Te llevaré al Cielo- capítulo 1
El agua golpea la ventana con furia sacándome del sopor en el que estaba sumida a causa de los medicamentos que tomo para mitigar mis dolores. No sé si mis males son reales o imaginarios; a veces lo dudo, pero mi hija, doctora de profesión, me insta a tomarlos pues, según ella, no es necesario sufrir si se puede evitar. Sea por la edad o por otra circunstancia, el caso es que en los últimos días mis molestias se han agudizado de tal manera que me atiborro de pastillas intentando sobrellevarlas y paso la mayor parte del día dormitando en mi sillón, frente a la ventana. Esta latosa dolencia que padezco y que me incapacita cada vez un poco más, no me llevará a la tumba, pero amarga mi vida que a veces se vuelve insoportable. Mis dolores y la lluvia, mala asociación, me imprimen un plus de melancolía. Es muy duro para mí, que siempre he sido activa, postrarme así cuando llegan los fríos otoñales, porque ansío sentirme viva y esta dura enfermedad que me limita tanto me lo impide. Un súbito escalofrío me incita a arrebujarme en la chaqueta de punto que cubre mis hombros, mientras una cascada de recuerdos acude a mi mente. Siempre he odiado las tardes desapacibles como ésta. Mi artritis se reverdece con el mal tiempo y mis dedos, deformes, me duelen terriblemente. Observo mis manos con pena pues ya no queda en ellas nada de las que fueron en mi juventud. Mis manos eran blancas y finas de largos dedos rematados en unas peculiares uñas cuadradas que se movían agiles sobre el cabello de las clientas del Salón Alvarado. Intento no pensar en aquellos tiempos y lucho por no caer en los recuerdos del pasado pero no lo puedo evitar. La fobia que me inspiran los días lluviosos no contribuye precisamente a ahuyentar mi tristeza y sucumbo. Apenas puedo recordar de dónde viene este odio, quizá sea desde siempre o tal vez desde que sucedió aquello… no lo sabría decir a ciencia cierta. Cierto es que la melancolía me invade siempre que el otoño llega y los días grises en particular, me ponen más triste de lo normal. Asocio el mal tiempo a momentos duros y difíciles de mi vida y entonces los recuerdos acuden puntuales a mi mente y, como en un caleidoscopio de siniestros colores, revivo la misma escena una y otra vez. Veo a una jovencita acurrucada en aquel portal de la calle Recogidas esperando a que den las cinco y media de la tarde. Esa muchachita soy yo y aquel instante quedó grabado en mi mente con tanta fuerza, que sabría describir hasta los más nimios detalles de mi atuendo y de los de algunos transeúntes. Fue el momento que cambió mi vida para siempre.
Recuerdo sobre todo el cartel que anunciaba la Mercería Plácido, un pequeño establecimiento ubicado en el nº 20, donde un regordete señor trajinaba sin descanso colocando objetos en el escaparate mientras me lanzaba inquisitivas miradas.
Yo me había refugiado en la entrada del portal de enfrente intentando no llamar la atención del portero y a pesar de mis esfuerzos por cobijarme, la lluvia me alcanzaba y mojaba mis ropas que ya estaban empapadas. Los goterones que el viento lanzaba hacia mi escondite y las fuertes ráfagas que movían los toldos y las ramas de los árboles propiciaban que la sensación térmica fuera la de un día de pleno invierno.
En un momento dado, el mercero abandonó el escaparate y salió a la acera y desde allí hizo señas con la mano en dirección a donde me encontraba. Intuí que se dirigía a mí pero las ignoré a propósito y por toda respuesta me acurruqué más si cabe intentando hacerme invisible, pero él no se mostraba dispuesto a desistir.
─¡Niña! ¿No me oyes? ¡Entra aquí a resguardarte que te estás poniendo hecha una sopa!
A pesar del frío que tenía me resistía a obedecer porque estaba empeñada en pasar desapercibida pero aún eran las cuatro y media y me quedaba un buen rato por delante y se me hacía insufrible pensar en seguir más tiempo en la calle, con aquel temporal y aquella temperatura gélida; por eso vencí mi timidez y entré en el local buscando refugio y calor.
