miércoles, 13 de diciembre de 2017

Te llevaré al Cielo: Cap. 15




 

Al sexto día de parir, mis temores empezaron a confirmarse y Manuel desapareció de nuestras vidas por completo. La angustia se apoderó de mí y a punto estuve de salir a buscarle como una desquiciada. En esos días no tuve un minuto de reposo, esperando ansiosa que sonara el teléfono u oírle llamar al timbre de la puerta. Día tras día esperé en vano porque me negué a aceptar que su ausencia fuera definitiva. Alternaba momentos de euforia con caídas en el infierno de la duda y la desesperanza. Estuve a punto de volverme loca y sólo la existencia de Inés me dio fuerzas para seguir viviendo.
Hablé con Telma y ella me aconsejó que registrara a la niña, trámite que aún no había cumplimentado esperando el milagro de poder hacerlo con él. La advertencia de mi buena amiga, que me reconvino por mi desidia, hizo que una mañana temprano después de amamantarla, me dirigiera al registro civil. Lo hice a espaldas de mi madre aprovechando su horario laboral y la inscribí como Inés Guzmán Ortuño, hija de madre soltera y padre desconocido. No puedo explicar con palabras la vergüenza que sentí al soportar las miradas y comentarios de los empleados del registro ─las madres solteras eran muy mal vitas en aquellos años y estábamos consideradas poco menos que unos pendones─. Una vez resuelto el trámite me acerqué a la peluquería de don Marcelo buscando consuelo y calor. Mi cuerpo era como un cascarón vacío, sin vida y sin energía, carente de emociones y de estímulos. Era la primera vez que dejaba a Inés con Telma y separarme de ella fue duro porque la pequeña era lo único que me dada fuerzas. Encarna me recibió con el cariño de costumbre y don Marcelo me recriminó que hubiese dado el paso de registrar a mi niña como bastarda, cuando él se había ofrecido a darle su apellido. Tenía razón, pero algo me detenía. Quería darle a Inés una última oportunidad de ser reconocida por su padre legítimo. ¿Y si yo estaba equivocada y él la quería de verdad? Las dudas me carcomían y no podía entender que Manuel nos abandonara después de todo lo ocurrido. Él había tenido a la niña en sus brazos. ¿La había sentido como hija o no? Ya no sabía ni qué pensar.
─Julia, me parece muy mal lo que has hecho, has condenado a la niña a ser una bastarda sin apellido. Te ofrecí darle el mío y… ¿cómo has podido ser tan egoísta?
─Don Marcelo, no puedo dar ese paso aún. Compréndalo ─dije mientras aguantaba la mirada de La Poligonera─. Él ha conocido a la pequeña y se ha mostrado como un padre cariñoso. No puedo precipitarme.
No pude hacerle comprender y a Encarna tampoco. Ninguno entendía mi tozudez y mi negativa a la medida que me proponían. Sin duda ellos no estaban tan ciegos como yo.
Me despedí apesadumbrada y me dirigí a la Iglesia del Santo Sacrificio con intención de confesarme. Necesitaba hablar con alguien de aquella batahola de sentimientos encontrados que hervía en mi interior. Afortunadamente encontré al párroco, don Ladislao Benítez, en el confesionario y me dispuse a limpiar mi alma de pecados. Quizá así desaparecería aquella angustia que me poseía y podría respirar. El buen sacerdote no me reconoció al principio, pero cuando empecé a confesar mis culpas intuyó que era yo porque estaba al tanto de la relación que me unía a su coadjutor.
Fue en el transcurso de la confesión y después de que mi alma se vaciara cuando tuvo la certeza. Me confesé sinceramente, sin ocultarle nada y después le pedí consejo. Debió verme tan afligida, tan desorientada, que intentó confortarme diciéndome que Dios me perdonaría si me arrepentía. Luego fue sincero conmigo, con una sinceridad descarnada en la cual trató de abrirme los ojos a la vez que me iba dando detalles de la vida de Manuel, de su carnal personalidad y problemático ministerio ─Mira hija, él no es como tú crees. Es una oveja descarriada que estamos tratando de reconducir. No es un hombre fácil y le llaman demasiado los placeres terrenales. Nuestro obispo está muy preocupado por su comportamiento tan alejado de su ministerio y ha considerado necesario enviarle durante algún tiempo a las Misiones de Centroamérica para que reflexione y se centre. Luego, después del tiempo que estimemos necesario, ya se verá… pero veo muy improbable que asuma la paternidad de tu niña y se secularice. Compréndelo mujer, su carácter le induce a pecar, pero él no sería nadie fuera del seno de la Santa Madre Iglesia.
¿Centroamérica? ¿Qué me decía? No entendía nada. ¿Acaso mi amado se había marchado? ¿Se había ido al otro lado del mundo sin decirme nada y sin despedirse de mí? El padre Benítez debía haberse vuelto loco porque no decía nada más que tonterías y frases incomprensibles.
─¿Qué dice usted? Él estuvo en mi casa hace tres días conociendo a mi hija y no dijo nada de ningún viaje ¡Eso es mentira! ─exclamé sin poderme contener mientras un río de lágrimas pugnaba por salir de mis ojos.
─No Julia, no te estoy mintiendo. Don Manuel se marchó a Guatemala hace dos días y no volverá. Olvídate de él y cásate con un buen muchacho que te quiera y te ayude a criar a tu….
─¡No! ¿Cómo puede mentirme de esa manera? ¡Él nos quiere, él nos quiere…!
─No, él no os quiere, él sólo se quiere a sí mismo. Siento mucho lo que te está pasando pero es mejor que lo sepas. ¡Basta de mentiras!
Me derrumbé de tal manera que no podía levantarme del confesionario. Con gran esfuerzo y la ayuda del sacerdote conseguí sentarme en un banco y allí derramé todas las lágrimas de mis ojos hasta que estos se secaron.
