viernes, 23 de octubre de 2020

 LOLA: MI HEROÍNA.

 

 




De estatura mediana, cuerpo prieto, ojos azules, piel blanca y delicada como la de un hada. Andares garbosos, porte señorial hasta vestida con una bata. Pelo recogido en la nuca, ropas humildes, limpias y zurcidas. Se casó joven y se quedó viuda con 39 años y embarazada de ocho meses de su sexto hijo. Ella, mujer de hierro no se amilanó cuando sus familiares miraron para otro lado y se quedó sola, abandonada a su suerte, con la única ayuda de sus dos hijos mayores, de quince y trece años. Niños que hubieron de convertirse en hombres antes de tiempo. Trabajo duro, mitad de sueldo aunque trabajaran como el que más, y ni una sola queja. Ambos asumieron el desamparo y la orfandad con entereza, con valentía y decisión, con amor inmenso hacia su madre y sus hermanitos pequeños. Ella era el puntal sobre el que descansaba toda la carga, pesada y agobiante carga que a veces la ahogaba. Pero ella era especial y procuraba que sus hijos tuvieran ropa y comida porque en su casa nunca faltó un plato de comida en la mesa, aunque algunas veces conseguirlo se convirtió en un milagro. Arroz con bacalao, potajes, pucheros, migas, gachas, papas guisadas y cuando había algo de dinero un poco de pescado fresco. Estos eran los menús de las gentes pobres del campo. En navidades un gallo de corral o un conejo gordito. Y qué ricos sabían, qué olores mágicos y sabores inigualables dejaban en los paladares aquellas parcas comidas donde todo estaba medido: dos cucharones para los mayores, un cucharón para los pequeños y lo que sobraba, a veces apenas unas cucharadas, para ella. Una rebanada de pan y de postre, de vez en cuando, una naranja partida en gajos para compartir o unos granos de granada. 

La vida eran mañanas apresuradas, desayunos con fundamento. Los pequeños a la escuela, los mayores a trabajar y ella, ella con un canasto de ropa sobre su cadera a lavar al río. Regreso apresurado con la ropa lavada, dar de comer a los animales, limpiar la cuadra, la casa, el corral, las conejeras... El sol fulgurante en el firmamento le indicaba la hora.

-¡Ay Dios mío, si ya son las doce!

Y eran las doce, ella lo sabía sin necesidad de mirar ningún reloj. Prisas, agobios, encendido del fuego y sobre las chisporroteantes llamas la sempiternas trébedes y sobre ellas la olla de porcelana donde se cocería la comida de esa jornada. 

Cada día era una repetición del anterior, una lucha contra reloj para llegar a todo, para mantener el orden y la disciplina en su familia. Y nunca se quejaba: ni un lamento, ni una mala cara, ni un solo momento de flaqueza, porque ella asumía con resignación que ese era su destino. A veces, sus ojos azules destilaban tristeza, otras esperanza, las más orgullo, orgullo al ver a sus hijos crecer sanos y formales. Ni uno sólo se le torció porque ella supo ser afectuosa y severa cuando la ocasión lo requería. Y en su madurez, cuando los tuvo encauzados y a su hija pequeña con sus estudios universitarios terminados, cuando ya pudo descansar y dedicarse a ser feliz, su rostro de madona se dulcificó y se permitió el lujo de relajarse. Y cuando sonreía era como si el aire acariciara con alas de mariposas y cuando le brillaban los ojos eran como ventanas abiertas al infinito y por ellos asomaba el orgullo que sentía con cada logro de sus hijos y cada nieto que le nacía. Porque ella era lo más parecido a una heroína de película que yo he conocido y sus manos, esas manos que tanto trabajaron siguieron siendo blancas y finas, unas manos de princesa. Ella se llamaba Lola y era mi madre.