domingo, 6 de marzo de 2016

LA CARTA QUE NUNCA PUDE ENVIAR: CAP - 2



 Estimados lectores: como os prometí aquí os dejo el segundo capítulo de La carta que nunca pude enviar. Espero que os guste


 2

El día dieciocho de Julio de 1936, en mi pueblo, Olivares de Moclín, hacía un calor sofocante que marchitaba los sembrados agostados por la sequía, e invitaba a los vecinos a resguardarse bajo alguna sombra y a beber con ansia el agua fresca de los sudorosos y panzudos pipotes que, en ninguna casa o huerta faltaba. Estos pipos eran rellenados constantemente por los más pequeños de las familias en los frescos manantiales de agua cristalina que manaban por doquier. El terrible calor del día apenas era aliviado por la brisa nocturna que a la caída del sol y cuando las sombras se cernían sobre el valle del Velillos, empezaba a soplar como si de un enorme abanico se tratara y a bajar encajonada por los farallones que forman el Tajo de las Palomas, una imponente garganta que divide las sierras de la Hoz y la de Moclín. El frescor que alivia nuestros veranos al cual nosotros llamamos el aire del Gollizno, es una bendición en las calurosas noches de estío y palía la ardiente sofoquina que el astro rey con sus ardorosos rayos, provoca durante la jornada en el hermoso valle donde está ubicado mi pueblo.
Mi hermano Juan y yo, acompañados por mi padre, habíamos pasado parte de la tarde segando la cebada de una de las parcelas que teníamos arrendadas en el camino de los Llanos, cerca del Cerro de la Umbría y prolongamos la jornada hasta ver finalizada la faena lo que hizo que mi progenitor se mostrara la mar de satisfecho. Habíamos terminado exhaustos y sudorosos, pero muy contentos al ver a mi padre tan feliz. Juan y yo, quizá al ser los más pequeños de la casa, hemos crecido juntos y tenemos una forma de ser muy parecida; los dos somos unos idealistas sin remisión, ambos trabajamos en el Ayuntamiento y también suelen gustarnos las mismas cosas. Él es cuatro años mayor que yo y ya está casado. Ana, su mujer, pronto le hizo padre de una niña que a la sazón tiene tres años. Quizá su temprano casorio y paternidad le han aportado serenidad y de hecho, se muestra mucho más tranquilo y reflexivo que yo y también, le ha imprentado un aire de hombre mayor a pesar de que solo tiene veintitrés años. Pero esto es solo una falsa impresión, porque si se rasca un poco en él, aparece enseguida el idealista convencido, republicano de tierno corazón, empeñado en que el mundo sea mejor, más justo y más equitativo.
Mis dos hermanos mayores, Antonio y Miguel, después de su experiencia como soldados de fortuna en la Guerra de Marruecos, siguieron diferentes caminos pues esta temprana andadura en el conflicto de los territorios rifeños en el caso de Miguel, fue decisiva en su vida. La hoja de servicios de su periodo militar fue tan brillante que le sirvió de plataforma para la consecución de su actual puesto en la Guardia de Asalto y también lo sería años después, cuando estuvo condenado a muerte. Miguel volvió de África como un héroe pues a lo largo de los días demostró su valentía y heroísmo, salvando de una muerte cierta a uno de sus mandos; el capitán García-Tamayo que cayó herido de gravedad en una emboscada de los rebeldes. Miguel, arriesgando su vida, le cargó sobre sus espaldas y le alejó de la línea de fuego. La meritoria actuación y alguna más, aparte de su indudable valía
personal, le hicieron merecedor de una condecoración y le abrieron las puertas de este Cuerpo donde ostenta un cargo de responsabilidad.
De mí suelen decir que soy un “arreglalotodo”, porque no puedo ver un problema sin intentar solucionarlo aunque me parece algo exagerado tal apelativo, pero es cierto que me indignan las arbitrariedades e injusticias que presencio y que siempre estoy metido en todas las reivindicaciones que se plantean y que me parecen justas y lo hago, con vehemencia y pasión, como a mí me gusta hacer las cosas. Mi padre intenta convencerme para que refrene mis impulsos y no me señale tanto porque no se fía de nadie, pero yo he sacado la cabezonería típica de mi estirpe y me resisto. ¡¿Qué me puede pasar?!
En la familia Molina- Olmos, somos todos muy nervudos , temperamentales y cabezotas a más no poder y por esta terquedad que nos caracteriza, algunas veces discutimos y soy yo quién intento evitar que la sangre llegue al río, porque no puedo ver a la gente enfadada o peleando y mucho menos, si son de los míos. Nosotros los hermanos, somos todos muy diferentes, pero cuando nos sale el famoso “genio”, entonces nos parecemos, porque todos lo padecemos y todos somos temibles; tercos hasta decir basta, pero también muy nobles, trabajadores y con buen corazón.