Obstinadamente me negaba a creer lo que el buen hombre me decía mientras un odio cerval hacia el obispo y su iglesia se adueñaba de mi alma. ¿Cómo podían ser tan malvados? Le negaban a mi hija poder crecer junto a su padre y a mí me impedían casarme con el único hombre al que amaría siempre.
Don Ladislao se sentó a mi lado hasta que me vio recuperada y luego me habló de nuevo. ─Mira Julia, voy a estar en contacto con don Manuel y te daré noticias de él en cuanto sepa algo. No estoy de acuerdo con mis superiores y menos con la manera en que se está llevando este asunto. Creo sinceramente que él debe estar en contacto contigo por el bien de la niña. Ven de vez en cuando a verme y tráeme a tu hija para que la bautice, ella no tiene culpa de nada. Tienes mi apoyo en lo poco que yo puedo hacer. Sé que tu situación es complicada pero saldrás adelante. Te has puesto el mundo por montera y eso se paga chiquilla… ¡Dios, Dios! ¿Cómo has podido ser tan tonta y alocada?
─¿Alocada? Me llama alocada como si fuese la única que ha cometido falta. ¿Qué me dice de su curita? ¿A él no le reprocha nada? Le advierto padre que para hacer un hijo se necesitan dos personas. Yo soy menor y él casi me dobla la edad. ¿No tiene nada que decir? ¡Usted y su iglesia son una pandilla de fariseos!
Dicho esto me levanté porque ya no podía soportar más aquel cúmulo de hipocresía y salí a la calle a respirar aire puro porque allí dentro, bajo aquel techo, me ahogaba.
Don Ladislao no dijo nada pero se quedó mirándome mientras movía la cabeza en señal de desaprobación. Sé que pensaba en su parroquia y en su sacerdote pero no en mí, y comprobarlo me irritó de tal manera que a punto estuve de ponerme a gritar allí mismo, delante de sus feligreses, para que toda Granada supiera lo que me estaban haciendo. Luego recapacité y una extraña calma me invadió. No podía comportarme como una lunática, tenía que pensar en mi niña y si me encerraban por loca me la quitarían porque mi madre tendría la excusa perfecta para hacerlo.
………….
Regresé a casa dando tumbos, como una sonámbula sin rumbo. No quise decirle a mamá lo que había averiguado esa mañana, tampoco que había legalizado a mi hija. Si le hablaba de la cobarde y clandestina huida de su admirado sacerdote, me diría que yo habría tenido la culpa. Se cebaría conmigo como de costumbre y empezaría a elucubrar y planificar la forma de que nuestro secreto familiar no saliese a la luz. No iba a haber boda, ni legalización de su nieta. ¿Cómo iba a enfrentarse ella, tan convencional, a semejante vergüenza? Me faltaban exactamente 21 meses para ser mayor de edad y tenía que aguantar, no irritarla y plegarme a sus deseos. Luego me iría de su casa e iniciaría una vida lejos de ella y su perversidad.
………….
Don Fernando Pacheco fue a visitarme esa semana para quitarme los puntos de sutura del parto. Aproveché la ocasión para rogarle que facilitara mi incorporación al trabajo en la clínica lo antes posible. Hablamos de ello largo y tendido y acordamos decir que había estado muy enferma, con una pleuresía que me había obligado a guardar cama durante aquellos meses. Sabía que no se lo iban a creer pero esa iba a ser la postura oficial. Había que justificar convincentemente mi larga ausencia.
Acordado este punto que tanto me preocupaba, me dediqué con ahínco a reconstruir mi relación con Telma. No iba a ser fácil, pues en los últimos tiempos había sido una borde infame con ella, pero lo intenté. Aprovechaba las mañanas en las cuales estábamos solas en casa y lo hacía a conciencia, procurando que se encariñara con Inés. Utilicé todos los trucos y artimañas que mi imaginación me brindaba: le ponía a la niña en brazos, llamaba su atención sobre su carita, sus ojos, o aquel mohín tan gracioso que hacía cuando tenía sueño. Lo intenté todo, porque estaba desesperada. Tenía que ganármela como aliada para que cuidara de ella cuando yo estuviera trabajando porque sabía que mi madre no movería ni un dedo.
Telma no era tonta y se dio cuenta enseguida de mis propósitos y así me lo dijo en cuanto hubo ocasión.
─Julia, ¿te crees que soy idiota? Deja de adularme y hacerme la pelota. ¿Qué pretendes ahora? Déjame adivinar: quieres que te cuide a la niña, ¿verdad? Te recuerdo que soy la criada de tu madre y ella es quien me paga, así que haré lo que la señora mande. ¿Dónde está tu curita? Ese con el que te revolcabas en mis narices sin importarte nada más. ¿Por qué no te ayuda a criar a tu hija?
Callé, ¿qué podía decir? Telma tenía razón en todo y debía ─Telma, esa no era yo. Cuando estoy con él me convierto en otra persona. ¡Mírame! ¿Acaso no me conoces desde niña? Sabes que yo no soy así, era su cercanía la que me hacía perder la decencia y el decoro. Nunca tuve intención de ofenderte ni hacerte daño. ¡Por favor, Telma, ayúdame!
Día tras día lo intentaba sin conseguir el mínimo cambio en su actitud. La fecha de mi incorporación al trabajo se acercaba y aún no sabía qué iba a pasar con mi hija, quién la cuidaría cuando yo no estuviera.
Decidí hablar con mamá para ver qué planes tenía ella. Aproveché la hora de la comida y abordé el espinoso tema.
─Mamá, la semana que viene empiezo a trabajar de nuevo y quería rogarte que permitas a Telma cuidar de Inés.
