lunes, 22 de febrero de 2016

LA CARTA QUE NUNCA PUDE ENVIAR


  



Estimados lectores: aquí os dejo el primer capítulo de mi nuevo libro. La Carta que nunca pude enviar. Un libro basado en la historia real de parte de mi familia y, especialmente, de la terrible suerte que sufrió mi tío, Francisco Molina Olmos, asesinado en Gusen-Mauthausen, a los 25 años. Pronto os daré las direcciones y enlaces donde lo podréis adquirir.
 
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A pesar de los años ¡Quién lo diría! los muertos de mi estirpe aún tienen voz...y gritan...



El mes de enero de aquel año de 1917 se presentó frío y lluvioso como lo solían ser en aquella época. La chimenea de mi casa permanecía encendida día y noche para intentar mitigar el intenso frío que se colaba por las múltiples grietas que las vetustas ventanas y puertas presentaban, y que la escasez de dinero impedía que fueran reemplazadas. Las noches eran gélidas en aquel caserón de labranza donde vivía mi familia después de haberse mudado al pueblo de Olivares desde el cercano cortijo de Los Bujeos. Francisco Molina López, mi padre, un hombre de campo curtido en duros trabajos, creyó conveniente dar este paso dado el estado de ruina del hogar de sus ancestros. Otro de los motivos importantes para el cambio, fue la posibilidad de dar a sus hijos la educación que él no pudo recibir. El apodo de su lugar de procedencia, le acompañó durante toda su vida ya que en el pueblo y alrededores, siempre fue conocido como “Francisco Bujeos” y todos los hijos lo heredamos y así éramos conocidos en el pequeño pueblo donde tuve a bien nacer.

El día que abrí los ojos por primera vez fue el trece de Enero de 1917 a las doce de la noche. Mi madre empezó con dolores a primeras horas de la mañana cuando acababa de levantarse y se disponía a preparar la comida que mi padre y hermanos mayores, se llevarían al campo. Ella, una mujer dura y acostumbrada a parir, presintió que aquel embarazo que la cogía ya cuarentona, no iba a ser tan fácil como los otros. Quizá fuera aquel dolor en su espalda, o aquellas piernas hinchadas, o tal vez aquel mal cuerpo que se le ponía cuando se levantaba ¡quién sabe! Pero fue tal su malestar durante el periodo de gestación que tomó la firme determinación de que aquel sería el último hijo que traería al mundo. Si para ello tenía que mandar al marido a dormir a otro cuarto, lo haría.

No erró en sus temores y según me ha contado después, le costó Dios y ayuda parirme a pesar de que ya lo había hecho con siete hijos más. Mi madre, estuvo retorciéndose de dolores durante largas horas y sufrió lo indecible.

Ella, que tan experta era en parir, no fue consciente de que hacía tiempo que había roto aguas y ahora, en el momento crucial, estaba intentando traerme al mundo en un parto seco y complicado en el que su pequeño y agotado cuerpo poco podía colaborar. Una vuelta de cordón alrededor de mi cuello y un tamaño considerable (4.500 gr.), contribuyeron en gran medida a lo dificultoso de mi nacimiento y solo los buenos oficios de la partera del pueblo, una experimentada mujer acostumbrada a asistir en todo tipo de alumbramientos, consiguieron que los dos saliéramos adelante.

El parto casi le cuesta la vida y la acabó de convencer para dejar de yacer con el esposo y en cuanto se recuperó y éste pretendió usar su derecho marital, le envió a dormir a otra alcoba mostrándose inflexible en su decisión a pesar de las protestas del bueno de mi padre que no entendía su proceder.

Ella, no estaba dispuesta a dejarse preñar de nuevo y a pasar por otra experiencia semejante y se mantuvo en sus trece durante algún tiempo. Fue algo provisional no obstante, pues cuando yo crecí, recuerdo verles a ambos en la alcoba matrimonial compartiendo lecho como una pareja normal.

Eloísa, mi madre, es una mujer pequeña y delgada con un genio de mil demonios y una voluntad de hierro. Era ella la que mandaba en mi casa a pesar de que, padre, hombre apacible y bueno, trataba de imponerse en asuntos fundamentales. El duro trabajo y los numerosos embarazos la tenían agotada y aquella casa de labranza y su numerosa prole, le daban mucho trabajo y le pasaban factura, pero ella la gobernaba con mano de hierro con la aquiescencia del esposo que la admiraba y quería a partes iguales.