Las que más discutían mientras estaban solteras, eran mis hermanas, Frasquita y Soledad; ellas estaban siempre a la gresca por todo. En cambio, mi hermana Lola, es como un soplo de aire fresco; tranquila y graciosa y se lleva bien con todos. Lola, es como una sombra amable que apenas hace ruido pero siempre está presente para ayudar a quien lo necesite. Es muy diferente de las demás, más bondadosa y servicial y menos quisquillosa, pero también tiene su genio aunque a veces parezca sumisa. Ella fue la que más sufrió con la muerte de Flora y casi se muere también de la pena, pero al final logró remontar y seguir adelante. Luego se ennovió con Antonio y cuando se casó, abandonó nuestra casa que se había casi vaciado en unos años para seguir a su marido y ahora, ya solo vivíamos allí mis padres, mi hermano Juan, su mujer, su hija y yo.
Ocasionalmente, venían los hijos de Miguel a pasar unos días y por fin, con el tiempo, Miguelito se quedó para siempre por inducción de madre que se había encariñado con él y ponía mil y un pretextos para evitar que se fuera con sus padres, no dudando en engatusarle hasta conseguir que se quedara con nosotros para siempre. Nuestras escaramuzas disminuyeron con los casorios de los más belicosos y en la actualidad, disfrutamos de una maravillosa paz solo alterada por la incompatibilidad de caracteres entre mi madre y la mujer de Juan. Pero eso son cosas de las familias y en realidad nos queremos mucho, o eso creo yo y las discusiones son lógicas e inevitables.
Aquella tarde, cuando regresamos a casa y dejamos los aperos, los dos nos fuimos al río a darnos un baño y a lavarnos, pues en mi casa, como en las del resto del pueblo, no hay agua corriente pero sí electricidad. Los dos nadamos largo rato en uno de nuestros chilancos favoritos y después nos frotamos con aquel jabón casero que madre nos preparaba especialmente para este menester: jabón casero, hecho con poca sosa y esencias de tomillo y romero, o de lavanda y limón: una delicia.
Eran estos momentos mágicos que vivíamos juntos, los que forjaron la entrañable relación que nos unía a los dos y que trascendía los lazos de sangre.La afinidad y la complicidad que había entre nosotros era lo más importante y por eso nos llevábamos tan bien.
Después de pasar un largo rato nadando y jugando a darnos ahogadillas, abandonamos el río no sin pesar para acudir puntuales a la cena que era la única comida del día que podíamos hacer juntos. Antes de entrar en la sala que nos servía de comedor, habíamos adquirido la costumbre de hacer una parada en el porche de nuestra casa donde ya nos esperaba padre y que a la caída de la tarde y una vez refrescado el suelo, era nuestro lugar preferido.
En estos ratos de confidencias tratábamos de múltiples asuntos, pero principalmente, programábamos la faena del día siguiente. Eran momentos plácidos de complicidad en la semi penumbra del anochecer y conseguía el maravilloso efecto de hacernos sentir más unidos si cabe al hombre extraordinario que era nuestro progenitor.
La oscuridad invadía nuestro entorno y apenas sentíamos pasar el
tiempo. Era al oír la voz de madre desde el interior de la casa que nos llamaba con su deje impaciente para que fuéramos a cenar, cuando sentíamos que la noche seguía con su rutina acostumbrada. Nosotros, nos hacíamos los sordos unos momentos más mientras ella insistía nerviosa haciéndonos mil reproches, cosa que siempre nos sacaba una sonrisa, mientras seguíamos fingiendo un poco más que no la oíamos para prolongar en lo posible nuestros momentos de charla bajo el emparrado.
Estas conversaciones entre nosotros eran tan amenas que se convirtieron en habituales y llegaron a ser pequeñas tertulias que mi madre, con sus malas pulgas habituales, bautizó como “el chismorreo de los hombres”.
Entramos en la casa para no impacientarla y nos sentamos a la mesa donde ya nos esperaba una sartén llena de apetitoso pisto. Al lado, en nuestros platos,un hermoso huevo frito y un gran torrezno churruscado completaban el menú de aquella noche y solo con su olor, ya nos incitaba a saciar nuestra antológica hambre. Unas gruesas rebanadas de pan cortadas con maestría por la navaja de padre, fueron el complemento perfecto para “atacar”la cena, mientras madre nos miraba complacida.
