Estimados lectores: aquí os dejo el primer capítulo de mi nuevo libro. La Carta que nunca pude enviar. Un libro basado en la historia real de parte de mi familia y, especialmente, de la terrible suerte que sufrió mi tío, Francisco Molina Olmos, asesinado en Gusen-Mauthausen, a los 25 años. Pronto os daré las direcciones y enlaces donde lo podréis adquirir.
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A pesar de los años ¡Quién lo diría! los muertos de mi
estirpe aún tienen voz...y gritan...
El
mes de enero de aquel año de 1917 se presentó frío y lluvioso como lo
solían ser en aquella época. La chimenea de mi casa permanecía encendida día
y noche para intentar mitigar el intenso frío que se colaba por las múltiples
grietas que las vetustas ventanas y puertas presentaban, y que la escasez
de dinero impedía que fueran reemplazadas. Las noches eran gélidas en
aquel caserón de labranza donde vivía mi familia después de haberse mudado
al pueblo de Olivares desde el cercano cortijo de Los Bujeos. Francisco Molina
López, mi padre, un hombre de campo curtido en duros trabajos, creyó
conveniente dar este paso dado el estado de ruina del hogar de sus ancestros.
Otro de los motivos importantes para el cambio, fue la posibilidad de
dar a sus hijos la educación que él no pudo recibir. El apodo de su lugar de
procedencia, le acompañó durante toda su vida ya que en el pueblo y alrededores,
siempre fue conocido como “Francisco Bujeos” y todos los hijos lo
heredamos y así éramos conocidos en el pequeño pueblo donde tuve a bien
nacer.
El
día que abrí los ojos por primera vez fue el trece de Enero de 1917 a las
doce de la noche. Mi madre empezó con dolores a primeras horas de la mañana
cuando acababa de levantarse y se disponía a preparar la comida que
mi padre y hermanos mayores, se llevarían al campo. Ella, una mujer dura
y acostumbrada a parir, presintió que aquel embarazo que la cogía ya cuarentona,
no iba a ser tan fácil como los otros. Quizá fuera aquel dolor en su
espalda, o aquellas piernas hinchadas, o tal vez aquel mal cuerpo que se le
ponía cuando se levantaba ¡quién sabe! Pero fue tal su malestar durante el periodo
de gestación que tomó la firme determinación de que aquel sería el último
hijo que traería al mundo. Si para ello tenía que mandar al marido a dormir
a otro cuarto, lo haría.
No
erró en sus temores y según me ha contado después, le costó Dios y ayuda
parirme a pesar de que ya lo había hecho con siete hijos más. Mi madre, estuvo
retorciéndose de dolores durante largas horas y sufrió lo indecible.
Ella,
que tan experta era en parir, no fue consciente de que hacía tiempo que
había roto aguas y ahora, en el momento crucial, estaba intentando traerme
al mundo en un parto seco y complicado en el que su pequeño y agotado
cuerpo poco podía colaborar. Una vuelta de cordón alrededor de mi
cuello y un tamaño considerable (4.500 gr.), contribuyeron en gran medida a
lo dificultoso de mi nacimiento y solo los buenos oficios de la partera del
pueblo, una experimentada mujer acostumbrada a asistir en todo tipo de alumbramientos,
consiguieron que los dos saliéramos adelante.
El
parto casi le cuesta la vida y la acabó de convencer para dejar de yacer con
el esposo y en cuanto se recuperó y éste pretendió usar su derecho marital, le
envió a dormir a otra alcoba mostrándose inflexible en su decisión a pesar
de las protestas del bueno de mi padre que no entendía su proceder.
Ella,
no estaba dispuesta a dejarse preñar de nuevo y a pasar por otra experiencia semejante
y se mantuvo en sus trece durante algún tiempo. Fue algo provisional no
obstante, pues cuando yo crecí, recuerdo verles a ambos en la
alcoba matrimonial compartiendo lecho como una pareja normal.
Eloísa,
mi madre, es una mujer pequeña y delgada con un genio de mil demonios
y una voluntad de hierro. Era ella la que mandaba en mi casa a pesar
de que, padre, hombre apacible y bueno, trataba de imponerse en asuntos
fundamentales. El duro trabajo y los numerosos embarazos la tenían agotada
y aquella casa de labranza y su numerosa prole, le daban mucho trabajo
y le pasaban factura, pero ella la gobernaba con mano de hierro con
la aquiescencia del esposo que la admiraba y quería a partes iguales.