Madre no es una mujer simpática y tampoco es pródiga en manifestaciones afectivas ―entonces no se llevaban en exceso pues eran consideradas un signo de debilidad― tampoco es generosa ni capaz de entender otros puntos de vista que no sean los propios.

Ella, con sus maneras tajantes, impedía la familiaridad entre padres e hijos, pues en aquellos años, había un respeto reverencial hacia los progenitores que eran tratados de usted por la prole y nosotros no éramos una excepción y por eso cumplíamos a rajatabla este código no escrito, pero sé que a su manera, a su modo, nos quería mucho a todos aunque siempre sintió debilidad por mi hermana mayor, Frasquita y por mucho que se empeñaba en negarlo y en afirmar que, para ella, todos éramos iguales, sabíamos que mentía y que mi hermana, una guapa muchacha de rubios rizos, era su preferida. Este indisimulado embeleso y orgullo por su primogénita, era con frecuencia motivo de conflicto con otra de mis hermanas, Soledad, que le reprochaba a menudo esta diferencia de trato. También se sentía muy orgullosa de sus hijos mayores, dos guapos y valientes muchachos que contribuían con su esfuerzo y trabajo a la economía de la casa. Mis otras hermanas, Lola y Flora, pasaban desapercibidas para ella a pesar de ser las más valiosas

de sus hijas y Juan y yo, tampoco teníamos mucho protagonismo en aquellos años, pero luego, cuando empezó nuestra tragedia, nos demostró ampliamente todo lo que nos amaba y lo mucho que sufrió.

El respeto y temor reverencial que los hijos sentimos hacia el cabeza de familia no merma un ápice el amor que guardamos por él, porque sabemos que es el que impone disciplina y que esta es necesaria para mantener el orden en la casa. Mi padre, al cual todos adoramos, no duda en castigar a los díscolos con alguna que otra bofetada si es menester y que logra el efecto mágico de que todos andemos derechos como velas.La severidad que aplica a mis otros hermanos, se vuelven ternura y mimos cuando se trata de mí. Padre me adora y yo a él y nos entendemos perfectamente a pesar de que yo soy solo un niño y él un hombre mayor y los dos buscamos nuestra compañía con asiduidad. Ambos sabemos que nos  necesitamos y gozamos juntos de una camaradería no exenta de respeto y por eso, compartimos tiempo y ocio siempre que podemos. Yo le suelo acompañar al campo cuando realiza las labores de siega o recolección y a veces, cuando arranca las malas hierbas en los sembrados y le imito cuando trabaja cosa que a él le divierte mucho; suelo copiar todos sus gestos y acciones como un pequeño monito fijándome hasta en los menores detalles.

Ya de vuelta en el pueblo, muestro a todos el último regalo que me ha hecho; un pequeño amocafre que había encargado al herrero para mí y que yo cuelgo en mi cintura al igual que le veo hacer a él. Mi amocafre es motivo de orgulloso y lo muestro ufano a los otros niños de la vecindad que no pueden disimular el deseo de poseer uno igual. Al día siguiente volvemos a los campos y él, simula que yo trabajo más y mejor y que siempre le gano en la ardua tarea que supone escardar los sembrados y arrancar los hierbajos que crecen por doquier y yo, hago como que le creo, porque sé que a él esto le emociona.

Lo confieso: a pesar de las muchas dificultades y privaciones de nuestra casa, una casa de labradores donde no siempre sobra el dinero yo fui un niño feliz. Mis hermanas Lola y Flora me decían que yo era un “ser de luz” y que Dios me había dotado de “ángel”. Nunca supe lo que esto quería decir pues yo me veía bastante normal. Cierto es, que soy más rubio que el resto de mis hermanos y que heredé los ojos azules de mi madre, pero aparte de esto, no tengo nada de particular. El verdaderamente guapo de mi casa es mi hermano Juan, o al menos esos creo yo y con él, más próximo en edad a mí, era con quien compartía ilusiones, ideales, juegos e inquietudes.