Ana, mi cuñada, apareció repentinamente para unirse a nosotros y lo hizo enfurruñada por alguna razón que se nos escapaba, pues estos enfados injustificados, se habían convertido en el pan nuestro de cada día. Quizá, ella se sentía incomoda en nuestra casa teniendo que aguantar a la suegra y por ello, presentaba casi siempre una aptitud huraña y poco amistosa. Ana nunca encajó entre nosotros y no parecíamos gustarle ninguno y esta falta de sintonía, de eterno reproche más bien, era lo que agriaba la convivencia y amargaba la vida de Juan que nunca sabía cómo tenerla contenta.
Durante la cena el tema político salió a colación y todos nos aprestamos a dar nuestra opinión sobre los últimos acontecimientos de los que teníamos noticias. Los comentarios giraron sobre la visita que Miguel, nos hizo el día anterior y sobre las noticias que nos trajo pues fue él quien nos informó de la tensa situación existente y de los crecientes rumores que corrían y dedujimos por su semblante severo, que estaba muy preocupado. Había venido
principalmente a ver a su hijo mayor, Miguelito, que había estado pachucho con unas fiebres y permanecía en el pueblo a nuestro cuidado en la creencia de que el aire puro del campo, le sentaría bien. Miguel nos repitió varias veces que la situación era muy delicada y peligrosa y que podía pasar cualquier cosa y por tanto, la posibilidad de una guerra civil, no era descabellada.
Fue después de la cena, al escuchar la radio, cuando supimos la preocupante noticia del levantamiento de una facción del Ejército en Marruecos y que esta rebelión, estaba comandada por el General Francisco Franco. Entonces fuimos conscientes de que aquello era un golpe de estado en toda regla que se había producido contra la legalidad de la República. Si esto de por sí ya era alarmante, nos asombramos más si cabe cuando supimos los nombres de varios generales de renombre que se habían unido a los golpistas.
En mi pueblo, una pedanía de Moclín, las noticias que llegaban eran escasas y los bulos se alimentaban de las típicas especulaciones de los vecinos; triunfalistas o pesimistas según quienes los propagaran, pero en mi casa, se disponía de un aparato de radio y solíamos escuchar, cuando podíamos, Radio Pirenaica, una emisora con la que nos identificábamos y que solía dar una información pormenorizada. Todo lo que oímos esa noche era caótico y en todos los casos preocupante, sobre todo, para las familias más significadas políticamente como era nuestro caso. Nosotros, los Molina, republicanos convencidos y funcionarios de la República, estábamos especialmente señalados de cara a represalias si el golpe se consolidaba y como era de prever, la represión aparecía.Mi madre, temblaba como una hoja mientras invocaba a Dios y todos sus Santos, relatando sus rezos en voz baja y entremezclándolos con negros vaticinios y previsibles desgracias que caerían sobre nosotros y augurando con su sabiduría de mujer curtida en duros trabajos y múltiples devenires, la catástrofe que se avecinaba y temía y con razón, por todos nosotros. Pero ni en sus más negras pesadillas podía imaginar lo que aquella guerra que
empezaba iba a suponer para sus hijos. La familia que ella sacó adelante en compañía de su esposo con tanto trabajo y esfuerzo, iba a padecer lo inimaginable y sus vidas serían truncadas de raíz y para siempre.
No obstante, nosotros los jóvenes, especialmente yo con apenas 19 años, estábamos convencidos y creíamos, ilusos, que la legalidad aplastaría la rebelión del pequeño y belicoso general en un santiamén, porque la razón y la Ley, estaban de nuestra parte. Aquella noticia, me había impactado de tal manera, que la indignación me cegaba y no comprendía como los militares
no cumplían con su deber de defender la Republica. Mi padre, hombre austero y de pocas palabras, movía la cabeza en señal de desaprobación y trataba de refrenar mi ímpetu y al mismo tiempo, intentaba consolar a mi madre con sus toscas maneras, como si él mismo se creyera las palabras que, a duras penas, salían de su garganta. Pero yo, que le conocía bien, sabía por el temblor apenas perceptible de sus manos que estaba tan asustado como ella.
Esa noche fui a la cama tarde, alterado, preocupado y también, con la sangre hirviendo de indignación por el levantamiento militar. Tardé en dormirme a pesar de mi cansancio y desperté bruscamente pasada la media noche sin saber qué, o quiénes, habían interrumpido mi sueño. Solo recuerdo que un sudor frío bañaba mi frente a pesar de la calorina y el bochorno. Traté de despejarme, levanté la cabeza y busqué la razón de mi despertar, pero solo encontré la penumbra del dormitorio. Seguramente mi brusco sobresalto fue producido por algún mal sueño y éste debió ser
el causante de mi anómalo sudor. Pero una vez despierto agudicé mis oídos, ya que un sordo murmullo de acompasada conversación, me llegaba desde algún lugar cercano. Salté de la cama y me despejé totalmente cuando fui consciente de que las voces, parecían llegar de la planta baja de mi casa. Ya totalmente despierto, alertado por aquella inusual conversación, me acerqué cauteloso hasta el nacimiento de la escalera para intentar averiguar lo que estaba pasando. Al lado, en otra cama cercana, dormía apaciblemente mi sobrino Miguelito.