─Pasa, criatura ─dijo su esposa, una sonrosada mujercita de apacible aspecto─. Ven aquí junto al brasero y caliéntate las manos… ¿Se puede saber qué haces a la intemperie en un día como este?
Di las buenas tardes a la amable señora pero me negué obstinadamente a contestar sus preguntas y sólo acerté a darle las gracias entre el castañeo de mis dientes.
─Gracias señora…es usted muy buena…. ¡Buuuuuhhh!
A las cinco en punto me despedí ignorando adrede las miradas de desaprobación de doña Pura y de su marido, don Plácido, que se quedaron frustrados y bastante decepcionados por no haber sido capaces de sacarme ni una frase completa. Hasta les mentí cuando les dije mi nombre. ¿Cómo iba a decirles a aquellas buenas gentes lo que me pasaba? ¿Qué pensarían si les dijera que me dirigía a la consulta de un médico para que me confirmara lo que tanto deseaba y temía al mismo tiempo? ¿Entenderían acaso que estuviera liada con un cura que me había dejado preñada? No, no lo entenderían, y opté por callar.
Salí a la calle más entonada y busqué con la mirada el número 22. Afortunadamente había dejado de llover y mi aspecto no era tan deprimente. Entré de prisa en el portal donde un uniformado portero me impidió el paso con desagradables modales.
─¡Eh! ¿Adónde va usted? ─dijo interponiéndose en mi camino.
─Voy al 3º A, a la consulta del doctor Pacheco ─dije tímidamente bajando la cabeza avergonzada.
─¡Suba! ─dijo no muy convencido.
Subí los tres tramos de escaleras a pie intentando serenar los latidos del corazón que golpeaban mi pecho con fuerza. Esperé unos segundos en el rellano intentando reparar mi atuendo mientras me pasaba la mano por el húmedo pelo en un infructuoso intento por darle volúmen y mejor presencia. Pensé en la actitud recelosa del conserje y le disculpé; debía parecer una mendiga con aquellas pintas. No me extrañaban nada sus reticencias.
Una uniformada enfermera me recibió en el vestíbulo y me indicó que entrara en una salita lujosamente amueblada. Afortunadamente no había nadie esperando y ello me tranquilizó. Si tenía suerte y nadie me reconocía seríamos sólo el doctor, Encarna y yo, quienes supiéramos la verdad… bueno… y Manuel. ¡Claro está!
El galeno fue informado de mi presencia y salió presuroso a mi encuentro saludándome afectuoso.
─¡Hola Julia, qué puntual ha sido! Pase, pase…Qué mal tiempo ¿verdad? Dan ganas de no salir a la calle. Bueno, pues usted dirá en que le puedo ayudar ─dijo mientras me ofrecía un asiento en su elegante consulta.
Decidí entrar a fondo y no andarme por las ramas, por eso le espeté sin ambages.
─Creo que estoy embarazada don Fernando, hace tres meses que no me baja la regla.
Siempre le agradeceré que no me preguntara nada personal. Si le sorprendieron mis palabras no lo demostró ciñéndose a las preguntas que siempre hacía a cualquier paciente; no fue una excepción conmigo a pesar de saber que estaba soltera.
Sin decir nada que pudiera afectarme negativamente, me mandó subir a una camilla donde me palpó la tripa y me exploró con profesionalidad.
─¿Por qué viene sola? ─me preguntó de sopetón─. ¿Sabe su madre lo que le pasa?
Negué con la cabeza mientras trataba de sorber las lágrimas que pugnaban por anegar mis ojos. No era momento de ponerle al tanto de la difícil relación que mantenía con mi progenitora.
─Julia, está embarazada de tres meses y tiene que decírselo a su familia ─dijo cuando terminó.
Intenté evitar las confidencias pero me fue imposible, así que no tuve más remedio que hacerle partícipe de mis temores.
─No puedo decirles nada, usted no conoce a mi madre, me matará o me hará abortar… o me encerrará… me hará cualquier cosa con tal de que no lo sepa nadie ─Pues hable con el padre del niño. Él se tendrá que responsabilizar también,…digo yo.