─¿Dónde está don Manuel? ─preguntó obviando mi ruego.
─No lo sé ─mentí─. Supongo que sus superiores lo tendrán haciendo ejercicios o retiros espirituales.
─Tienes que hablar con él y agilizar el proceso de secularización, no podemos aguantar esta situación. Si nuestras amistades se enteran de lo que has hecho será un escándalo. Así que procura por todos los medios que no se arrepienta de querer casarse contigo, por tu bien y el de tu hija te lo digo. Haz lo que sea necesario.
─¿A qué te refieres cuando dices que haga lo necesario? ¿Acaso me estás aconsejando que siga acostándome con él y me deje preñar otra vez?
─¡Eres una ordinaria, hija, no lo puedes evitar! ─exclamó furiosa.
Ya me protegía la cara de la bofetada que esperaba, acostumbrada como estaba a que esa fuera su forma favorita de castigarme, pero me quedé esperando porque esta vez no me pegó. Extrañada, la miré y lo que vi en sus ojos me intrigó. Su mirada expresaba odio, rivalidad, y mucha rabia.
Me extrañó aquella mirada que solamente expresaba envidia y celos. ¿De qué tenía celos mi madre? Ella, a sus 50 años seguía siendo muy hermosa y apetecible. Yo, en cambio, sólo era una mujer atormentada e infeliz. ¿A qué venía esa mirada? Sé que desde que yo era chica cortó toda relación carnal con mi padre, su marido, y que desde que éste había muerto no había vuelto a salir con nadie que yo supiera, excepto con Manuel, al que siempre andaba pegada como una lapa hasta que empezó nuestra relación y, entonces lo supe. Supe que toda aquella admiración que sentía por él sólo era enamoramiento y también supe que a su manera intentó hacer exactamente lo que yo había hecho: acostarse con él. ¡Eso era! De ahí su mirada de odio, celos y rivalidad. Me culpaba a mí de haberle arrebatado la posibilidad de yacer con él.
Averiguar su secreto me produjo asombro. ¡O sea, que era esto! La pía y beata Claudia Ortuño enamorada de su confesor. ¡Manuel tenía razón aunque cuando me lo dijo no le creí!
Sin el menor atisbo de remordimiento decidí sacar provecho de mi descubrimiento, y desde esta posición de fuerza seguí hablando.
─Mira mamá. Sé que tú hubieses querido estar en mi lugar, me lo dijo Manuel. También me dijo que andabas enamorada de él y que eras arcilla en sus manos. Ahora comprenderás que si tú no has podido evitar caer rendida a sus pies, tampoco he podido yo. He caído en sus brazos lo mismo que lo hubieras hecho tú si él te hubiese querido. Pero me eligió a mí porque le gustan jóvenes y vírgenes y, créeme, no he sido la única.
Mamá me miraba asombrada, con la cara congestionada por la ira y la vergüenza, pero algo en mi tono de voz la inducía a escuchar y aproveché.
─Se acabaron los malos tratos y los insultos. Ahora tienes que pechar con lo que hay y ayudarme con tu nieta. Ella no tiene culpa de nada y por mi vida te juro que su infancia no va a ser como la mía; mi niña será querida y cuidada o te atienes a las consecuencias.
Aun cuando yo no las tenía todas conmigo, me sorprendió su silencio. No obstante, en un momento dado intentó hacerme callar torpemente, balbuciendo frases incoherentes y, sobre todo, a tratar de sofocar mi rebelión con su maneras autoritarias, pero ya no podía conmigo, ya no era una niña a la que podía atemorizar con sus golpes y amenazas. El desamor y la maternidad me habían hecho madurar a marchar forzadas. De la noche a la mañana me había convertido en una persona dura y avezada, dispuesta a todo para seguir adelante y criar a mi hija. Cuando se cansó, calló, y entonces la miré con dureza sin que en mis ojos se reflejara ni un ápice de cariño o piedad.
─Tienes que decir a Telma que se encargue de Inés cuando yo esté trabajando. La niña tiene que salir a la calle, pasear y tomar el aire. Cuando yo vuelva que se ocupe de la casa pero mientras tanto la prioridad es mi hija.
─Y, ¿qué vamos a decir cuando vean que hay un crío en casa? ¿De quién se supone que es la niña? ─contestó airada.
─La niña es tu nieta. Tú sabrás lo que vas a decir, yo desde luego no voy a renegar de ella.
─¿Pero no te das cuenta de que no podemos decir la verdad? Entonces los vecinos preguntarán y especularan y…. ¿Qué voy a hacer? ¡Cristo Bendito!
─Haz lo que quieras, mamá. En cuanto sea mayor de edad nos iremos de esta casa y no nos volverás a ver en tu vida. Lo que hagas durante este tiempo será determinante para cuando esto ocurra. Si la tratas bien te seguiré considerando mi madre; si le haces daño, la maltratas o la humillas, nunca te lo perdonaré y entonces todas tus amistades sabrán la verdad y nadie te librará de la vergüenza que tanto temes. ¡Ah! Y además contaré que estabas loca de amor y deseando darte un buen revolcón con el padre de tu nieta, ya me encargaré de que se sepa y a ver cómo te las arreglas cuando estalle el escándalo.
─¡Bribona! Debí ahogarte cuando naciste. Desde que te vi supe que me amargarías la vida. ¡Pendón! Eres igual que tu padre y… ─gritó fuera de sí.
─¡A mi padre ni lo nombres, tullida! Si no hubiese sido por él nadie te hubiera querido. ¡Beata de mierda!
Mamá se mostraba desquiciada, perdidas las formas y el control. Se levantó de la mesa con su andar vacilante y se dirigió hacia donde me encontraba con intención de abofetearme pero, yo la conocía tan bien, que ya la esperaba y cuando alzó su mano con intención de cruzarme la cara, le así el brazo con fuerza y se lo retorcí. Un grito de dolor salió de su garganta e hizo que Telma acudiera presta.
