viernes, 1 de abril de 2016

LA CARTA QUE NUNCA PUDE ENVIAR



Amigos:  aquí os dejo un nuevo capítulo de mi libro, LA CARTA QUE NUNCA PUDE ENVIAR, donde se narra parte de la vida de mi tío, Francisco Molina Olmos y de Juan Jiménez Herrera, nuestros vecinos muertos a causa de la barbarie nazi, en Gusen- Mauthausen. Ambos serán homenajeados si Dios quiere, el próximo 1 de mayo en Olivares de Moclín (Granada).

A los que estéis interesados en comprar el libro y conocer esta historia completa, os informo que podéis encargarlo en cualquier librería de Granada y Córdoba, citando la Editorial Punto Rojo y el titulo dela obra, La carta que nunca pude enviar. La Distribuidora para Andalucía se llama: MARES DE LIBROS. Pedidlo así en librerías y según me ha dicho la Editorial, no tiene por qué haber problemas. Más adelante, cuando me pasen nueva información de puntos de venta, os lo comunicaré.

Nombre de la Editorial: PUNTO ROJO.

Título: LA CARTA QUE NUNCA PUDE ENVIAR.

Distribuidora: Mares de Libros.

ISBN: 978-84-16658-18-3




 Capítulo 5 

La Batalla del Ebro fue una cruel y sangrienta batalla librada al final de la guerra y, según he creído siempre, fue donde se decidió la suerte de nuestro ejército y por ende de la República. Fue en la que más combatientes participamos, la más larga y la más cruenta de toda la guerra. Tuvo lugar en el cauce bajo del valle del Ebro, entre la zona occidental de la provincia de Tarragona y la zona oriental de la provincia de Zaragoza y se desarrolló principalmente
durante los meses de julio a noviembre de 1938. Esta batalla constituyó el enfrentamiento decisivo de la contienda ya que en ella se decidió el derrotero final de la Guerra Civil en un contexto europeo inmerso en la crisis de los Sudetes cuando parecía a punto de estallar la guerra europea en la que quedaría unida la guerra de España. Aunque los Ejércitos republicanos logramos obtener una importante victoria inicial, fue imposible evitar la derrota final de nuestro bando tras la sangría en hombres y material del Ejército Popular de la República que se produjo durante la batalla; después de cuatro meses de lucha las tropas republicanas volvimos a cruzar el río Ebro. Tras esta importante derrota, quedó sellado nuestro destino y el de la II República Española.

El día 30 de octubre de 1938 empezó la contraofensiva final de los franquistas en el Ebro: El punto de ataque estaba en el paso de un kilómetro y medio de anchura al norte de la Sierra de Cavalls. Durante tres horas, después del amanecer, las posiciones republicanas fueron sometidas al bombardeo de 175 baterías franquistas y más de 100 aviones. La respuesta vino de un centenar de cazas republicanos que apareció sobre el aire para contestar aquella concentración, produciéndose la mayor batalla aérea de todas las habidas en el Ebro. La batalla en las cumbres de Cavalls se prolongó durante todo el día, pero, por la noche, aquellas montañas habían caído en manos de los fascistas y con ellas 19 posiciones fortificadas y toda la red de defensas republicanas. Los sublevados dijeron haber tomado a los republicanos 1000 prisioneros, 500 muertos y 14 aviones derribados.