─Es más complicado de lo que usted se imagina don Fernando… No es tan fácil, digamos que… ya está casado.
El gesto de asombro apenas perceptible que hizo al oír mi comentario, me avergonzó; el buen doctor estaba escandalizado, lo noté en sus ojos.
─Julia, tiene un serio problema por lo que veo... pero no la juzgo... yo sólo soy su médico y quiero que tenga un embarazo tranquilo y controlado. Si usted quiere se lo llevaré discretamente, pero si prefiere que la atienda otro colega me lo dice sin ambages. Si decide que sea yo quien me haga cargo, la espero aquí, en mi consulta, todos los meses. Mi enfermera le dará cita. Intuyo que le esperan tiempos difíciles así que dígame si le puedo ayudar en el trabajo. Pronto se le notará la tripa y las monjas… ya sabe cómo son… Empezaran a hacer preguntas y hay que dar respuestas. Acuda a mí cuando decida lo que quiere hacer.
………….
La lluvia había cesado pero sentí frío y me apretujé aún más en mi chaqueta. Siempre sufría la misma reacción cuando evocaba aquellos lejanos días, sentía frío aunque fuese verano.
Opté por levantarme e intentar volver al presente pero llevaba tantas horas en la misma postura, que me costó trabajo ponerme en pie. Luché por desentumecer mis piernas y cuando lo conseguí me acerqué a la cocina a preparar una taza de té. Esto siempre me reconfortaba pero aquel día no lo conseguí y mi mente descontrolada se empeñó en recordar.
………….
Me llamo Julia Guzmán Ortuño y soy una mujer sin suerte. Lo intuí desde que tengo recuerdos y me lo confirmó el destino algo más tarde, cuando mi vida se truncó definitivamente a la edad de diecisiete años. Don Fernando Pacheco, mi médico y benefactor, me confirmó que estaba embarazada de tres meses y a partir de entonces nada fue fácil para mí, madre soltera y menor de edad, en aquella Granada donde nací en el lejano año de 1945 Todos los traumas que arrastro desde mi niñez esconden la desesperada búsqueda del amor de mi familia. Cuando comprendí que mi madre no me quería ni mostraba el menor apego hacia mí, fue tan doloroso que aún me duele el alma al recordarlo. Es duro para una niña verse rechazada una y otra vez por aquella que más debía quererla y protegerla. Desde temprana edad carecí del calor y del afecto de mi progenitora y, tal vez por eso, busqué suplir esas carencias fuera del ámbito familiar. Quizá mi vida no hubiese sido la misma si hubiera contado con su cariño. Puede que si así hubiese sido todo aquel aluvión de problemas que cayó sobre mí no hubiera tenido lugar.
Es posible que si mi familia se hubiera preocupado más de mí, no hubiese caído tan fácilmente en las manos de aquel depredador, quizá ni siquiera le hubiera conocido, puede que mi vida hubiese transcurrido como la de cualquier muchacha de mi edad, con etapas llenas de ilusiones, desengaños, amores y desamores. Seguramente me hubiera casado con algún anónimo muchacho y hubiese sido razonablemente feliz, habría tenido hijos… ¡Quién sabe!
Pero mi vida se truncó definitivamente a tan temprana edad cuando conocí a don Manuel, coadjutor de la Iglesia del Santo Sacrificio y confesor de mi madre. Ni siquiera le importó esta cercanía con mi familia, al contrario, fue su trampolín, su medio para acercarse a mí y de allí a lo otro… no hubo más que un paso. Pronto dimos ese paso y me quedé embarazada y gustosamente prisionera de sus promesas y bonitas palabras; en suma, enredada en su tela de araña.