─¿Qué está pasando, por Dios? ¡Julia, suéltala! No te arruines más la vida niña. ─dijo la pobre intentando separarnos. ─No pasa nada, Telma. Mamá no estaba de acuerdo con unas cuantas cosas pero ha recapacitado y ya no pondrá pegas ─dije tratando de tranquilizarla y restarle importancia al momento.
Luego me volví hacia mi madre y le dije con odio, masticando las palabras.
─Te advertí que no iba a tolerar ni un golpe más. Es el último aviso que te doy, después actuaré.
A partir de ese día pareció resignarse pero no volvió a dirigirme la palabra ni a mirar a mi niña. Lo prefería porque no me fiaba de ella y sus prejuicios y temía que en un arranque de los suyos le hiciera daño.
Telma, consciente de la situación, se ablandó y ya no puso reparo en cuidar de Inés durante mi horario laboral. Decidimos, a espera de acontecimientos, decir que la niña era sobrina suya y que vivía temporalmente en nuestra casa. Necesitábamos un poco de paz hasta recibir noticias de Manuel y saber sus intenciones.
………….
La mañana de mi incorporación al trabajo me levanté al alba para dejar a Inés limpia y alimentada. Me saqué la leche de mis henchidos pechos con un artilugio que compré en la farmacia y llené unos biberones para que Telma le diera de comer durante mi ausencia. Luego la cambié y la dejé durmiendo como un angelito. Después me vestí y maquillé discretamente buscando causar buena impresión entre mis compañeros. Llevaba siete meses ausente y estaba muy cambiada. Más madura y distinta físicamente. El largo calvario de mi preñez y el doloroso parto, así como el desamor, me habían imprentado un aire de dureza que me hacía estar siempre con la mandíbula apretada. Parecía una chica mucho mayor y muy desgraciada.
Besé a mi niña antes de irme y allí le dejé mi corazón. Era la primera vez que iba a pasar tantas horas separada de ella y la congoja se apoderó de mí. Telma me consoló diciéndome cariñosa.
─¡Ea, no sufras, que conmigo va a estar bien! Piensa que la dejas con una abuela que la quiere mucho y relájate. ─Ya lo sé. ¡Pero es tan chiquita!
Salí de casa y caminé nerviosa hasta la parada del autobús tragándome mis lágrimas. El pellizco que los nervios me provocaban se había instalado en mi estómago, lo que me impidió desayunar. Ya tomaría algo cuando pudiera ─pensé.
Era temprano y cogí el primer autobús que pasó llegando a las inmediaciones de la clínica sobrada de tiempo. Cuando ya divisaba la blanca fachada decidí entrar en la cafetería Romualdo a tomar algo y hacer tiempo. Mi melancolía aumentó cuando entré en el local. Parecía tan diferente, tan triste, que me estremecí. La última vez que estuve allí fue el día que supe de mi embarazo y corría gozosa a darle la noticia a mi amor. Hoy, en cambio, estaba sola y abandonada y únicamente me movía la existencia de mi niña. Mi hija, ¡qué palabra tan corta y cuánto alberga en su interior! Mi niña era el motor que me hacía levantarme cada mañana, la que me daba fuerzas para enfrentarme a mi madre, la que me ayudaba a respirar y a soportar la ausencia de su padre. Mi hija me hizo convertirme en una mujer de la noche a la mañana. ¿Qué no estaría dispuesta a hacer por ella? Creo que robaría y mataría si era menester para que nada le faltase y nadie la dañara.
Romualdo trajinaba tras la barra cuando ocupé la mesa del fondo. No debió reconocerme porque no me saludó como solía hacer.
Fue al acercarse a la mesa a preguntarme qué tomaría cuando se dio cuenta de que era yo.
─Pero, ¡si es la niña bonita! ¡Cuánto bueno por aquí! ¿Qué le ha pasado? Hace mucho que no la veo.
─He estado enferma, Romualdo. Llevo siete meses de baja. Muchas gracias por su interés ─dije.
─¡Vaya por Dios! Por eso no la he reconocido, porque está usted muy delgadita y se nota que anda pachuchilla… Me alegro mucho que ya esté mejor ─prosiguió.
─Sí, ya estoy mejor. Empiezo hoy a trabajar. Gracias por su amabilidad ─dije abonando el importe del vaso de leche y poniéndome en pie.
Salí de prisa porque me resultaba difícil conversar y no quería desairarle. Subí la blanca escalinata de la clínica y accedí al vestíbulo desierto a esas horas. Respiré aliviada y bajé rápidamente al sótano. Por fortuna la telefonista aún no estaba en su lugar y no tuve que detenerme a saludar.
El montacargas que bajaba me engulló como un hambriento monstruo y allí, en la soledad de la cabina, los recuerdos se agolparon en mi mente amenazando con ahogarme. Sentí tanto dolor y tanta tristeza que temí no poder continuar. En ese lugar empezó todo, allí se quedó mi libertad, allí se torció mi vida. Cerré los ojos y evoqué las manos ansiosas de mi amor tocando mi cuerpo pero no pude gozar con el recuerdo. Como una posesa aspiré el aire buscando su olor a colonia, tabaco y café, pero no hallé ni rastro. La angustia me dominó y empecé a llorar como una magdalena sin poderme contener. Me sentí aliviada cuando se abrieron las portezuelas y pude salir. Fuera, los recuerdos se mitigaron y luché por alejarlos de mi mente. Al final de la galería observé movimiento de gentes y, temiendo ser sorprendida en aquel estado, me adentré rápidamente en el pasillo que llevaba a los vestuarios mientras rogaba al cielo que no hubiese nadie en el interior.