A pesar de su aparente severidad con mis hermanos mayores, mi padre es un bendito y mucho más amoroso que mi madre y se desvive por nosotros, por llevar comida a nuestra mesa y porque no nos falte lo necesario.

Recuerdo con especial añoranza cuando nos reuníamos a la hora de comer o cenar; mi padre siempre me sentaba en sus rodillas mientras fui pequeño y a veces, me dejaba empezar a comer el primero mientras mis hermanos mayores esperaban impacientes a que el cabeza de familia les diera permiso ―en mi casa nadie osaba meter la cuchara en la sartén, antes de que lo hubiera hecho mi padre―. Luego lo hacían Miguel, Antonio, a quien todos llamábamos “el Nene”, Juan y después lo hacían mis hermanas, Frasquita, Soledad,Lola, Flora y por último yo, pero no siempre, porque él algunas veces, me otorgaba el privilegio de ser el primero. Este ritual nadie lo quebrantaba, salvo yo, con el beneplácito de todos porque era el más chiquitín. Madre, casi siempre delicada, comía a poquitos pues era muy especial para las comidas y poco amante de pucheros y potajes. Ella, solía alimentarse a deshoras y siempre llevaba en su faltriquera pequeñas porciones de queso y otras golosinas para comerlas a escondidas cuando le entraba el hambre. Siempre creyó que no lo sabíamos, pero mi padre, que se hacía el tonto para no irritarla, estaba al tanto del escondite donde guardaba “sus tesoros” y esperaba conmigo de la mano, a que ella saliera de la casa y entonces, los dos cómplices, le “robábamos” pequeñas porciones de galletas, queso y chocolate; poco, para que no se diera cuenta.

A mí me encantaban las horas de las comidas cuando todos estábamos reunidos a pesar de que no siempre eran pacíficas, puesto que mis chinchosas hermanas, siempre estaban discutiendo y eran un incordio para los demás. En estas ocasiones, mis hermanos mayores hablaban de cosas interesantes; sobre todo de cuando estuvieron como soldados de fortuna en la guerra de Marruecos, de sus salidas a cazar y de mil aventuras excitantes que me mantenían todo el tiempo con los ojos abiertos como platos. ¡Qué bonito era tener hermanos mayores! Yo les miraba extasiado deseando ser como ellos; vivir aventuras y ser útil a los demás.

Me encantaban la seguridad y el sentido de la justicia de mi hermano Miguel, el mayor de mis hermanos varones, su seriedad y responsabilidad a pesar de ser aún muy joven y qué decir de mi hermano Antonio, un joven nervudo y moreno emprendedor y buscavidas. Pero los más cercanos a mí sin duda eran Juan y mis dos hermanas pequeñas, Lola y Flora. Con Lola tenía una conexión especial pues nos entendíamos solo con la mirada y pensábamos parecido. Ella, era muy valiente e inteligente para ser mujer en contraposición con mis otras hermanas que eran más ñoñas y menos atrevidas. Con Lola, a pesar de llevarme ocho años, compartía escapadas a las vegas para coger membrillos y granadas y juntos, pergeñábamos pequeñas diabluras a espaldas de mi madre que se lo tenía expresamente prohibido. Buscar moras y caracoles eran dos de nuestras aficiones favoritas, pero no lo era menos coger fruta de los árboles a escondidas de sus dueños. De lo único que no pudimos disfrutar juntos es de bañarnos en el río pues esto hubiera sido considerado un acto de indecencia por la puritana sociedad de aquellos tiempos; Lola, hubiera estado en boca de todo el mundo y le habría acarreado serios problemas con vistas a matrimoniar.

Mi niñez transcurrió en un soplo rodeado de amor y protegido por todos que, con su cariño, me hacían sentirme especial. Mi padre, aprovechaba cualquier ocasión para llevarme con él cogido de la mano y mis hermanos, a pesar de las carencias económicas de la época, siempre encontraban la forma de agasajarme con pequeños obsequios; una navajita, un rudimentario camión construido con una caja de cartón o alguna trampa para cazar pájaros, etc. eran pequeños regalos que alegraron mi infancia haciendo que me sintiera el centro de nuestra familia y el niño más afortunado del mundo.