Bajé la escalera con cuidado de no hacer ruido, esgrimiendo en mi mano lo primero que encontré ―una hoz de afilado borde― y con ella fuertemente aferrada llegué hasta el rellano inferior. En ese momento me descubrió mi padre que no salía de su asombro ante mi aparición de semejante guisa.
―¿Qué haces hijo? ¿Dónde vas con la hoz muchacho? ¡Vuelve a la cama anda...!

―¿Qué pasa? ―pregunté curioso ante la aptitud de madre a la cual sorprendí guardando algo en su faltriquera ―¿Qué hacen levantados a estas horas? ¿Qué está pasando? No me mientan padres..., ya saben que no me iré a la cama hasta que me digan lo que pasa. ¿Qué ha escondido madre? ―interrogué
impaciente.
Padre, que me conocía bien, fue consciente de que yo no me iría sin saber lo que pasaba y se dispuso en contra de la opinión de mi madre, a contarme la verdad.
―Mira hijo: andamos viendo del dinero que disponemos porque estamos muy preocupados con lo que dice la radio. Llevamos escuchando un rato y lo que hemos oído pone los pelos de punta. Al parecer, en la capital, están pasando cosas terribles. Los militares se están llevando a la gente de sus casas porque el golpe ha triunfado y hay un nuevo Gobernador Civil que es militar y..., estamos muy asustados hijo y tu madre y yo queremos que tú y tu hermano Juan os escondáis mañana mismo por si acaso... también
hemos hablado de acercarnos cuanto antes a Granada a tratar de saber de tu hermano Miguel ―dijo mi padre con la voz ronca.
―Pero... padre ¿Dónde vamos a ir? Además están el Nene, Miguel, Antonio, el marido de Lola... y todos los demás― dije aludiendo sin nombrarlos a los maridos de mis hermanas, Frasquita y Soledad. Ellos también estarán expuestos,
―Hijo... ellos no tienen la significación política que vosotros y Miguel.
Tenéis que huir ―decía mi padre machaconamente.
―No, padre, de huir nada; hay que luchar contra esos malnacidos. Yo me alisto en cuanto pueda y Juan hará lo mismo. Les ganaremos porque tenemos la razón... y. ―dije con vehemencia.
―Hijo... hijo... no siempre gana el que tiene la razón. Las guerras son todas malas y las sufren especialmente los pobres, además los rebeldes tienen el apoyo de los ricos y a fin de cuentas... todas estas contiendas son por cuestiones de poder y dinero y a esta gentuza les sobra. ―decía mi padre intentando convencerme con su sabiduría de hombre vivido.
―No diga eso ni en broma padre ¿Pretende usted que no luchemos, que nos quedemos escondidos como unos cobardes? Entonces no seríamos dignos hijos suyos.
Juan, apareció en esos momentos por el hueco de la escalera seguido de su mujer. Nuestras voces habían subido el tono sin darnos cuenta y les habíamos despertado. Ana, empezó a llorar estrepitosamente sin saber por qué, mientras Juan, trataba de calmarla. Mi madre, la miró con reconvención, con aquella hostilidad que le demostraba cada vez que utilizaba su única forma de expresarse. Los demás, la ignoramos, pues hacía tiempo que
habíamos dada por perdida la batalla de sus afectos y era de género tonto preocuparse por sus cambios de humor. Ella, era así y lloraba por cualquier cosa y aquel extraño carácter, amargaba la vida de mi querido hermano que no lograba entenderla ni complacerla.
Sin darnos cuenta el tono de nuestras voces había subido y la algarabía que se formó, hizo que mi madre, consciente de ello, nos pidiera silencio poniendo su dedo índice sobre los labios.
―¡Callad por Dios, que nos pueden oír!
―Pero ¿qué pasa? ―preguntaba Juan.
―Los padres, que quieren que huyamos y nos escondamos. Dicen que están asustados por lo que dice la radio ― contesté yo esperando que mi hermano me ayudara a tranquilizarlos, pero no fue así y la cara de preocupación que vi en Juan, me hizo comprender que había hecho suyos los miedos de nuestros progenitores.