Afortunadamente se encontraban desiertos y sentí alivio. Me lavé la cara con agua fría y me volví a maquillar y una vez cambiada subí a la planta, pero lo hice por la escalera, evitando el montacargas que tantos recuerdos me traía.
El control de la cuarta planta estaba desierto a esa hora. La auxiliar de turno debía estar por las habitaciones poniendo los termómetros y aquello me dio unos minutos de tregua. Comprobé que todo seguía igual y me entretuve en mirar el libro de incidencias.
Eran las ocho en punto cuando apareció sor Esperanza. Me quedé esperando su reacción y ella, por un momento, no supo qué hacer. Se recuperó y me saludó con frialdad.
─Buenos días. ¿Qué tal se encuentra? ¿Dispuesta para el trabajo?
─Estoy bien, sor Esperanza. ¿Cómo está usted? Me alegro de verla.
─Bien, bien… Bueno… pues por aquí, como siempre. Hoy trabaja Gregoria y la pondrá al tanto de los ingresos. Coro y Carmencita también están, así que esté prevenida. ─Gracias, hermana ─dije agradecida.
Sor Esperanza era buena persona pero estaba dolida conmigo y lo entendí. Me costaría tiempo reconstruir aquella relación que tuvimos o quizá no lo conseguiría nunca. Traté de ponerme en su lugar para intentar saber qué sentía, pero no fui capaz.
La llegada de Goyita aportó un soplo de aire fresco y la tensión entre nosotras se diluyó.
─Buenos días, hermana ─saludó mi amiga─. ¡Julia, que alegría verte! ¿Cómo estás? Te encuentro muy cambiada. Has debido estar muy malita porque te veo desmejorada. Perdona que no haya ido a verte, pero me dijo sor Esperanza que no se te podía visitar porque se contagiaba lo que tenías ¿Es verdad?
─Sí, así es…─dije no muy convencida.
En aquel momento decidí que en cuanto tuviera ocasión le diría la verdad. No quería seguir mintiendo. Le contaría todo y que ella decidiera si quería seguir siendo mi amiga o no. Se acabaron las mentiras.
La jornada fue un suplicio por muchos motivos: las indisimuladas miradas de Coro y Carmencita y sus cuchicheos, las risitas de los camilleros y el personal de otras plantas cuando coincidía con ellos, etc. Enseguida me di cuenta que todo el mundo chismorreaba de mí como yo temía y me acongojé. Sería duro trabajar en aquel ambiente de hostilidad pero lo que más me preocupaba era la reacción que tendría Goyita cuando supiese la verdad.
A las once, cuando bajamos a la cafetería, busqué una mesa en un rincón apartado y sin pararme a pensarlo demasiado empecé a relatarle mi historia. Le conté toda la verdad: mi romance con Manuel, mi embarazo, el nacimiento de mi hija,…todo. Fue muy doloroso para mí, sobre todo cuando vi como ella palidecía y me hurtaba la mirada. Goyita estaba escandalizada y apenas era capaz de mantenerse sentada a mi lado. Me desmoroné por completo porque esperaba que me quisiera lo suficiente como para no juzgarme. Cuando terminé de hablar, un tenso silencio se hizo entre nosotras y temí no poder contener mis lágrimas. Aún nos quedaba un rato de descanso y le propuse bajar a los vestuarios, allí donde nadie nos viera le pediría perdón por mi engaño. Temía mucho su reacción porque Goyita era una mujer muy tradicional y en su código personal, que ella aplicaba a rajatabla, no tenía cabida una conducta como la mía.
─Pero Julia. ¿Cómo has podido hacer una cosa así? No me lo puedo creer. ¡O sea, que cuando me ponías todas aquellas excusas de que te ibas aquí o allá, ya andabas liada con él y yo chupándome el dedo y angustiada por ti y tu delgadez! ¿Has sido capaz de llevar esa doble vida a mis espaldas sabiendo lo preocupada que me tenías? Ahora, ¿qué pretendes? ¿Qué finja que no ha pasado nada? Te has estropeado la vida, ¿sabes? ¡Con razón la gente murmuraba por los pasillos “que si una auxiliar estaba embarazada y tal…” y yo acusándolas de chismosas y víboras y resulta que la única que vivía en la inopia era yo! Eso no se hace Julia…no sé si te podré perdonar ─dijo dando la vuelta y dejándome sola.
Pensé en ir tras ella pero algo me detuvo. Entendí que necesitaría tiempo para digerir la situación y opté por no forzarla.
Fueron días duros y difíciles los que vinieron después. Nadie se atrevía a preguntarme directamente pero noté cómo las chicas de mi edad que antes se paraban a charlar conmigo ahora me evitaban, y que los celadores y en particular Afrodísio, que era el camillero de la cuarta planta, me dirigían lascivas miradas y guiños cuando se encontraban conmigo en algún momento del día. Supe que tendría que pararles los pies en cualquier momento porque para ellos yo había dejado de ser una señora respetable y ahora todos se sentían legitimados para ofenderme por considerarme una mujerzuela.
Pero entre tanto dolor recibí el caluroso apoyo de don Juan Ambrosio y de don Fernando Pacheco que no perdían ocasión de saludarme afectuosos siempre que coincidíamos. Aquella protección que me brindaban con sus atenciones y deferencias pareció frenar algo el acoso silencioso que sufría por parte de mis compañeros. Goyita, en cambio, seguía estando distante conmigo a pesar de que éramos compañeras y trabajábamos juntas. No obstaste, un día me sorprendió entregándome un envoltorio de papel que contenía un gracioso vestidito para mi niña. Me emocioné tanto que la abracé impulsivamente y le pedí perdón anhelando de corazón que pudiera volver la armonía entre nosotras.─¡Gracias, Goyita! Perdóname, por favor, y sigue siendo mi amiga. Eres muy importante para mí. Ella me abrazó también y, de este modo, me demostró que su nobleza se elevaba por encima de sus prejuicios.
