensaban y con razón, que serían más difíciles de engañar. Los querían ignorantes y manejables, cuanto más, mejor.

Nuestra familia se iba desperdigando con los sucesivos casorios de sus miembros y ya no éramos el grupo unido que antes nos distinguía. El último recuerdo hermoso que tengo de todos los hermanos reunidos fue con motivo de mi 19 cumpleaños el día 13 de enero de 1936. En esta ocasión, mi padre quiso festejarme matando un cabrito que comimos guisado al ajillo acompañado de una buena sartén de papas fritas con tomates. Después de hartarnos de comer y beber, tomamos de postre un exquisito arroz con leche hecho por Lola que era una estupenda cocinera y para terminar, café de puchero con unos rosquillos de huevo que llevó Frasquita, la mayor de mis hermanas. Fue la última comida que compartimos porque a partir de ese año las cosas se precipitaron y cambiaron nuestras vidas para siempre.

Atrás quedarían mis anhelos de echarme novia y casarme; de fundar una familia grande y unida como la mía. Sueños rotos que se esfumaron antes de materializarse. Aquella muchacha del Bujo que tanto me gustaba, o aquella otra de Tiena, tan pizpireta y dispuesta, o quizá la de los cortijillos a la cual últimamente cortejaba ¿Cuál de ellas hubiera podido ser la madre de mis hijos? Diecinueve años y toda la vida por vivir. No quería precipitarme y errar en mi elección, por eso dudaba. Quería una mujer buena y abierta al conocimiento y no me importaban tanto otros atributos a los que mis amigos

tanta importancia le daban. La quería hermosa por dentro más que por fuera y este afán, movía a bromas a mis íntimos, pero a mí, no me importaba.