No esperamos la llegada del alba. De repente, una acuciante necesidad de salir de allí nos invadió a todos como si barruntáramos la tragedia que nos tocaría vivir. Iniciamos una frenética actividad mientras nos vestíamos y buscábamos algo de ropa que llevarnos. Mi madre se aprestó a llenarnos
una talega con comida y nos preparamos para partir sin rumbo fijo. Es difícil expresar con palabras el cúmulo de sentimientos que se agolpaban en nuestro interior y que ponían aquel nudo en nuestras gargantas que, nos resecaba la boca, como si hubiera pasado por nuestra lengua una áspera lija. Mis padres, evitaban levantar los ojos para que no viéramos la angustia en ellos y aquellos nubarrones de tristeza que ya les acompañarían siempre. Aquella
noche, sus vidas de sacrificio y lucha, sufrieron el más terrible revés que unos padres puedan padecer; tres de sus hijos partían hacía la guerra y era muy posible que ninguno regresara.
No obstante, sacaron fuerzas de quién sabe dónde y pusieron en mis manos algunos de los billetes que mi madre guardaba en su faltriquera y que era casi todo el capital del que disponían.
―Tomad hijos para el camino. Guardadlo bien para que no os lo quiten y usadlo solo en caso de necesidad. Idos lejos donde no os encuentren estos golpistas ―dijo mi padre con un nudo en la garganta.
Ninguno podíamos imaginar que la maldita guerra nos tendría tres
años entre trincheras y que lo que vendría después, nos separaría para siempre. La guerra había empezado, con toda su dureza y crueldad.

Miguel, había huido a los pocos días del golpe llevando con él a su mujer e hija pequeña, a la sazón un bebé de pecho y con ellas, buscó la zona republicana para integrarse en sus filas, mientras el resto de sus hijos fue llevado por madre y mi hermano Antonio a los Olivares para que estuvieran al cuidado de nuestros padres hasta que se les pudiera encontrar un refugio más seguro. Ellos, temían y con razón que, si los sublevados no encontraban a Miguel, volcaran su rabia y frustración en su familia.
Hicieron bien, pues las sacas de presos comenzaron dos días después,el 20 de julio de 1936, tras el triunfo del golpe de Estado en la ciudad de Granada que dio lugar a la Guerra Civil Española, cuando un gran número de detenidos de la prisión provincial fueron enviados diariamente al cementerio en camiones para ser ejecutados por las tropas franquistas. El comandante José Valdés Guzmán, que tras el golpe militar se había autonombrado
Gobernador civil de Granada, fue uno de los principales responsables de la represión durante los primeros meses de guerra. Solo en el mes de agosto fueron fusiladas unas 600 personas en las tapias del cementerio. Este odio irracional y aquella ansia de sangre, se llevaron por delante la vida de muchos inocentes sin relación alguna con la política. Entre los fusilados había políticos, historiadores, profesores universitarios y prohombres de la ciudad,
sospechosos de ser simpatizantes de la República. Fueron días de terrible incertidumbre, fusilamientos y atrocidades sin cuento.
Las tropas Republicanas cogidas por sorpresa se rehicieron rápidamente y movilizaron a todos sus efectivos para tratar de frenar a los alzados que, en una primera avanzadilla, se habían apoderado de gran parte de Andalucía con excepción de las provincias de Córdoba y Jaén y algunos pueblos de la franja norte de la provincia de Granada entre los cuales se encontraban el municipio de Moclín con sus cinco pedanías, Olivares, Tiena
Puerto Lope, Tozar y Limones. Las tropas republicanas se aprestaron a defender el territorio de esa zona y se hicieron fuertes en el estratégico enclave del Peñón de la Mata ―un alto promontorio que domina el pueblo de Cogollos Vega, en las vegas granadinas― y en los pueblos limítrofes entre Jaén y Granada.

Antes de que mi hermano Juan y yo pudiéramos despedirnos de nuestros padres una llamada imperiosa a nuestra puerta a tan intempestiva hora, aceleró nuestro pulso e hizo que, el terror tan difícilmente contenido, asomara a nuestros ojos. Padre se levantó de su silla y temblando como una hoja se acercó a la puerta.
―¿Quién es? ―preguntó con voz en la que se mascaba el miedo.
La voz de mi hermana Lola se oyó al otro lado y aquello nos tranquilizó, aunque por poco tiempo. Mi padre abrió la puerta y la hizo pasar apresuradamente; a ella, a su marido Antonio y a su pequeño hijo del mismo nombre.
Eran las cinco de la madrugada y su inesperada aparición nos alarmó más si cabe cuando vimos su cara desencajada por el miedo y la angustia.

―Pero hija... ¿qué pasa para que hayáis venido a estas horas? ―exclamó padre asustado.
Lola, vivía con su familia en una cortijada cercana al populoso pueblo de Pinos Puente, llamada Búcor. Allí se había establecido una vez casada toda vez que los padres de su marido, también vivían allí.