No quiero descargarme de culpas porque las tuve y grandes. Yo no soy tonta, aunque, por aquel entonces, era ignorante y crédula y adolecía de un gran desconocimiento sobre la sexualidad. Mi única justificación fue confundir sexo con amor y caer en sus brazos sin oponer resistencia. No obstante, sí que supe en todo momento que lo que hacía estaba mal, porque él era un sacerdote, un hombre de Dios, pero no fui capaz de resistirme. El mundo cambió para mí cuando me enamoré perdidamente de él. Mi firmamento, tan gris hasta ese momento, se iluminó de repente y su brillo cegador me obnubiló de tal manera que fui incapaz de ver otra cosa. Le amé con desesperación, con entrega absoluta. Borré de mi mente todas las enseñanzas recibidas y viví aquella pasión embriagadora que comenzó en tiempo de cerezas y terminó con la llegada de los fríos invernales. Un breve paseo por el cielo, por el goce absoluto, por la locura que sólo se siente al entregarse al primer amor. Inmersa en aquella borrachera de sentimientos, borré de mi mente su condición de religioso, olvidé todo lo que nos separaba e hice oídos sordos a las señales que me llegaban desde todas partes advirtiéndome que aquella pasión no era correspondida. Pero no pude porque él se metió en mi sangre de tal manera que condicionó mi vida para siempre. Manuel lo fue todo para mí: mi aire, mi sangre, mi alimento, mi presente, mi esperanza, mi futuro...todo. Hubiese dado mi vida si él me la hubiera pedido, pero no, lo único que quería era sexo. Tuvimos mucho sexo y me hizo promesas, muchas promesas que nunca cumplió. Esto fue todo lo que recibí de su parte: sexo, mentiras y promesas rotas. A pesar de su ministerio sacerdotal no tuvo reparo en engañarme y dejarme abandonada con aquella hija de su sangre, sin sentir remordimiento y sin preocuparse jamás de nosotras.
No puedo decir que no sé lo que es el amor porque mentiría; lo conocí en su faceta más terrible pues viví una pasión destructiva y clandestina que no fue correspondida, un amor de llantos y ausencias, de deseos incontrolables, de premuras y olvidos, uno de los que te hieren con calculada indiferencia buscando sólo su complacencia, un amor de los que te desgarran el alma con sus mentiras y te marcan para siempre, pero eso no lo supe hasta mucho después. Un día lo descubrí de la manera más cruel mientras rezaba fervorosamente por él y su vuelta a mis brazos, creyendo, inocente, que estaba en Centroamérica redimiendo su pecado cuando ya se encontraba en la vecina Málaga casado con una rica viuda.
Descubrir aquella traición y aquel abandono, propiciado y ocultado por el párroco de la iglesia a la que acudía a rezar, casi acaba con mi vida y a punto estuvo de hundirme para siempre en la locura, único medio que mi dolor encontró para huir de la realidad. Dos años estuve escondiendo a mi hija por vergüenza y cobardía, dos años en los cuales sólo pude pensar en él y suspirar por su vuelta, dos años buscando su figura por las calles de mi ciudad creyendo verle en cada varón con el que me cruzaba, dos años obsesionada con encontrarle para volver a oler su aroma embriagador. Es trágico desear a quien te traiciona pero mi cuerpo no entendía estas razones y le añoraba… Y mi alma, inerme, deseaba su vuelta más que cualquier otra cosa en esta vida.
Ahora, cuando mi cabeza peina canas, y a pesar del tiempo transcurrido, de todo el sufrimiento que ese amor trajo a mi vida, me sorprendo a veces pensando en él. No lo puedo evitar; su cara aparece en mis sueños y su sonora risa resuena en mis oídos cada vez que mi niña, una copia suya, ríe. Son muy parecidos físicamente, la misma boca sensual, el mismo nacimiento del pelo y…aquella risa. Aún no he desterrado de mi alma el odio profundo en el que se transformó el amor que por él sentía cuando me dejó abandonada a mi suerte y se olvidó de su hija, nuestra hija Inés. Inés, la niña de mis ojos, tan parecida a su padre y a la vez tan diferente… Inés, mi preciosa hija, la que a punto estuvo de carecer de infancia y juventud,… Inés, la hija del cura, la apestada, la que pagó parte de mis culpas sin tener culpa de nada, Inés, mi dulce y hermosa Inés. Ella es mi obra de arte, mi amor más grande y mi premio más querido y por eso doy gracias a Dios todos los días por haberme permitido traerla a este mundo a pesar de que no fue fácil sacarla adelante y muchas veces estuve a punto de enloquecer.