Crecí rápido y hube de abandonar la escuela para echar una mano y aportar algo a la economía familiar. Lo hice, cuando ya sabía leer, escribir y hacer cuentas con soltura y en contra de la opinión de don Anacleto, mi maestro, que apostaba por mí para estudios más completos. Alguna vez me dijo que yo sería bueno como profesor porque me gustaba enseñar y aprender.Sé que en su fuero interno, soñaba con que yo fuese su relevo al frente del mal pagado y menos agradecido puesto de enseñante de mi pueblo, pero era una pretensión descabellada del todo puesto que, en aquellos años, en España, solo podían estudiar los hijos de los ricos.

El buen hombre lo intentó y solo se rindió cuando mi padre le expuso la imposibilidad de pagar una educación superior, pues nuestra pobre economía, no lo permitía por muchos números que hiciera.

No seguir estudiando fue una frustración para mí y dejé la escuela con pena pero también con la certeza de que a pesar de todo, era un privilegiado. Más que nunca me sentí en la obligación de devolver a mi familia parte de lo que les debía en atenciones y cariño y no encontré mejor forma de hacerlo que trabajando en el campo de jornalero y ganar algo de dinero. Fui a la siega y a la recogida de la aceituna, cavé olivos, escardé sembrados y realicé todo tipo de faena agrícola que surgiera y pude comprobar lo arduo e ingrato que es, sobre todo, cuando ese trabajo se hace para gentes que ni siquiera lo agradecen y mucho menos, lo merecen.

Compartir tajo en los días de recogida de las cosechas, estar varios días durmiendo al raso hasta terminar la tarea con los demás compañeros, era gratificante solo por el compañerismo y la camaradería que reinaba entre nosotros, pero muy duro de soportar. Darme cuenta de su dureza hizo que empezara a pensar en otras alternativas pues yo no me resignaba a que mi vida fuera siempre así y quería poder darles a mis futuros hijos una vida menos ingrata y además, porque tenía un ansia desmedida de saber y experimentar otras vivencias.

Desde bien chico me encantaba la lectura y leía todo lo que caía en mis manos que no era siempre literatura clásica; algunas novelas y unos pocos libros antiguos que nos regalaba la tía Francisca, una sobrina de mi padre casada con un marqués, fueron la ventana por la que entreví otros mundos. Luego me aficioné a los autores franceses y leí cuantos volúmenes me prestaba mi maestro: Lope, Calderón, Cervantes, Garcilaso, Balzac, Flaubert, Verne, Salgari, etc. alimentaron mi fantasía infantil y despertaron en mí el afán por conocer países nuevos y cosas diferentes. Esta afición por la lectura abrió unas perspectivas en mi vida hasta entonces nunca imaginadas y en mi mente, fue creciendo la ilusión por conocer todo lo que pudiera del inmenso mundo atisbado a través de la lectura, un mundo maravilloso que estaba allende de las montañas de mi pueblo.

Mis hermanos y hermanas se fueron casando de forma paulatina, sobre todo mis hermanas, que se casaron jóvenes como era la costumbre de la época y ya solo quedábamos en la casa paterna los más chicos. Fue entonces cuando sufrimos la desgracia de perder a Flora, nuestra preciosa y dulce hermana Flora, a la edad de dieciocho años recién cumplidos. Yo acababa de cumplir once cuando ocurrió y nunca lo he podido olvidar.

Flora enfermó de gripe en el invierno de 1928 a los pocos días de mi cumpleaños y ya no volvió a levantarse de la cama. Sangrías, sahumerios, emplastos, sanguijuelas y todo tipo de remedios caseros le fueron aplicados por las curanderas del lugar, único medio que entonces teníamos los pobres para sanar de nuestros males y enfermedades. Pero nada funcionó y nada se pudo hacer cuando la gripe se complicó y una persistente fiebre que no hubo forma de curar fue debilitándola. Mis padres, viendo la gravedad de su mal, gastaron sus exiguos ahorros en traer a un médico desde Pinos Puente, pero Flora ya no pertenecía a este mundo y su preciosa cara antes sonrosada, ahora presentaba un marfileño color que anunciaba un triste desenlace. Quince días estuvo luchando por su vida pero al final no pudo superar la enfermedad y murió de neumonía.