―Padre, nos han dicho que en Pinos están deteniendo a mucha gente y se las llevan en camiones y los fusilan. El cortijo se ha quedado vacío y nos hemos venido para acá a escape. Mis suegros se han ido con su hija Encarnación y nosotros hemos pensado que era mejor venir aquí a ver como estaban ustedes. Hemos atajado a campo través porque por la carretera se ven mucho jaleo de camiones. Yo creo que ya vienen los soldados padre y tengo
mucho miedo por Antonio. Él, no entiende de política ya lo sabe usted, pero si piensan que ha hecho algo, igual lo detienen ― decía Lola llorando amargamente.
―¿No os habéis fijado si son de los nuestros o de los otros? ―preguntó Juan.
―No hemos podido verlos de cerca. Vinimos por las vegas, muy cerca del río para que no nos vieran ―dijo Lola entrecortadamente.
El nerviosismo de los hombres se puso de manifiesto, sobre todo, en la compulsiva manera de fumar. Todos menos yo, que detesto el tabaco, empezaron a liar cigarros del cuartillo de picadura de mi padre, mientras las mujeres trataban de apaciguar a los niños que, a causa de nuestra inusual reunión y excitación, estaban despiertos. Mi madre se afanaba en preparar otra talega con queso y embutidos y unas gruesas rebanadas de pan al saber que Antonio nos acompañaría, mientras mi padre oteaba desde la puerta de
la casita de la tía Filomena, la que daba a la parte de atrás de nuestra casa,para ver si había movimiento en la cercana carretera.
Nosotros vivimos en la entrada del pueblo, en el barrio de la Callejuela y nuestra casa consta de dos viviendas; la casa más grande que mira al río Velillos y a las vegas y un pequeño apartamento comunicado con ella que da a la parte trasera y que perteneció a nuestra difunta tía, una notable mujer que fue en la práctica la que crio a mí madre.
―Idos pronto hijos, acabo de ver luz en varias ventanas― dijo mi padre muy alterado.
Aquella aseveración de mi progenitor aceleró nuestra marcha. Apenas tuvimos tiempo de despedirnos pues ya clareaba el día y temíamos que nos pudieran sorprender si nos demorábamos.
No quise mirar la cara descompuesta de mi madre, ni las expresiones de terror de mi hermana Lola y mi cuñada Ana. Salimos de casa los tres, ya que Antonio, en contra de la opinión de Lola, decidió acompañarnos. No sabíamos que hacer ni adonde ir, solo queríamos alejarnos del pueblo lo más que pudiéramos. Por indicaciones de mi padre que era el más informado, pusimos rumbo hacia la parte norte buscando los límites con la provincia de
Jaén, ya que el resto de Andalucía Oriental, estaba en manos de los sublevados.
Moclín era nuestra primera etapa y de allí a Puerto Lope y luego con suerte a Alcalá la Real para adentrarnos en la provincia de Jaén donde podríamos alistarnos en las fuerzas republicanas. Era un largo camino a recorrer por parajes resecos y arenosos donde los espinos, las aulagas y los arbustos, arañaban nuestras ropas dejando sus púas incrustadas en nuestro cuerpo. Aquella ascensión hecha precipitadamente, acuciados por el temor a ser descubiertos, nos dejaba sin resuello obligándonos a parar para recuperar la respiración. Juan, mi hermano, tosía, congestionados sus pulmones
por el hábito de fumar lo que me hacía chistearle de vez en cuando pidiéndole silencio. Pronto estuvimos arriba y ya vislumbrábamos el perfil del castillo medieval que corona Moclín, cuando Antonio se paró, obligándonos a esperarle.
―Vamos, vamos, ya casi estamos arriba... no te pares ahora. Ya descansaremos después cuando estemos fuera de peligro― dijo Juan con impaciencia.
―¿Habéis pensado por donde vamos a cruzar? ¿No pensareis pasar por el centro del pueblo? ―exclamó Antonio en voz baja.
Aquella observación nos hizo pensar que debíamos ser más cautelosos;
Moclín era el pueblo cabeza de partido y era muy posible que hubiera piquetes en las entradas y salidas y no podíamos saber sus intenciones. Decidimos desandar parte de lo andado y rodear la cima de la sierra de Moclín para no pasar por la población. Este nuevo itinerario nos haría dar un rodeo y pasar cerca de Tiena, otro pueblo a evitar, pero era preferible para nuestra seguridad. Esa parte del terreno estaba compuesto de arena seca y quebradiza que se desmoronaba nada más pisarla. Fue un verdadero tormento transitar por aquel paraje desolado más propio del planeta Marte
que de la tierra andaluza, pero lo hicimos, agotados por el nerviosismo y la falta de sueño y de descanso. El temor a ser descubiertos y la sensación de peligro que, extrañamente, nos invadía a los tres, ponía alas a nuestros pies y seguimos adelante sin permitirnos desfallecer. El día había empezado a clarear hacía tiempo y el sol ya apuntaba con sus rayos emergentes que pintaban
el horizonte de hermosas tonalidades naranjas.