¿Cómo imaginarme lo que la vida me tenía reservado? Ni en mis peores pesadillas pude barruntar un futuro tan aterrador. En el universo cerrado y asfixiante que fue mi vida, sólo una luz me daba fuerza y calor, mi hija Inés.
………….
Yo nací en la ciudad de Granada en la época de la posguerra cuando las calles eran oscuras y tristes y todo estaba prohibido o era pecado. Me eduqué en un hogar profundamente católico en el que mi madre nos hacía acudir a misa todos los domingos, confesar, hacer novenas, rezar el Santo Rosario, etc. Fui la pequeña de la casa, la menor de dos hermanas, y me tocó en suerte un físico peculiar y nada ajustado a los cánones de la época, más parecido al de mi familia paterna, que a la aristocrática familia de mi madre donde todos eran altos, guapos y morenos.
La naturaleza me hizo heredar la fisonomía de mi abuela Celeste: alta, rubia, cuerpo prieto, boca grande y ojos de un extraño color violeta. Mi pelo, color de trigo maduro, era abundante y rebelde y mi cara, de pómulos altos, me daba aspecto de extranjera cosa que a mi madre le molestaba muchísimo. Mi físico no era de aquella época; entonces, para ser guapas, las chicas debían tener el pelo castaño, la piel blanca y la boquita de piñón.
Quizá por saberme diferente siempre me sentí acomplejada y mi niñez fue dura y solitaria; los niños me ponían motes y se burlaban de mí. Este hecho me hizo encerrarme en mí misma y volverme taciturna y poco comunicativa. También le parecía rara a mi madre que constantemente me gritaba con inquina: “estás atontada, espabila, eres igual que tu abuela, no comas tanto que te engordará el trasero y no te casarás, cada día te pareces más a los Guzmán, etc.”. Quizá por ello, desde bien pequeña fui consciente de que mi madre no me quería, me escondía y se avergonzaba de mí.
A mi poco atractivo físico iban aparejadas una enfermiza timidez y un gran retraimiento.
_ “¡Quita de ahí estúpida! ¡No salgas de tu habitación hasta que se vaya la visita! ¡Come despacio, pareces tonta!” Este era el repertorio que día sí, día también, me dedicaba mi madre sin el menor miramiento mientras yo la miraba sin comprender nada.
Mamá adoraba a mi hermana mayor, una guapa y esbelta muchachita que lo tenía todo: inteligencia, belleza y simpatía. Marta, además, estaba dotada para los estudios y ello enorgullecía sobremanera a nuestra progenitora que siempre lo sacaba a colación a la menor oportunidad. Pero yo siempre me sentí el patito feo de la familia, el renglón torcido, la oveja negra. Nadie creyó en mí ni se preocupó lo más mínimo en motivarme para potenciar mis aptitudes y propiciar que llegara al mismo nivel académico que mi hermana. Desde pequeña me colocaron el cartel de tonta y rara y así me quedé.
Por eso crecí calladamente, como una sombra, en aquel viejo caserón de la Placeta del Hospicio Viejo en el granadino barrio del Realejo, donde vine al mundo. La casa, grande y oscura, tenía numerosos recovecos y escondrijos donde me perdía para jugar a solas con Paulita, mi muñeca. A veces me escondía en la caja del enorme reloj inglés que adornaba el vestíbulo, un hermoso reloj de pie, de caoba, palosanto y ébano heredado por mis abuelos de sus antepasados que databa de 1824 y del que estaban muy orgullosos. Un día descubrí por casualidad este escondite donde mi abuelo guardaba cajas de puros y paquetes de cigarrillos y, con el tiempo, se convirtió en mi lugar favorito pues me encantaba ver sin ser vista. Allí dentro pasaba largos ratos jugando con Paulita y ni siquiera me asustaban los melodiosos sones que regularmente daban las horas, medias y cuartos; al contrario, la música me fascinaba y aprendí a tararearla mientras acunaba a mi muñeca como si de una hijita se tratase.