Mi vida había cambiado tanto, estaba recibiendo tantos desplantes y humillaciones, que trabajar en la clínica se convirtió en un calvario. Odiaba aquellos largos pasillos donde todo me recordaba a Manuel y aborrecía a mis chismosos compañeros que no se andaban con remilgos a la hora de criticarme y darme de lado. Un día hube de darle un bofetón a Afrodísio cuando coincidimos en el montacargas porque se permitió hacerme un gesto obsceno echándose mano a la bragueta. Él contestó a mi bofetada con otra. Puta y buscona, además de un rimero de insultos a cual más soez, fueron las palabras que hube de soportar mientras el montacargas subía. El trayecto desde el sótano se me hizo eterno en compañía de aquel animal. Aunque mi rostro ardía por la bofetada callé. ¿Qué otra cosa podía hacer? Comprendí que debía seguir pagando mi pecado porque no tenía otra opción. Entonces empecé a darme cuenta de lo que sería mi vida entre aquella gente puritana y falsa que ya me había juzgado y sentenciado. Para todos ellos yo era una cualquiera y nada les haría cambiar de opinión.
Lo único que me daba fuerzas en aquellos aciagos días era terminar la jornada y volver a casa al lado de mi hijita que crecía sana y feliz al margen de todo. Telma la sacaba de paseo por las mañanas y la cuidaba con esmero. Se notaba que la niña estaba bien porque cada día se la veía más bonita y más grande. Mamá, fiel a su actitud de ignóranos, se esforzaba en simular que vivía sola. No me miraba y tampoco miraba a Inés a pesar de que Telma hacía lo posible por mostrársela para que viese sus progresos. Para ella ambas éramos como dos fantasmas que vagaban por su casa sin materializarse.
Un domingo por la mañana, cuando Inés cumplió dos meses de vida, decidí bautizarla y hablé con don Ladislao Benítez, el párroco de la Iglesia del Santo Sacrificio. El día fijado para la ceremonia me acompañaron Telma, Encarna, su marido, y don Marcelo. Goyita se encontraba enferma y no pudo asistir a pesar de que le hubiese gustado. Una vez finalizada la Santa Misa, don Ladislao la bautizó con el nombre de Inés de Todos los Santos en una sencilla ceremonia en la cual lloré emocionada. Elegí a Telma como madrina y a Pedro como padrino, reservando para don Marcelo el papel de padre porque cada día me convencía más de que Manuel no volvería. Antes de la ceremonia y para que no se sintiera desplazado ni se enfadara, le hablé y le puse al tanto del papel que él tendría en la vida de la niña.
─Don Marcelo, a usted le tengo reservado el papel de padre. Si él no cumple con su deber le prometo que Inés será su hija ante la Ley...si usted quiere y no se ha arrepentido ─dije con humildad.
─No, Julia, no he cambiado de opinión. Sigo opinando que es mejor para la niña tener un padre legal ─dijo emocionado.
Debo confesar que lo que yo pretendía sobre todas las cosas era tener el apoyo de mis amigos para que me ayudaran en los difíciles tiempos que se avecinaban. Ellos me querían y también querrían a mi niña. ¿Qué podía hacer sino buscarme aliados?
La ceremonia fue breve pero muy sentida. Inés llevaba un bonito faldón blanco que Encarna le regaló y con el que parecía una princesita. Luego, ya en la sacristía, Pedro me hizo una foto con la niña en brazos. Tenía intención de mandársela a Manuel en cuanto le pudiera escribir. Como si me leyera los pensamientos, don Ladislao me llamó aparte, mientras yo, intrigada, dejaba a la niña en brazos de mi Poligonera.
Sin tener la menos idea de lo que me iba a decir le seguí hasta un cuartito que le servía de despacho donde me entretuvo unos minutos haciéndome todo tipo de recomendaciones. Después sacó de un cajón disimulado en su secreter un sobre que me entregó sin dilación.
─Toma, hija, es una carta del padre Manuel para ti. Cuando la leas, si quieres contestarle, me traes el sobre y se lo mandaré.
─¿Por qué he darle a usted mis cartas? No me parece normal. Me dice la dirección y yo le escribiré cuando quiera.
─No me lo pongas más difícil, Julia. Me salto las órdenes de mis superiores haciendo lo que hago porque no me parece justo lo que se te está haciendo, pero de ahí a comprometerme más hay un abismo. No te puedo dar su dirección y ya está.Me traes las cartas y yo se las mando dentro de las mías. Es lo único que puedo hacer ─concluyó
Intenté ser agradecida con don Ladislao y me mordí los labios para contener el volcán de improperios que pugnaba por escaparse de mi boca.
Escondí la misiva porque no me atreví a leerla allí, delante de todos, quería estar a solas y saborearla, o llorar según lo que él me dijera. Aguanté estoicamente la celebración que hicimos después en el bar Alhambra donde mi amiga Lupe nos sirvió un parco desayuno entre insistentes miradas que me querían decir: Julia –no- en-tien-do- nada. ¿De- quién –es- esa -niña?
Las evité. No era momento de confidencias, ya habría tiempo de contarle todo.
Una vez terminamos intenté volver casa para leer la carta sin importarme dejar a mis amigos con dos palmos de narices. La buena de Encarna puso el grito en el cielo y a continuación sacó todo su repertorio arrabalero porque pretendía seguir la celebración y para ello había preparado un festejo en su casa del Polígono con la ayuda de su suegra que nos había cocinado una Olla Podrida que no se la saltaba un gitano.