Aquella muerte inesperada y traicionera que se llevó a un ser tan maravilloso, nos dejó hundidos por la pena durante largos meses y por primera vez, supimos lo que era el sufrimiento por la pérdida de un ser querido y aunque la vida continuó, nada volvió a ser igual a partir de aquellos días. Mi madre, tan acostumbrada a los contratiempos, tan luchadora y tan fuerte, empequeñeció todavía más y mi padre, tan amante de sus hijos, penaba en silencio y expresaba su dolor trabajando sin descanso en múltiples actividades porque quería estar ocupado y no pensar ni ver el hueco que, Flora, había dejado en nuestras vidas. La casa antes llena de alegría se volvió triste y gris con todas las mujeres vestidas de negro y los hombres con nuestro crespón de igual color en la manga de la camisa. Guardamos luto físico y también en el corazón y aún hoy día, no podemos nombrarla sin sentirla como el primer instante que nos dejó.

Mi pueblo es una hermosa villa de apenas unos cientos de habitantes. Está enclavado entre verdes montañas que le sirven de cobijo y un precioso y cantarín río llamado Velillos lo atraviesa perezoso dándole vida y un encanto especial. Cuentan los antiguos del lugar que por estos andurriales alejados de caminos reales y pueblos importantes, anduvieron hace miles de años nuestros ancestros cromañones y así debe ser puesto que, en algunas cuevas de la sierra, existen muestras de rudimentarias pinturas rupestres que así lo evidencian. También anduvieron por aquí los árabes durante la Reconquista y en el pueblo de Moclín donde existe un castillo del medioevo, permaneció retenido uno de los hijos de Boabdil el Chico, según cuentan las leyendas. El príncipe fue una especie de huésped o rehén de los Reyes Católicos y es de suponer que sirvió de moneda de cambio para algún acuerdo entre los litigantes. Olivares vive fundamentalmente de la agricultura. Largas hileras de olivos y cultivos de secano como trigo, cebada, yeros, garbanzos y lentejas, crecen en sus campos y también hortalizas, maíz y tabaco, en sus feraces vegas. Esta riqueza agraria sería suficiente para alimentar a su población si estuviera bien distribuida pero no es así puesto que, los dueños de los grandes cortijos que lo circundan, son los propietarios de la mayoría de las tierras y hasta donde la vista alcanza casi todo pertenece a un gran latifundio. Gran

parte de las casas del pueblo, están edificadas en terrenos de este cortijo que recibe el nombre de Cortijo de Baeza. Por la parte de arriba se encuentra una más modesta heredad: el Cortijo Nuevo y ya más alejados, otros grandes cortijos propiedad de unos pocos “señoritos andaluces” de los de siempre. Estos grandes latifundistas tratan a los lugareños con la prepotencia, el despotismo, el desdén y la crueldad de siglos pasados y niegan los jornales a los habitantes del pueblo prefiriendo tener las fincas llenas de maleza antes que gastar dinero en su desbroce. Es fácil comprobar que, cuanto más ricos, más desalmados son y que, cuando los garduños”, como así somos conocidos los nativos de Olivares, nos revelamos ante sus abusos, no dudan en traer jornaleros de otros pueblos para la recogida de la aceituna, la siega y demás. Los “señoricos” como les decimos nosotros, no suelen vivir permanentemente en estas fincas, ya que la mayoría son casas inhóspitas y poco confortables dedicadas exclusivamente a labores agrarias, pero acuden prestos a la temporada de caza para recibir   en sus cortijos a los nobles y ricos de España que acuden puntuales a solazarse cazando la perdiz roja.

Los grandes latifundistas de la zona aglutinan el 90% de las tierras que circundan el municipio y el pueblo llano, malvive con las escasas peonadas que consiguen en épocas de la recolección de la aceituna y en la siega, principalmente.

No es mucho para mantener a sus numerosas familias y los lugareños se ven obligados a ingeniárselas recogiendo a escondidas leña de la sierra y rebuscando en los rastrojos el grano desprendido de las gavillas, o en los olivares, las aceitunas que caen después del vareo de los olivos.