Madre
no es una mujer simpática y tampoco es pródiga en manifestaciones afectivas
―entonces no se llevaban en exceso pues eran consideradas un
signo de debilidad― tampoco es generosa ni capaz de entender otros puntos
de vista que no sean los propios.
Ella,
con sus maneras tajantes, impedía la familiaridad entre padres e hijos,
pues en aquellos años, había un respeto reverencial hacia los progenitores que
eran tratados de usted por la prole y nosotros no éramos una excepción y
por eso cumplíamos a rajatabla este código no escrito, pero sé que a
su manera, a su modo, nos quería mucho a todos aunque siempre sintió debilidad
por mi hermana mayor, Frasquita y por mucho que se empeñaba en
negarlo y en afirmar que, para ella, todos éramos iguales, sabíamos que mentía
y que mi hermana, una guapa muchacha de rubios rizos, era su preferida. Este
indisimulado embeleso y orgullo por su primogénita, era con frecuencia motivo
de conflicto con otra de mis hermanas, Soledad, que le reprochaba a menudo esta
diferencia de trato. También se sentía muy orgullosa de
sus hijos mayores, dos guapos y valientes muchachos que contribuían con
su esfuerzo y trabajo a la economía de la casa. Mis otras hermanas, Lola
y Flora, pasaban desapercibidas para ella a pesar de ser las más valiosas
de
sus hijas y Juan y yo, tampoco teníamos mucho protagonismo en aquellos años,
pero luego, cuando empezó nuestra tragedia, nos demostró ampliamente todo
lo que nos amaba y lo mucho que sufrió.
El
respeto y temor reverencial que los hijos sentimos hacia el cabeza de familia
no merma un ápice el amor que guardamos por él, porque sabemos que
es el que impone disciplina y que esta es necesaria para mantener el orden
en la casa. Mi padre, al cual todos adoramos, no duda en castigar a los díscolos
con alguna que otra bofetada si es menester y que logra el efecto mágico
de que todos andemos derechos como velas.La
severidad que aplica a mis otros hermanos, se vuelven ternura y mimos cuando
se trata de mí. Padre me adora y yo a él y nos entendemos perfectamente a pesar
de que yo soy solo un niño y él un hombre mayor y los dos
buscamos nuestra compañía con asiduidad. Ambos sabemos que nos necesitamos
y gozamos juntos de una camaradería no exenta de respeto y por
eso, compartimos tiempo y ocio siempre que podemos. Yo le suelo acompañar
al campo cuando realiza las labores de siega o recolección y a veces,
cuando arranca las malas hierbas en los sembrados y le imito cuando trabaja
cosa que a él le divierte mucho; suelo copiar todos sus gestos y acciones como
un pequeño monito fijándome hasta en los menores detalles.
Ya
de vuelta en el pueblo, muestro a todos el último regalo que me ha hecho;
un pequeño amocafre que había encargado al herrero para mí y que yo
cuelgo en mi cintura al igual que le veo hacer a él. Mi amocafre es motivo de
orgulloso y lo muestro ufano a los otros niños de la vecindad que no pueden disimular
el deseo de poseer uno igual. Al día siguiente volvemos a los campos
y él, simula que yo trabajo más y mejor y que siempre le gano en la ardua
tarea que supone escardar los sembrados y arrancar los hierbajos que crecen
por doquier y yo, hago como que le creo, porque sé que a él esto le emociona.
Lo
confieso: a pesar de las muchas dificultades y privaciones de nuestra casa,
una casa de labradores donde no siempre sobra el dinero yo fui un niño feliz.
Mis hermanas Lola y Flora me decían que yo era un “ser de luz” y que Dios
me había dotado de “ángel”. Nunca supe lo que esto quería decir pues yo
me veía bastante normal. Cierto es, que soy más rubio que el resto de mis hermanos
y que heredé los ojos azules de mi madre, pero aparte de esto, no tengo
nada de particular. El verdaderamente guapo de mi casa es mi hermano Juan,
o al menos esos creo yo y con él, más próximo en edad a mí, era con
quien compartía ilusiones, ideales, juegos e inquietudes.
A
pesar de su aparente severidad con mis hermanos mayores, mi padre es
un bendito y mucho más amoroso que mi madre y se desvive por nosotros, por
llevar comida a nuestra mesa y porque no nos falte lo necesario.