─¡Pero niña, hija! ¿Qué coño te pasa? ¡Vas a ir tú a ningún lado! Tú y todos os venís a mi casa a comer, a beber y a bailar. Todos los días no se acristiana a un angelito. ¡Ea, no hay más que hablar, “tos pal Polígono”!
A continuación paró dos taxis y nos metió casi a la fuerza en ellos. Ella se quedó conmigo y el resto se subieron en el otro vehículo. Durante el camino intuí que me iba a dar la charla y no me equivoqué.
─¿Para qué te quería el cura? Te ha llamado para algo, ¿no?
─Sí, me ha dado una carta de Manuel.
─¿Qué te ha escrito el curita? Y como si lo viera, te has vuelto loca y ya no hay nadie más en el mundo para ti. ¡Desde luego, niña, ya tienes ganas de sufrir por ese cabrón! Te ha dejado plantada, te ha engañado, te ha demostrado que le importáis una mierda y todavía suspiras por ese asqueroso.
─Encarna, por favor, hoy no, hoy es un día para disfrutar, no me sermonee. Tengo que saber qué piensa hacer, si va a volver a cumplir conmigo o no. Tengo que mantener esa esperanza viva por mi hija…─¿Tu hija? …Bla, bla, bla… ¡Déjate de cuentos! A mí no me engañas. Por tu hija y por ti, que te mueres por sus “güesos”. Pero oye bien lo que te digo. Ese mierda no se casará contigo, pero me apuesto lo que quieras a que vuelve y te abres de piernas en cuanto le veas. ¡Si te conoceré yo! ¡Eso, tú sigue igual, y cuando tenga ganas de un revolcón, te metes en la cama con él y ya puestos, que te deje “preñá” otra vez y que te joda la vida del todo!
─¡Por Dios, ya está bien! ¿Qué va a pensar el taxista? ─dije bajito.
Aquella observación la contuvo momentáneamente y a los pocos minutos llegamos a nuestro destino.
………….
El hogar de Encarna era una modesta casa unifamiliar de reciente construcción y coqueta apariencia. Se encontraba situada cerca del Monasterio de la Cartuja y constaba de una única planta distribuida en dos dormitorios, un saloncito, cocina y baño. Les había sido concedida por la obra social –sindical a través de la intermediación de la esposa de un concejal, y tanto ella como su marido se sentían muy orgullosos. Un reducido patio ajardinado la rodeaba dándole un aspecto encantador. Los muebles que la decoraban eran baratos y ostentosos, inapropiados para las reducidas dimensiones de la vivienda. Encarna, además, había impuesto su peculiar estilo vistiendo las ventanas con unas chillonas cortinas de cretona y tapizado las sillas y el sofá con unas telas multicolores que le daban el aspecto de una selva tropical donde abundaban gran cantidad de aves exóticas. En verdad que la casita no dejaba a nadie indiferente y sus visitantes eran incapaces de dejar de mirar los extraños pájaros de los tapizados mientras intentaban averiguar si semejantes animalitos existían en realidad o eran producto de la imaginación del fabricante.
Lo único especial del entorno, donde apenas había construcciones, era el maravilloso Monasterio de Nuestra Señora de la Asunción, más conocido como La Cartuja de Granada.Surgió este impresionante conjunto arquitectónico por la decisión que tomó en 1458 la comunidad del Monasterio de Santa María de El Paular y se comenzó a construir en 1506 tras la cesión de unos terrenos por el Gran Capitán. En 1516 se reiniciaron las obras que durarían tres siglos sin llegar a acabar el proyecto inicial del que sólo se conserva parte porque en 1842 fue destruido el claustro y las celdas de los monjes afectando también a la casa prioral que fue destruida totalmente en 1943. La Cartuja estuvo habitada hasta 1835 momento en el que los monjes fueron expulsados de la misma. El monumento fue fundado por orden de don Gonzalo Fernández de Córdoba (El Gran Capitán) sobre los cimientos de un antiguo carmen árabe llamado Aynadamar o Fuente de las Lágrimas, como cumplimiento de un voto pronunciado en aquel lugar al conseguir salir con vida de una emboscada sarracena. La iglesia presenta la típica planta y decoración barroca del Siglo XVII, siendo uno de los conjuntos históricos artísticos más visitados de la ciudad.
………….
Me emocioné al ver el monumento a pesar de que lo conocía desde chica, pues en alguna ocasión fui con mi padre a visitarlo y también lo hice en mi época escolar. Al ver el majestuoso edificio no pude por menos que recordar a papá e invocar al Buen Dios y pedirle que me ayudara, que volviera mi hombre y que mi vida se arreglara.
La voz de La Poligonera que me llamaba impaciente, me sacó de mis ensoñaciones.
─¡Ven, niña, que te voy a presentar a mis chiquillos y a mi suegra!
Entré dentro del saloncito y dejé para después el recorrido por el pequeño jardincillo que rodeaba la casita donde unas enormes matas de geranios y rosales cuajados de flores habían llamado mi atención. No pude por menos de preguntar a mi amiga qué abono ponía a sus plantas pues en mi vida había visto tanta frondosidad.
─Luego vemos mi jardín, Julia ─dijo ella.
─Me encantan sus flores. ¿Qué les pone para que estén tan hermosas? ─pregunté.
………….

─Abono natural como la vida misma, niña. No preguntes porque es una guarrada pero, ¡mira que preciosidad! ─contestó.
Su explicación me dejó intrigada e insistí.
─Luego no digas que no te he avisado. ¡Ea! Pues mira, les echo las cacas y las basuras domésticas que son el mejor abono y el más barato ─dijo mientras soltaba una sonora risotada.
─¡Qué cosas, nunca se me hubiera ocurrido pensarlo!