Yo, siempre me he preguntado a quien perjudicaba la actividad de rebuscar o espigar en las hazas y nunca lo he podido entender. Pero bien cierto es que los cortijeros, aborrecían que los pobres espigaran o rebuscaran en sus fincas después de la recogida de las cosechas y que alertaban enseguida a la Guardia Civil que ¡cómo no! acudía presurosa a complacerles. A más de una mujer o niño han asustado llevándolos al cuartelillo y requisándoles lo poco conseguido. Los “civiles”, como llamamos a la pareja de la Guardia Civil, inspiran un atávico temor ganado a pulso por su claro apoyo a los pudientes en detrimento de los pobres y sus numerosas arbitrariedades presenciadas con impotencia por la población, dan para escribir un manual acerca de cómo no debe comportarse un servidor público.

Los meses de invierno son especialmente duros y a algunos matrimonios que tienen un montón de hijos que alimentar, se les mueren las criaturas por falta de leche y alimentos adecuados, pero eso no parece importar a nadie, salvo a sus padres y allegados. Quizá por esa necesidad imperiosa de mantener a la prole, agudizan el ingenio y se esfuerzan por conseguir alimentos dando esquinazo a los “civiles” de las más variopintas maneras y evitando a menudo, tan intempestiva vigilancia. Conozco a más de uno que se aventura por las noches en olivares lejanos y vuelve a su casa de madrugada con un saco de aceitunas a la espalda. Todos lo entendemos y nadie se lo reprocha, porque cuando está en juego la supervivencia de una familia, todo el mundo mira para otro lado; sabemos que el invierno es largo y a los chiquillos, hay que llenarles la barriga aunque solo sea con pan y aceite.

Yo detesto ver a un niño pasar hambre y maldigo a nuestros gobernantes por permitirlo. En mi pueblo, hay familias que carecen de lo imprescindible y lo pagan sus niños que crecen o mueren, según les haya tocado en suerte, en la más completa miseria e ignorancia.

Esta terrible situación ha hecho crecer en nosotros el germen del descontento y la despiadada miopía de los sucesivos Gobiernos, hace que la desolación anide entre las gentes del pueblo, pero nadie se atreve a protestar para no ser señalado y pasar a engrosar la lista negra de los vetados para los jornales por los sinvergüenzas que tienen el poder de hacerlo. Es duro ser pobre y sobrevivir en un mundo injusto y mal organizado. Mucha gente pasa necesidades y privaciones difíciles de sobrellevar y ese rencor que genera la impotencia, crea en el individuo la terrible sensación de la desesperanza y la falta de horizontes.

La mayoría de los jóvenes sin recursos y si posibilidades de futuro, se alistaban en el ejército como única salida y así lo hicieron mis hermanos mayores pues seguían la lógica de los pobres: nada perdían con hacer la mili voluntarios, ya que si no lo hacían por propia iniciativa, lo tendrían que hacer obligados. Corren años difíciles en Andalucía donde crecemos sin perspectivas de que las cosas cambien. Nuestros gobernantes, con el Rey a la cabeza, no contribuyen precisamente a darnos esperanzas de que la situación mejore.

Mi padre, suele decirme que las cosas siempre han sido así, pero sé que lo hace para que no me sienta tan frustrado, pero yo, me niego a entender por qué solo unos pocos privilegiados manejan el cotarro, mientras el pueblo sufre y pasa calamidades. Algunos que van de listos e ilustrados, dicen que la culpa es de la guerra de Marruecos y la pérdida de los territorios de ultramar que han empobrecido a España hasta límites insospechados, pero cuesta creerlo, pues desde tiempos lejanos, siempre ha pasado igual: el oro y las riquezas de los territorios de América, se los quedaban los de arriba y jamás aliviaron la miseria de los pobres, por eso pienso que debe de haber algo más que se nos escapa. Mientras, en los pueblos y aldeas de España, los jóvenes del medio rural no tenemos la menor oportunidad de progresar y nuestro futuro se presenta igual que el de nuestros padres y abuelos; uncido al campo, como una yunta al arado. Las desigualdades sociales y el descontento general es palpable en el pueblo llano, donde se respira la insatisfacción entre la hambrienta población que ve morir a sus hijos sin poder alimentarles adecuadamente.