―Hoy va a hacer un calor de mil demonios ―dijo Antonio con su sabiduría de hombre de campo―. Debemos darnos prisa e intentar llegar a los cortijillos; allí hay alamedas y un pequeño riachuelo y podremos descansar y si os parece, dormir un rato y aguardar a la noche. De día no debemos estar a la vista hasta que encontremos a los nuestros.
Antonio tenía razón y a partir de ese momento, extremamos las precauciones, evitando la cercanía de los caminos vecinales y las casas de labranza.

Hacia las ocho de la mañana alcanzamos la carretera de Alcalá la Real que era, según nuestro punto de vista, el lugar de máximo peligro pues si por casualidad, las tropas franquistas ya habían avanzado hacia esa zona, nos toparíamos con ellas y estaríamos a merced de su venganza pues, no nos cabía la menor duda, de que averiguarían nuestra procedencia y de ahí a saber nuestra ideología, no habría más que un paso.
No erramos en nuestros temores pues nada más empezar a transitar por el estrecho camino de asfalto que hacía de vía preferente, para atravesarla y perdernos en los olivares del otro lado, avistamos un convoy de camiones que avanzaba renqueante por la mal llamada carretera general. Afortunadamente, tuvimos tiempo de escondernos en unos zarzales de la cuneta que nos permitieron ver sin ser vistos. Fue entonces cuando el convoy se puso a nuestra altura y pudimos contemplar con asombro, no exento de alivio, como sin esperarlo, nos habíamos topado con nuestras tropas. Allí
arriba en los camiones llenos a rebosar por unos vociferantes soldados que entonaban cánticos militares, vimos ondear la enseña tricolor portada orgullosamente por un jovencito, apenas un niño. Fue tal nuestra alegría que los tres al unísono la saludamos con orgullo.
Antes de que la comitiva nos rebasara, nos hicimos visibles poniéndonos delante de un camión y haciendo señas con los brazos. Fue providencial que así lo hiciéramos para evitar que nos tomaran por rebeldes y nos acribillaran allí mismo. Sin movernos del lugar, levantamos más si cabe nuestros brazos y nos quedamos a la espera de su reacción que no tardó en llegar. Un hombre de mediana edad que, al parecer ostentaba el mando del convoy, se bajó del vehículo que iba en primer lugar y nos encañonó con una pistola que sacó del cinto.
―¡A ver... vosotros! ¿Quiénes sois y adónde vais? ¿No seréis espías del enemigo? Andan por aquí muchos fascistas disfrazados de labriegos ―dijo mientras observaba nuestras ropas de campesinos.
Mi hermano Juan, más ducho que yo en asuntos militares gracias a su paso por la mili, fue el que procedió a identificarse dando al hombre todo tipo de explicaciones. Debió ser suficiente para el individuo porque enseguida cambió el tono de su voz, que se hizo más amable y confiado.
―Así que de los Olivares ¿Y cómo se os ha ocurrido idos de allí si el pueblo está bajo nuestra jurisdicción?
―Nosotros no sabiamos quién iba a llegar primero; si los fascistas o nuestras tropas y era peligroso que nos quedáramos sin estar seguros de quienes llegarían antes, porque somos muy conocidos en el pueblo por nuestra militancia y hay gente que no nos mira bien ―dijo Juan.
La voz calmada de mi hermano, su perfecta dicción y su categoría humana, se puso de manifiesto dando a su mal encarado interlocutor una lección de comportamiento. Aquella explicación debió vencer todas sus reticencias porque a continuación, todo se desencadenó y en un santiamén, dos hombres bajaron de la parte trasera del camión y nos hicieron entrega de sendos fusiles y casi sin darnos cuenta, nos encontramos subidos en el vehículo que inició su marcha de inmediato.
El convoy avanzó sin contratiempos por la carretera en dirección a Jaén y ya cerca del mediodía, divisamos una pequeña población llamada Huelma, muy cerca de la Sierra Mágina, donde nuestros soldados esperaban a los refuerzos que llegaban desde distintos puntos de la provincia. No muy lejos de allí, nos hicieron bajar a tierra, nos dieron picos y palas y nos ordenaron cavar trincheras y llenar de tierra una gran cantidad de sacos terreros que íbamos colocando amontonados y que hacían de improvisados parapetos
tras los que, los más avezados, se apostaron fusil en ristre esperando a las fuerzas enemigas.