Mi familia era tan particular que ni siquiera se preocupaban de mis ausencias. Tampoco se acordaban de llamarme para comer y, cuando acuciada por el hambre salía, me llevaba grandes reprimendas y algún que otro pescozón de parte de mi madre a la que aquella actitud mía desquiciaba de una forma exagerada. El reloj inglés se convirtió en mi refugio durante mis primeros años de vida hasta que crecí y ya no cabía en su interior y tuve que dejar de cobijarme en mi lugar favorito.
Cuando tuve edad de ir al colegio me matricularon en las Escuelas del Padre Pío, un centro regido por religiosos de esta Orden, en el que había trabajado mi padre como conserje antes de conseguir su empleo de contable. A Marta, en cambio, la matricularon en las Mercedarias, un elitista y caro centro regido por religiosas y allí estuvo hasta que terminó el bachillerato.
En el colegio tampoco me ayudaron mucho. Mi maestra, la señorita Elvira, una anodina mujer, solterona y amargada, no encontró en mí el menor motivo para esforzarse. Quizá si hubiera sido una niña querida hubiese sido diferente, pero mi insufrible timidez y mi carencia de simpatía me hacían parecer tonta. La profesora se cansó pronto de mis mutismos y me dejó a un lado, condenada a mi suerte, sin estímulos, sin exigirme nada, y sin que ello pareciera importarle a nadie.
………….
Mi madre era descendiente de una acomodada familia venida a menos, pero que no había perdido ni un ápice de su orgullo y prepotencia. Los hijos de don Lorenzo Ortuño y Zúñiga, que antaño desempeñó el cargo de Presidente de la Diputación y doña Carlota Ampuero y Rivas, hija de un eminente oftalmólogo, habían perdido prácticamente su patrimonio pero conservaban intacto el orgullo y la soberbia de sus ancestros. De entre ellos, la más orgullosa y altiva, era Claudia, mi madre.
Claudia Ortuño y Ampuero tenía cuatro años cuando enfermó de poliomielitis y de resultas de tan terrible mal le quedó una acusada cojera en su pierna izquierda que les amargó la vida, a ella y a cuantos la rodeaban.
La Bella Claudia, como era llamada cariñosamente por su familia, creció acomplejada y encerrada en sí misma, atormentada por su invalidez, e incapaz de superarla. Desde bien temprana edad tuvo que llevar su pierna aprisionada por una prótesis que le causaba dolorosas llagas y sufrimientos sin cuento pero que le ayudaba a caminar y a mantenerse en pie.
El abuelo, viendo el duro porvenir que le esperaba a causa de su minusvalía, la convenció para que estudiara una carrera. Claudia había perdido casi el cien por cien de posibilidades de casarse y tampoco iba a heredar un gran patrimonio, por lo que el orgulloso abuelo, después de pensarlo mucho, creyó que lo mejor que podía darle a su hija era una buena preparación para que pudiera valerse por sí misma. Ella se resistió durante algún tiempo pero después cedió, a pesar de que le costó lo suyo. No era habitual que las mujeres estudiaran en aquella atrasada España, época en la que apenas había féminas en las universidades y Claudia siempre fue una persona muy tradicional.
No obstante, viendo sus nulas perspectivas de casamiento, recapacitó e hizo caso a su padre matriculándose en la Facultad de Filosofía y Letras. Claudia fue una estudiante brillante que terminó la carrera en un tiempo récord y con unas inmejorables notas. Con el tiempo y algunas influencias, a pesar de su minusvalía, dio clases en la Universidad de Granada donde consiguió la Cátedra de Historia Contemporánea.
Otra cosa fueron sus dificultades a la hora de encontrar novio. A pesar de su hermoso rostro, su pedigrí y su inteligencia, la muchacha llegó a los 22 años sin pretendientes ni perspectivas de tenerlos. Era, por así decirlo, bastante probable que siguiera soltera durante toda su vida a no ser que algún milagro remediara la situación.
El milagro se produjo en la figura de un buen muchacho, decente y trabajador, sin fortuna, sin cultura y sin mundología, pero que se enamoró perdidamente de ella cuando ya las comadres murmuraban a placer sobre la imposibilidad de casar a la tullida niña de los Ortuño.