Quizá por el frustrante final del Siglo XIX y la lamentable primera treintena del Siglo XX, la proclamación de la II República fue acogida por una gran mayoría de vecinos con ilusión y expectativas de cambios y se percibió como una puerta abierta a un mundo lleno de esperanza que, hasta entonces, creíamos imposible y que yo personalmente, presentía como algo maravilloso que cambiaría nuestras vidas a mejor y por eso, me apresté a recibirla con alborozo al igual que mis hermanos, Miguel y Juan. Otros de mis hermanos menos entusiastas, tuvieron sus dudas y mis padres, reacios a todo cambio, no creían que sus mejoras nos alcanzarían.

Con la huida del Rey llegó el advenimiento de la II República y no tardaron en notarse cambios sustanciales, pero no todos para bien. Algunos, los más radicales, pensaron que República significaba anarquía y desorden y tampoco era eso: República era otra manera de gobernar, otra forma de distribuir el trabajo y la riqueza, justicia y educación para todos y una clase política menos corrompida. Mirar por los pobres y desheredados de la vida y derechos sin distinción de sexo o credo, o al menos, era lo que yo creía.

Fueron tiempos de cambios y avances sociales significativos y como no podía ser menos, también llegaron a mi casa empezando por Miguel. Él, se había casado años atrás con una hermosa joven de nuestro pueblo llamada Magdalena de la que se enamoró perdidamente cuando la vio lavando en el río y junto a ella y sus hijos, se trasladaron a vivir a la capital donde había obtenido un puesto en la Guardia de Asalto. Por esas fechas, Juan y yo nos presentamos para unos puestos de funcionarios de la República en nuestro Municipio, cosa que conseguimos sin demasiados problemas pues tampoco había tantos aspirantes que supieran leer y escribir correctamente, todo hay que decirlo y nos afiliamos al sindicato AS de Olivares.

Como era de esperar conociéndonos, no tardamos en implicarnos en todos los comités y asociaciones encaminadas a sacar a las gentes de Olivares del analfabetismo y la ignorancia, principales lastres a mi juicio, para lograr otras metas. La lucha sindical y obrera, la mejora de las vidas de nuestros paisanos, conseguir que la educación llegara a todos, se convirtió en nuestros objetivos fundamentales. A los dos nos encantaba enseñar a los muchachos a leer y escribir e intentar abrirles los ojos al conocimiento y la cultura, pues ambos estábamos convencidos de que el abandono de la ignorancia, era el principal peldaño que había que subir para progresar en la vida y salir de la miseria. Este empeño se convirtió en nuestra principal inquietud y por ello fuimos duramente criticados pues no todos los vecinos entendían que, saber leer y escribir, fuera tan importante. Los que más abominaron ante la nueva situación fueron los cortijeros del entorno y sus manijeros; a ellos no les convenía que los lugareños aprendieran y estudiaran, pues pensaban y con razón, que serían más difíciles de engañar. Los querían ignorantes y manejables, cuanto más, mejor.

Nuestra familia se iba desperdigando con los sucesivos casorios de sus miembros y ya no éramos el grupo unido que antes nos distinguía. El último recuerdo hermoso que tengo de todos los hermanos reunidos fue con motivo de mi 19 cumpleaños el día 13 de enero de 1936. En esta ocasión, mi padre quiso festejarme matando un cabrito que comimos guisado al ajillo acompañado de una buena sartén de papas fritas con tomates. Después de hartarnos de comer y beber, tomamos de postre un exquisito arroz con leche hecho por Lola que era una estupenda cocinera y para terminar, café de puchero con unos rosquillos de huevo que llevó Frasquita, la mayor de mis hermanas. Fue la última comida que compartimos porque a partir de ese año las cosas se precipitaron y cambiaron nuestras vidas para siempre.

Atrás quedarían mis anhelos de echarme novia y casarme; de fundar una familia grande y unida como la mía. Sueños rotos que se esfumaron antes de materializarse. Aquella muchacha del Bujo que tanto me gustaba, o aquella otra de Tiena, tan pizpireta y dispuesta, o quizá la de los cortijillos a la cual últimamente cortejaba ¿Cuál de ellas hubiera podido ser la madre de mis hijos? Diecinueve años y toda la vida por vivir. No quería precipitarme y errar en mi elección, por eso dudaba. Quería una mujer buena y abierta al conocimiento y no me importaban tanto otros atributos a los que mis amigos

tanta importancia le daban. La quería hermosa por dentro más que por fuera y este afán, movía a bromas a mis íntimos, pero a mí, no me importaba.