Recuerdo
con especial añoranza cuando nos reuníamos a la hora de comer o
cenar; mi padre siempre me sentaba en sus rodillas mientras fui pequeño y a
veces, me dejaba empezar a comer el primero mientras mis hermanos mayores
esperaban impacientes a que el cabeza de familia les diera permiso ―en
mi casa nadie osaba meter la cuchara en la sartén, antes de que lo hubiera hecho
mi padre―. Luego lo hacían Miguel, Antonio, a quien todos llamábamos “el
Nene”, Juan y después lo hacían mis hermanas, Frasquita, Soledad,Lola,
Flora y por último yo, pero no siempre, porque él algunas veces, me
otorgaba el privilegio de ser el primero. Este ritual nadie lo quebrantaba, salvo
yo, con el beneplácito de todos porque era el más chiquitín. Madre,
casi siempre delicada, comía a poquitos pues era muy especial para
las comidas y poco amante de pucheros y potajes. Ella, solía alimentarse a
deshoras y siempre llevaba en su faltriquera pequeñas porciones de queso
y otras golosinas para comerlas a escondidas cuando le entraba el hambre.
Siempre creyó que no lo sabíamos, pero mi padre, que se hacía el tonto
para no irritarla, estaba al tanto del escondite donde guardaba “sus tesoros”
y esperaba conmigo de la mano, a que ella saliera de la casa y entonces, los
dos cómplices, le “robábamos” pequeñas porciones de galletas, queso
y chocolate; poco, para que no se diera cuenta.
A
mí me encantaban las horas de las comidas cuando todos estábamos reunidos
a pesar de que no siempre eran pacíficas, puesto que mis chinchosas hermanas,
siempre estaban discutiendo y eran un incordio para los demás. En
estas ocasiones, mis hermanos mayores hablaban de cosas interesantes; sobre
todo de cuando estuvieron como soldados de fortuna en la guerra
de Marruecos, de sus salidas a cazar y de mil aventuras excitantes que
me mantenían todo el tiempo con los ojos abiertos como platos. ¡Qué bonito
era tener hermanos mayores! Yo les miraba extasiado deseando ser como
ellos; vivir aventuras y ser útil a los demás.
Me
encantaban la seguridad y el sentido de la justicia de mi hermano Miguel,
el mayor de mis hermanos varones, su seriedad y responsabilidad a
pesar de ser aún muy joven y qué decir de mi hermano Antonio, un joven nervudo
y moreno emprendedor y buscavidas. Pero los más cercanos a mí sin
duda eran Juan y mis dos hermanas pequeñas, Lola y Flora. Con Lola tenía
una conexión especial pues nos entendíamos solo con la mirada y pensábamos parecido.
Ella, era muy valiente e inteligente para ser mujer en contraposición con mis
otras hermanas que eran más ñoñas y menos atrevidas. Con
Lola, a pesar de llevarme ocho años, compartía escapadas a las vegas para
coger membrillos y granadas y juntos, pergeñábamos pequeñas diabluras a
espaldas de mi madre que se lo tenía expresamente prohibido. Buscar moras
y caracoles eran dos de nuestras aficiones favoritas, pero no lo era menos
coger fruta de los árboles a escondidas de sus dueños. De lo único que
no pudimos disfrutar juntos es de bañarnos en el río pues esto hubiera sido
considerado un acto de indecencia por la puritana sociedad de aquellos tiempos;
Lola, hubiera estado en boca de todo el mundo y le habría acarreado serios
problemas con vistas a matrimoniar.
Mi
niñez transcurrió en un soplo rodeado de amor y protegido por todos que,
con su cariño, me hacían sentirme especial. Mi padre, aprovechaba cualquier
ocasión para llevarme con él cogido de la mano y mis hermanos, a
pesar de las carencias económicas de la época, siempre encontraban la forma
de agasajarme con pequeños obsequios; una navajita, un rudimentario camión
construido con una caja de cartón o alguna trampa para cazar pájaros,
etc. eran pequeños regalos que alegraron mi infancia haciendo que me
sintiera el centro de nuestra familia y el niño más afortunado del mundo.