Fueron días de caos y trabajo, de zozobra y espera, en los cuales apenas teníamos algún minuto para descansar. Yo procuraba no perder de vista a mi hermano y a mi cuñado a pesar de que mi bisoñez como soldado, hacía que los trabajos que me encomendaban, fueran más de intendencia que de defensa. Pero yo quería aprender y a fe que lo hice en un tiempo récord y pronto fui capaz de manejar el largo fusil que me habían entregado y también
aprendí a cebar la ametralladora que era nuestra principal arma defensiva y a la que llamábamos jocosamente, “La niña Bonita”.
Estuvimos dos largos meses edificando refugios de hormigón y fortificaciones defensivas de forma acelerada pues sabíamos que las tropas franquistas, avanzaban cada día un poco más en nuestra dirección y nos habíamos hecho el firme propósito de que aquel frente, fuera el que frenara el avance de las tropas del general Mola que estaba como loco por cruzar el enclave montañoso de Despeñaperros, para iniciar el asedio de Madrid y su posterior toma.
Durante aquellos meses, se fueron uniendo a nuestro batallón voluntarios venidos de distintas partes de la provincia a los que se unieron unos dos mil milicianos a las órdenes del general Miaja. Desde el Gobierno, se había nombrado a éste general para dirigir una columna en dirección a Córdoba a fin de contener el avance fascista y es en Andújar, donde se dan cita la Plana Mayor de Miaja junto con los dos mil milicianos armados con los fusiles requisados
en el asalto al Cuartel de la Montaña de Madrid. El contingente de
tropas se completó con brigadistas que habían recibido formación militar en Albacete.
En este frente, estuvimos largos meses sin apenas actividad hasta que fuimos trasladados a la provincia de Córdoba, puesto que era allí, donde se esperaba el ataque de las tropas franquistas en su avance imparable hacia nuestras posiciones. La batalla, al parecer, se iba a librar cerca de la capital, en el macizo montañoso de la Sierra de Cardeña y Montoro.
El pueblo de Lopera es una pequeña población cercana al más importante pueblo de Montoro, antesala de la sierra de Cardeña, un enclave estratégico en el que se libraría la más importante confrontación en la tierra andaluza: la Batalla de Lopera.
Durante los días 27, 28 y 29 de diciembre de 1936 en la localidad de dicho nombre, se libró una de las más cruentas batallas de la guerra donde murieron centenares de brigadistas internacionales que se habían unido a nuestras fuerzas para defender la legalidad de la República. Nosotros tres estuvimos presentes en la misma pero tuvimos suerte ya que, nuestra posición, no estaba en primera línea de fuego sino detrás, en las tareas de avituallamiento, cosa que por el momento salvó nuestras vidas. Allí cayeron cientos de soldados que sembraron la tierra de sangre y muerte.
Fue la primera vez que vi muertos a mí alrededor y fue tal la cantidad de ellos, que mis ojos miraban con incredulidad sin poder apartarse de aquel horror. Eran muchachos jóvenes, muchos de ellos de mi edad y aquella terrible visión me impactó de tal manera que durante muchos días, fui incapaz de dormir y cuando el sueño y la fatiga me vencían, los rostros de mis compañeros heridos y fallecidos, poblaban mi subconsciente impidiéndome descansar.

Queipo de Llano, el general franquista que mandaba en la Andalucía sublevada, avanzaba implacable hacia la zona de Obejo, Espiel y Pozoblanco y hacia allí fuimos enviados para intentar parar el avance de los golpistas sobre Madrid. En este nuevo frente estuvimos unos meses en una tensa espera del momento crucial; la batalla definitiva que sabiamos que llegaría tarde o temprano.
En el mes de enero de 1937, coincidiendo con mi 20 cumpleaños, obtuvimos un permiso para acercarnos a nuestro pueblo a la sazón todavía en manos de nuestras tropas. Juan y Antonio, al tener mujer e hijos, habían podido disfrutar de algunos permisos pero yo no y aquella era la primera vez en muchos meses que volvía a casa. Regresar a mi hogar después de tanto tiempo ausente, poder descansar y recuperar fuerzas y también para ver a los míos que sufrían lo suyo, era un premio. Volvíamos cambiados porque ya no éramos los jovencitos inocentes e inexpertos que fuimos a nuestra partida, sino hombres hechos y derechos, curtidos en las trincheras y en la dureza de la guerra. Mis padres, miraban atónitos mi nuevo aspecto barbudo y de hombre duro y yo, mal interpreté estas miradas y pensé que su extrañeza era solo por mi apariencia. Esto era lo que yo me creía pero luego supe que, tras sus insistentes
miradas no exentas de asombro por mi nuevo aspecto, se camuflaba un enorme orgullo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario