Se han ido en silencio, tal vez demasiado, callados y resignados como vivieron. Hombres y mujeres anónimos, gente obrera, de barrio humilde, llegada de todos los puntos cardinales de España. Ellos formaron el vecindario de lo que fue el antiguo Barrio del Pilar, un barrio de edificios grandes y pisos pequeños, sin zonas verdes, ni líneas de metro o autobuses que facilitaran su acercamiento a otros barrios de Madrid. Ellos fueron los pioneros, los que sólo tenían el microbús M-3 para ir a la Plaza de Callao, un autobús chiquito y amarillo. Entonces no existía la Vaguada, ni la Ciudad de los Periodistas. Cuando ellos vinieron a vivir aquí era como ir al fin del mundo. Pero aquí se quedaron y aquí criaron a sus hijos, y echaron raíces: extremeños, andaluces, castellanos, leoneses, asturianos, gallegos, etcétera. Todos convivieron sin problemas haciendo que el barrio se pareciera un poco a sus pueblos, a sus queridos y, entonces, lejanos terruños. Y ahora se han marchado, se han ido casi por la puerta de atrás, sin que nos enteráramos, aunque sí se nota en el paseo y en los bancos que algo pasa. Ayer supe que la mortandad en nuestro barrio ha sido atroz: diecisiete fallecidos en sólo dos plazas: Verín y Corcubión, ocho en un solo portal de la calle Ponferrada, y así podíamos seguir.
Ya no veremos más a la señora Pepa, ni al señor Francisco, el de la panadería, ni al bonachón de Emilio, que se nos ha ido sólo con 50 años, ni a la recompuesta vecina que era siempre la primera en la peluquería y después, con el buen tiempo, acudía a su cita diaria con sus amigas de tertulia bien guapa y repeinada, o aquella otra que, empujando su andador, avanzaba renqueante hasta su banco favorito donde se sentaba a ver pasar la gente hasta que otra solitaria figura se sentaba a su lado y entonces se sentía menos sola, porque ya tenía con quien hablar. Simplemente iba a eso, a tener contacto con el mundo exterior, porque ese ratico en la calle rompía la monotonía de su vida y le hacía vivir por unos minutos la ilusión de que aún podía gozar de las pequeñas cosas que hacen la vida amable. Y el abuelito de espalda encorvada que se apoyaba en su bastón y, arrastrando los pies, se daba su paseíto, cortito, porque las piernas aguantaban poco. Luego se juntaba con otros jubilados en el solicitado banco de la esquina y charlaban de sus cosas. Y se reían, y contaban chistes mil veces contados, y miraban cuando pasaba una chica guapa y aún les brillaban los ojitos pensando eso que pensamos los mayores cuando nos damos cuenta de cómo pasan los años «¡Quién pudiera volver atrás!»
Y quiero que este obituario sea para todos ellos, para los numerosos vecinos de mi querido Barrio del Pilar, que se han ido sin que podamos consolar a sus familias. Porque como ser humano me aterra pensar cómo habrán sido sus últimos días en la frialdad de un hospital, solos, sin sus familiares, sin sus hijos y nietos. Aterrorizados, aferrándose a la vida que se les escapaba. Y lo hago simplemente porque me duelen sus muertes, y aunque no sepa sus nombres, ellos saben que este homenaje es para ellos, para todos sin excepción, porque todos eran importantes y un día fueron jóvenes y vivieron sus vidas y sus pasiones lo mejor que supieron.
Porque ellos fueron seres magníficos, valientes, importantes en su entorno, pedazos de humanidad, puñados de risas, personas serias y trabajadoras, con su puntito de locura, la dulzura personificada con sus nietos, el motor de su vejez. Esos eran ellos, personas importantes, a veces niños, a veces pasión, a veces libertad, otras espacios infinitos, pero sobre todo, seres entrañables a los cuales siempre tendremos presentes. Porque algún día seremos como ellos y comprenderemos sus limitaciones, sus enfados, sus preocupaciones y cuando nos miremos en el espejo no nos veremos a nosotros, sino a ellos, a nuestros magníficos abuelos, nuestros muertos del Barrio del Pilar. Descansen en Paz.
Ana Molina: escritora
05/05/2020