Crecí
rápido y hube de abandonar la escuela para echar una mano y aportar
algo a la economía familiar. Lo hice, cuando ya sabía leer, escribir y hacer
cuentas con soltura y en contra de la opinión de don Anacleto, mi maestro,
que apostaba por mí para estudios más completos. Alguna vez me dijo
que yo sería bueno como profesor porque me gustaba enseñar y aprender.Sé
que en su fuero interno, soñaba con que yo fuese su relevo al frente del
mal pagado y menos agradecido puesto de enseñante de mi pueblo, pero era
una pretensión descabellada del todo puesto que, en aquellos años, en España,
solo podían estudiar los hijos de los ricos.
El
buen hombre lo intentó y solo se rindió cuando mi padre le expuso la
imposibilidad de pagar una educación superior, pues nuestra pobre economía, no
lo permitía por muchos números que hiciera.
No
seguir estudiando fue una frustración para mí y dejé la escuela con pena
pero también con la certeza de que a pesar de todo, era un privilegiado. Más
que nunca me sentí en la obligación de devolver a mi familia parte de lo
que les debía en atenciones y cariño y no encontré mejor forma de hacerlo que
trabajando en el campo de jornalero y ganar algo de dinero. Fui a la siega
y a la recogida de la aceituna, cavé olivos, escardé sembrados y realicé todo
tipo de faena agrícola que surgiera y pude comprobar lo arduo e ingrato que
es, sobre todo, cuando ese trabajo se hace para gentes que ni siquiera lo
agradecen y mucho menos, lo merecen.
Compartir
tajo en los días de recogida de las cosechas, estar varios días durmiendo
al raso hasta terminar la tarea con los demás compañeros, era gratificante
solo por el compañerismo y la camaradería que reinaba entre nosotros,
pero muy duro de soportar. Darme cuenta de su dureza hizo que empezara
a pensar en otras alternativas pues yo no me resignaba a que mi vida
fuera siempre así y quería poder darles a mis futuros hijos una vida menos
ingrata y además, porque tenía un ansia desmedida de saber y experimentar otras
vivencias.
Desde
bien chico me encantaba la lectura y leía todo lo que caía en mis manos
que no era siempre literatura clásica; algunas novelas y unos pocos libros
antiguos que nos regalaba la tía Francisca, una sobrina de mi padre casada
con un marqués, fueron la ventana por la que entreví otros mundos. Luego
me aficioné a los autores franceses y leí cuantos volúmenes me prestaba mi
maestro: Lope, Calderón, Cervantes, Garcilaso, Balzac, Flaubert, Verne,
Salgari, etc. alimentaron mi fantasía infantil y despertaron en mí el afán
por conocer países nuevos y cosas diferentes. Esta afición por la lectura abrió
unas perspectivas en mi vida hasta entonces nunca imaginadas y en mi
mente, fue creciendo la ilusión por conocer todo lo que pudiera del inmenso mundo
atisbado a través de la lectura, un mundo maravilloso que estaba
allende de las montañas de mi pueblo.
Mis
hermanos y hermanas se fueron casando de forma paulatina, sobre todo
mis hermanas, que se casaron jóvenes como era la costumbre de la época
y ya solo quedábamos en la casa paterna los más chicos. Fue entonces cuando
sufrimos la desgracia de perder a Flora, nuestra preciosa y dulce hermana
Flora, a la edad de dieciocho años recién cumplidos. Yo acababa de
cumplir once cuando ocurrió y nunca lo he podido olvidar.
Flora
enfermó de gripe en el invierno de 1928 a los pocos días de mi cumpleaños
y ya no volvió a levantarse de la cama. Sangrías, sahumerios, emplastos,
sanguijuelas y todo tipo de remedios caseros le fueron aplicados por
las curanderas del lugar, único medio que entonces teníamos los pobres para
sanar de nuestros males y enfermedades. Pero nada funcionó y nada se
pudo hacer cuando la gripe se complicó y una persistente fiebre que no hubo
forma de curar fue debilitándola. Mis padres, viendo la gravedad de su
mal, gastaron sus exiguos ahorros en traer a un médico desde Pinos Puente,
pero Flora ya no pertenecía a este mundo y su preciosa cara antes sonrosada,
ahora presentaba un marfileño color que anunciaba un triste desenlace.
Quince días estuvo luchando por su vida pero al final no pudo superar
la enfermedad y murió de neumonía.
Aquella
muerte inesperada y traicionera que se llevó a un ser tan maravilloso, nos
dejó hundidos por la pena durante largos meses y por primera vez,
supimos lo que era el sufrimiento por la pérdida de un ser querido y aunque
la vida continuó, nada volvió a ser igual a partir de aquellos días. Mi
madre, tan acostumbrada a los contratiempos, tan luchadora y tan fuerte, empequeñeció
todavía más y mi padre, tan amante de sus hijos, penaba en silencio
y expresaba su dolor trabajando sin descanso en múltiples actividades porque
quería estar ocupado y no pensar ni ver el hueco que, Flora, había dejado
en nuestras vidas. La casa antes llena de alegría se volvió triste y gris
con todas las mujeres vestidas de negro y los hombres con nuestro crespón de
igual color en la manga de la camisa. Guardamos luto físico y también en
el corazón y aún hoy día, no podemos nombrarla sin sentirla como el
primer instante que nos dejó.
Mi
pueblo es una hermosa villa de apenas unos cientos de habitantes. Está
enclavado entre verdes montañas que le sirven de cobijo y un precioso y
cantarín río llamado Velillos lo atraviesa perezoso dándole vida y un encanto especial.
Cuentan los antiguos del lugar que por estos andurriales alejados de
caminos reales y pueblos importantes, anduvieron hace miles de años
nuestros ancestros cromañones y así debe ser puesto que, en algunas cuevas
de la sierra, existen muestras de rudimentarias pinturas rupestres que
así lo evidencian. También anduvieron por aquí los árabes durante la Reconquista
y en el pueblo de Moclín donde existe un castillo del medioevo, permaneció
retenido uno de los hijos de Boabdil el Chico, según cuentan las leyendas.
El príncipe fue una especie de huésped o rehén de los Reyes Católicos y
es de suponer que sirvió de moneda de cambio para algún acuerdo entre los
litigantes. Olivares
vive fundamentalmente de la agricultura. Largas hileras de olivos y
cultivos de secano como trigo, cebada, yeros, garbanzos y lentejas, crecen en
sus campos y también hortalizas, maíz y tabaco, en sus feraces vegas. Esta
riqueza agraria sería suficiente para alimentar a su población si estuviera bien
distribuida pero no es así puesto que, los dueños de los grandes cortijos
que lo circundan, son los propietarios de la mayoría de las tierras y hasta
donde la vista alcanza casi todo pertenece a un gran latifundio. Gran
parte
de las casas del pueblo, están edificadas en terrenos de este cortijo que recibe
el nombre de Cortijo de Baeza. Por
la parte de arriba se encuentra una más modesta heredad: el Cortijo Nuevo
y ya más alejados, otros grandes cortijos propiedad de unos pocos “señoritos
andaluces” de los de siempre. Estos grandes latifundistas tratan a
los lugareños con la prepotencia, el despotismo, el desdén y la crueldad de siglos
pasados y niegan los jornales a los habitantes del pueblo prefiriendo tener
las fincas llenas de maleza antes que gastar dinero en su desbroce. Es fácil
comprobar que, cuanto más ricos, más desalmados son y que, cuando los garduños”, como así somos conocidos los nativos de Olivares, nos revelamos ante
sus abusos, no dudan en traer jornaleros de otros pueblos para la
recogida de la aceituna, la siega y demás. Los “señoricos” como les decimos nosotros,
no suelen vivir permanentemente en estas fincas, ya que la mayoría
son casas inhóspitas y poco confortables dedicadas exclusivamente a
labores agrarias, pero acuden prestos a la temporada de caza para recibir en
sus cortijos a los nobles y ricos de España que acuden puntuales a solazarse cazando
la perdiz roja.
Los
grandes latifundistas de la zona aglutinan el 90% de las tierras que circundan
el municipio y el pueblo llano, malvive con las escasas peonadas que
consiguen en épocas de la recolección de la aceituna y en la siega,
principalmente.
No
es mucho para mantener a sus numerosas familias y los lugareños se
ven obligados a ingeniárselas recogiendo a escondidas leña de la sierra
y rebuscando en los rastrojos el grano desprendido de las gavillas, o en
los olivares, las aceitunas que caen después del vareo de los olivos.