─Un poco raro si es, pero el resultado no puede ser mejor. Esto me lo enseñó mi suegra que es muy aficionada a las plantas y sabe mucho…
Ya en el interior de la casa, me dediqué a saludar a Angustias, la suegra de Encarna, y a sus dos niños, dos guapos chiquillos de diez y once años, morenos y esbeltos, con gran parecido a su padre y un fuerte predominio de sus genes calés.
La “señá” Angustias ya nos esperaba toda nerviosa y compuesta, con su pelo recogido en un alto moño y su vestimenta oscura de gitana viuda. La mujer apenas contaría cincuenta años pero con aquellos ropajes parecía mucho mayor. No obstante, la falta de arreglo no mermaba un ápice su estampa de hembra hermosa y racial y la tristeza que empañaba sus ojazos negros aportaba a su persona un halo de dignidad que impresionaba. Angustias, que había perdido a su esposo hacía unos años, se vistió de negro y así pensaba seguir toda su vida guardando para el difunto un luto eterno. Encarna me había contado que al principio su suegra se había mostrado muy reacia a que su hijo matrimoniara con una paya, pero fue cediendo poco a poco habida cuenta que Pedro, que era su ojito derecho, se mostró firme y decidido a casarse con ella.
Cuando los jóvenes celebraron su boda, Angustias, persona buena e inteligente, hizo todo lo posible por llevarse bien con su nuera, cosa harto difícil pues el fuerte carácter de la joven hizo que al principio las relaciones fueran lo más parecido a una batalla campal. Fue al nacer el primer hijo de la pareja cuando las cosas se arreglaron y la armonía empezó a reinar entre ellas habida cuenta de que Angustias se hacía cargo del pequeño para que Encarna trabajara.
Una vez roto el hielo de los primeros momentos todos nos relajamos y empezamos a disfrutar de la comida que la buena mujer nos había preparado. El plato estrella del festín era su famosa Olla Podrida, una especie de guiso de alubias, carnes, tocino y verduras que a pesar de su grasiento aspecto estaba buenísimo. Para acompañar tan contundente plato habían hecho acopio de una gran damajuana de vino tinto y guindillas picantes.
Fue una comida alegre amenizada por La Poligonera que se mostraba chispeante y graciosa como ella sola. Don Marcelo, una vez se metió entre pecho y espalda dos platos del suculento guiso y unos cuantos vasos de vino, sacó su vena dramática y juntos nos hicieron reír de lo lindo escenificando anécdotas vividas en la peluquería. Telma, que era nacida en un pueblo de Segovia y siempre estaba seria y circunspecta, nos sorprendió a todos con su vis cómica y justo después de beber el tercer vaso de tintorro nos deleitó declamando la Canción del Pirata de Espronceda que era su poesía preferida y que, a pesar de que la aprendió de niña, recordaba a la perfección.
Había que ver a la buenaza de Telma recitando con su voz estropajosa los versos del poema.
“Con diez cañones por banda,
Viento en popa a toda vela,
No corta el mar, sino vuela,... “
Por último, Pedro cantó unos fandangos acompañado de su guitarra con más voluntad que acierto, pero con voz llena de sentimiento, y con ello dimos por finalizada la fiesta que en honor de mi hija nos brindaron mis amigos con todo el cariño y la generosidad de que fueron capaces. Mi niña se encontraba plácidamente dormida en el regazo de Angustias cuando la miré con orgullo porque supe que ella sería feliz y que mis amigos la querrían y el calor que mi familia le negaba se lo darían ellos. Todo el derroche de cariño con el que me distinguían lo hacían extensible a mi hijita, no porque yo me lo mereciera, sino porque ellos eran buenos y por alguna extraña razón que se me escapaba, me querían.
Fueron unas horas tan plenas y felices que olvidé la carta que guardaba en mi pecho. Fue al prepararme para marchar y coger a Inés entre mis brazos cuando la recordé. Entonces, toda la alegría desapareció y la angustia y la tristeza se enseñorearon de mi alma.
Telma me miraba preocupada y, como si adivinara mi turbación, cogió a Inés entre sus brazos y juntas abandonamos la casita para regresar a casa. Pedro nos acompañó hasta la parada del autobús y no se marchó hasta que no vio arrancar al chatarroso vehículo.
─¿Qué te pasa, niña? Andabas tan contenta y ahora pareces un cirio.
─Tienes razón, disculpa, pero me he acordado de él y no he podido soportar la tristeza. Mucho me temo que mi niña crecerá sin padre, Telma.
─Mujer, ¿es que no puedes pensar en otra cosa?
─¡Qué más quisiera yo que el aire volviera a mis pulmones, que desapareciera la angustia que me produce su ausencia, que la mañana siguiera a la noche y no vivir en esta perpetua ausencia de luz y calor! Pero el día que me entregué a él le di toda mi vida y me quedé sin nada. Lo suyo no era amor sino deseo, pero mi amor sí era sincero. Le creí mi rompeolas y ha sido mi naufragio, le entregué mi alma y recibí mentiras. Ahora soy un barco hundido al que sólo la existencia de Inés impide bajar a los abismos.
─Pero, niña, ¿qué tiene ese hombre?
─No lo sé, amiga. Sólo sé que cuando su mirada y la mía se cruzaron se apoderó de mi alma y ya nada más importó. Pero si no cumple su palabra conseguiré que sólo sea el reflejo de un vago recuerdo. Seré implacable y fría y conseguiré sacarle de mi sangre y de mi vida. Porque pedí respuestas y sólo hallé silencios, porque le di tiempo y sólo encontré excusas, porque escribí un cuento de hadas y él lo convirtió en una historia de terror. Pero no te preocupes, Telma, que seguiré adelante y ojalá estas palabras sean las últimas que le dedique, pero temo mucho que aunque nunca le vuelva a ver, siempre estén escritas en mi memoria, claras, concisas y para siempre.

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