Yo,
siempre me he preguntado a quien perjudicaba la actividad de rebuscar o
espigar en las hazas y nunca lo he podido entender. Pero bien cierto es
que los cortijeros, aborrecían que los pobres espigaran o rebuscaran en sus
fincas después de la recogida de las cosechas y que alertaban enseguida a
la Guardia Civil que ¡cómo no! acudía presurosa a complacerles. A más de una
mujer o niño han asustado llevándolos al cuartelillo y requisándoles lo poco
conseguido. Los “civiles”, como llamamos a la pareja de la Guardia Civil,
inspiran un atávico temor ganado a pulso por su claro apoyo a los pudientes
en detrimento de los pobres y sus numerosas arbitrariedades presenciadas con
impotencia por la población, dan para escribir un manual acerca
de cómo no debe comportarse un servidor público.
Los
meses de invierno son especialmente duros y a algunos matrimonios que
tienen un montón de hijos que alimentar, se les mueren las criaturas por
falta de leche y alimentos adecuados, pero eso no parece importar a nadie, salvo
a sus padres y allegados. Quizá por esa necesidad imperiosa de mantener
a la prole, agudizan el ingenio y se esfuerzan por conseguir alimentos dando
esquinazo a los “civiles” de las más variopintas maneras y evitando
a menudo, tan intempestiva vigilancia. Conozco a más de uno que se
aventura por las noches en olivares lejanos y vuelve a su casa de madrugada con
un saco de aceitunas a la espalda. Todos lo entendemos y nadie se lo
reprocha, porque cuando está en juego la supervivencia de una familia, todo
el mundo mira para otro lado; sabemos que el invierno es largo y a los chiquillos,
hay que llenarles la barriga aunque solo sea con pan y aceite.
Yo
detesto ver a un niño pasar hambre y maldigo a nuestros gobernantes por
permitirlo. En mi pueblo, hay familias que carecen de lo imprescindible y
lo pagan sus niños que crecen o mueren, según les haya tocado en suerte,
en la más completa miseria e ignorancia.
Esta
terrible situación ha hecho crecer en nosotros el germen del descontento y
la despiadada miopía de los sucesivos Gobiernos, hace que la desolación anide
entre las gentes del pueblo, pero nadie se atreve a protestar para
no ser señalado y pasar a engrosar la lista negra de los vetados para los jornales
por los sinvergüenzas que tienen el poder de hacerlo. Es duro ser pobre
y sobrevivir en un mundo injusto y mal organizado. Mucha gente pasa
necesidades y privaciones difíciles de sobrellevar y ese rencor que genera la
impotencia, crea en el individuo la terrible sensación de la desesperanza y
la falta de horizontes.
La
mayoría de los jóvenes sin recursos y si posibilidades de futuro, se alistaban
en el ejército como única salida y así lo hicieron mis hermanos mayores pues
seguían la lógica de los pobres: nada perdían con hacer la mili voluntarios,
ya que si no lo hacían por propia iniciativa, lo tendrían que hacer obligados.
Corren años difíciles en Andalucía donde crecemos sin perspectivas de
que las cosas cambien. Nuestros gobernantes, con el Rey a la cabeza,
no contribuyen precisamente a darnos esperanzas de que la situación mejore.
Mi
padre, suele decirme que las cosas siempre han sido así, pero sé que lo
hace para que no me sienta tan frustrado, pero yo, me niego a entender por
qué solo unos pocos privilegiados manejan el cotarro, mientras el pueblo sufre
y pasa calamidades. Algunos que van de listos e ilustrados, dicen que la
culpa es de la guerra de Marruecos y la pérdida de los territorios de ultramar que
han empobrecido a España hasta límites insospechados, pero cuesta
creerlo, pues desde tiempos lejanos, siempre ha pasado igual: el oro y
las riquezas de los territorios de América, se los quedaban los de arriba y jamás
aliviaron la miseria de los pobres, por eso pienso que debe de haber algo
más que se nos escapa. Mientras, en los pueblos y aldeas de España, los jóvenes
del medio rural no tenemos la menor oportunidad de progresar y nuestro
futuro se presenta igual que el de nuestros padres y abuelos; uncido al
campo, como una yunta al arado. Las desigualdades sociales y el descontento general
es palpable en el pueblo llano, donde se respira la insatisfacción entre
la hambrienta población que ve morir a sus hijos sin poder alimentarles adecuadamente.
Quizá
por el frustrante final del Siglo XIX y la lamentable primera treintena del
Siglo XX, la proclamación de la II República fue acogida por una gran
mayoría de vecinos con ilusión y expectativas de cambios y se percibió como
una puerta abierta a un mundo lleno de esperanza que, hasta entonces, creíamos
imposible y que yo personalmente, presentía como algo maravilloso que
cambiaría nuestras vidas a mejor y por eso, me apresté a recibirla con
alborozo al igual que mis hermanos, Miguel y Juan. Otros de mis hermanos menos
entusiastas, tuvieron sus dudas y mis padres, reacios a todo cambio,
no creían que sus mejoras nos alcanzarían.
Con
la huida del Rey llegó el advenimiento de la II República y no tardaron en
notarse cambios sustanciales, pero no todos para bien. Algunos, los más radicales, pensaron que
República significaba anarquía y desorden y tampoco era eso: República era otra
manera de gobernar, otra forma de distribuir el trabajo y la riqueza, justicia
y educación para todos y una clase política
menos corrompida. Mirar por los pobres y desheredados de la vida y
derechos sin distinción de sexo o credo, o al menos, era lo que yo creía.
Fueron
tiempos de cambios y avances sociales significativos y como no podía
ser menos, también llegaron a mi casa empezando por Miguel. Él, se había
casado años atrás con una hermosa joven de nuestro pueblo llamada Magdalena
de la que se enamoró perdidamente cuando la vio lavando en el río
y junto a ella y sus hijos, se trasladaron a vivir a la capital donde había obtenido
un puesto en la Guardia de Asalto. Por esas fechas, Juan y yo nos presentamos
para unos puestos de funcionarios de la República en nuestro Municipio,
cosa que conseguimos sin demasiados problemas pues tampoco había
tantos aspirantes que supieran leer y escribir correctamente, todo hay que
decirlo y nos afiliamos al sindicato AS de Olivares.
Como
era de esperar conociéndonos, no tardamos en implicarnos en todos
los comités y asociaciones encaminadas a sacar a las gentes de Olivares del
analfabetismo y la ignorancia, principales lastres a mi juicio, para lograr otras
metas. La lucha sindical y obrera, la mejora de las vidas de nuestros paisanos,
conseguir que la educación llegara a todos, se convirtió en nuestros
objetivos fundamentales. A los dos nos encantaba enseñar a los muchachos
a leer y escribir e intentar abrirles los ojos al conocimiento y la cultura,
pues ambos estábamos convencidos de que el abandono de la ignorancia, era el
principal peldaño que había que subir para progresar en la vida y salir de la
miseria. Este empeño se convirtió en nuestra principal inquietud y por ello
fuimos duramente criticados pues no todos los vecinos entendían que, saber leer
y escribir, fuera tan importante. Los que más abominaron ante la nueva
situación fueron los cortijeros del entorno y sus manijeros; a ellos no les
convenía que los lugareños aprendieran y estudiaran, pues pensaban y con razón,
que serían más difíciles de engañar. Los querían ignorantes y manejables,
cuanto más, mejor.
Nuestra
familia se iba desperdigando con los sucesivos casorios de sus miembros
y ya no éramos el grupo unido que antes nos distinguía. El último recuerdo
hermoso que tengo de todos los hermanos reunidos fue con motivo de
mi 19 cumpleaños el día 13 de enero de 1936. En esta ocasión, mi padre
quiso festejarme matando un cabrito que comimos guisado al ajillo acompañado
de una buena sartén de papas fritas con tomates. Después de hartarnos
de comer y beber, tomamos de postre un exquisito arroz con leche hecho
por Lola que era una estupenda cocinera y para terminar, café de puchero con
unos rosquillos de huevo que llevó Frasquita, la mayor de mis hermanas.
Fue la última comida que compartimos porque a partir de ese año
las cosas se precipitaron y cambiaron nuestras vidas para siempre.
Atrás
quedarían mis anhelos de echarme novia y casarme; de fundar una
familia grande y unida como la mía. Sueños rotos que se esfumaron antes de
materializarse. Aquella muchacha del Bujo que tanto me gustaba, o aquella
otra de Tiena, tan pizpireta y dispuesta, o quizá la de los cortijillos a la
cual últimamente cortejaba ¿Cuál de ellas hubiera podido ser la madre de mis
hijos? Diecinueve años y toda la vida por vivir. No quería precipitarme y
errar en mi elección, por eso dudaba. Quería una mujer buena y abierta al conocimiento
y no me importaban tanto otros atributos a los que mis amigos
tanta
importancia le daban. La quería hermosa por dentro más que por fuera y este afán, movía a
bromas a mis íntimos, pero a mí, no me importaba.