La caída de Cavalls supuso un duro golpe para nosotros, ya que aquellas posiciones dominaban toda la región. Y eso no fue más que el principio pues la noche del 1 al 2 de noviembre fueron asaltadas las alturas de Pandols, la única cota de terreno que permanecía en nuestras manos. El día 3, las fuerzas de Yagüe llegaron al Río Ebro y con ello cumplían uno de sus objetivos pendientes desde que comenzase la batalla. Todo el flanco sur republicano se vino abajo y las fuerzas de Lister entre las que nos encontrábamos a la sazón, tuvimos que cruzar el río. El día 7 caía Mora la Nueva y los fascistas nos lanzaron un ataque masivo contra un altozano conocido como Picosa, donde nos habíamos atrincherado. La caída de Picosa y la acometida de los blindados franquistas nos terminaron de convencer de que la batalla del Ebro estaba perdida. El 10 de noviembre solo nos quedaban seis baterías al oeste del Ebro ynuestras últimas posiciones fueron abandonadas deliberadamente. Las últimas operaciones militares se realizaron al tiempo que caían las primeras nevadas, en un campo de batalla intransitable. A la caída de la tarde del día 15 de noviembre, bajo las órdenes de Manuel Tagüeña, todo estaba preparado para cruzar el río en sentido inverso y a las cuatro y media de la madrugada,
ya día 16, los últimos combatientes republicanos del Ebro cruzamos a la margen izquierda. Después de haber evacuado el material de guerra y nuestrosúltimos soldados, Tagüeña ordenó volar el puente de hierro de Flix. Mientras tanto, en el frente de Córdoba donde se encontraba Miguel, a comienzos de 1939, el Alto Mando de la República ordenó lanzar una gran ofensiva, la Batalla de Valsequillo, una de las últimas operaciones militares planificadas por el Gobierno de la República y en la que participaron una gran cantidad de hombres de ambos bandos. Tres cuerpos de nuestro ejército al mando del general Escobar, Comandante en jefe del ejército de Extremadura, desencadenaron el 5 de enero una fuerte ofensiva contra las tropas del Ejército del Sur, mandado por Queipo de Llano. Desde Pozoblanco, supervisaba la operación el general Manuel Matallana López, Jefe del Estado Mayor del Grupo de Ejército de la Región Central. Se corrió el rumor entre la tropa que dicha ofensiva fue lanzada principalmente para aliviar el Frente de Cataluña. El 5 de enero un primer y rápido ataque desde Badajoz consiguió que abriéramos brecha en el frente franquista y nuestras tropas pudieron penetrar hasta las cercanías de Fuente Obejuna donde toparon con una dura resistencia en la Sierra Trapera y en el cerro Mano de Hierro donde se detuvo nuestro avance el día 9. El día 14 comienza la contraofensiva franquista,que hace retroceder a nuestras tropas y recuperan todas las poblaciones perdidas, en las que ya apenas quedan casas en pie; solo escombros.
Nuestros hombres tuvieron que retroceder hasta nuestras antiguas posiciones en una cruenta batalla en la que perdimos al menos 6000 hombres. Fueron también numerosas las bajas en las filas enemigas. Aquella derrota y la pérdida de tantos efectivos, hicieron que la resistencia en el frente de Córdoba fuese mínima. El fracaso de esta ofensiva planteó serias dudas acerca de la actuación de los generales Miaja y Matallana.

En estos cruentos episodios de la Batalla del Ebro cayeron numerosos hombres de ambos bandos, muchos eran soldados de nuestro ejército, compañeros de andadura durante meses y también algunos vecinos de mi pueblo resultaron muertos o heridos de gravedad. Nuestras filas quedaron muy mermadas y sufrimos lo indecible mientras contemplábamos impotentes como varios miembros de una misma familia perdían la vida en aquel horror
donde la muerte se cebó con nuestras tropas mostrándonos su fea y depravada cara. El odio hacia el enemigo me roía las entrañas al contemplar aquella carnicería y la impotencia me hacía llorar de rabia porque no conseguía ver un trozo de tierra sin un cuerpo caído.
La ofensiva de Córdoba fue un completo fracaso y en el frente del Ebro donde nos encontrábamos nosotros, algo parecido. No solo fueron un completo desastre en el terreno bélico sino que, en el humano, lo fueron mucho más, porque sirvieron y fueron el detonante para que todos nos diéramos cuenta de la difícil situación en la que estábamos; ver aquella devastación nos hacía desconfiar cada día un poco más de nuestros generales. Es duro admitirlo pero en esos terribles episodios ya fuimos conscientes de que la guerra estaba perdida y por primera vez empezamos a preguntarnos qué
sería de nosotros.
Los restos de nuestras tropas vagaron desperdigadas por la ribera del Ebro, sin mandos, sin órdenes concretas, sin avituallamiento, sin armas ni municiones; en suma, sin directrices. Aquel abandono de nuestros jefes nos hacía parecer una cuadrilla de facinerosos, pues hacía tiempo que nuestros uniformidad había desaparecido en aras de proteger nuestros cuerpos de la intemperie Aguantamos hasta finales de Enero de 1939, esperando órdenes que nunca llegaron y entonces supimos que era el final. La tristeza se apoderó
de nosotros y la incertidumbre nos mantuvo en vilo durante algún
tiempo. Fue así, de repente, cuando la fiebre del “sálvese quien pueda” nos invadió, sobre todo cuando nos informaron que, prácticamente todo el territorio nacional, ya estaba en manos franquistas.

En estos cruentos episodios de la Batalla del Ebro cayeron numerosos hombres de ambos bandos, muchos eran soldados de nuestro ejército, compañeros de andadura durante meses y también algunos vecinos de mi pueblo resultaron muertos o heridos de gravedad. Nuestras filas quedaron muy mermadas y sufrimos lo indecible mientras contemplábamos impotentes como varios miembros de una misma familia perdían la vida en aquel horror
donde la muerte se cebó con nuestras tropas mostrándonos su fea y depravada cara. El odio hacia el enemigo me roía las entrañas al contemplar aquella carnicería y la impotencia me hacía llorar de rabia porque no conseguía ver un trozo de tierra sin un cuerpo caído.
La ofensiva de Córdoba fue un completo fracaso y en el frente del Ebro donde nos encontrábamos nosotros, algo parecido. No solo fueron un completo desastre en el terreno bélico sino que, en el humano, lo fueron mucho más, porque sirvieron y fueron el detonante para que todos nos diéramos cuenta de la difícil situación en la que estábamos; ver aquella devastación nos hacía desconfiar cada día un poco más de nuestros generales. Es duro admitirlo pero en esos terribles episodios ya fuimos conscientes de que la
guerra estaba perdida y por primera vez empezamos a preguntarnos qué sería de nosotros. Los restos de nuestras tropas vagaron desperdigadas por la ribera del Ebro, sin mandos, sin órdenes concretas, sin avituallamiento, sin armas ni municiones; en suma, sin directrices. Aquel abandono de nuestros jefes nos hacía parecer una cuadrilla de facinerosos, pues hacía tiempo que nuestros
uniformidad había desaparecido en aras de proteger nuestros cuerpos de la intemperie Aguantamos hasta finales de Enero de 1939, esperando órdenes que nunca llegaron y entonces supimos que era el final. La tristeza se apoderó de nosotros y la incertidumbre nos mantuvo en vilo durante algún tiempo. Fue así, de repente, cuando la fiebre del “sálvese quien pueda” nos invadió, sobre todo cuando nos informaron que, prácticamente todo el territorio nacional, ya estaba en manos franquistas.

Mi hermano Juan, Antonio y yo, más algunos compañeros y vecinos de nuestro municipio que habían hecho la guerra con nosotros, formamos un nutrido grupo y después de arduas deliberaciones que nos llevaron varios días, tomamos la decisión de pasar a Francia. Una vez que supimos de la caída de Tarragona el día quince de Enero de 1939, nuestras últimas dudas se despejaron y supimos que era el momento de escapar. La mayoría de mis
compañeros tenía familia en España, mujer e hijos, al igual que mi hermano Juan y mi cuñado Antonio y fue muy difícil tomar esta decisión, ya que el camino del exilio, nunca lo habíamos contemplado pues siempre soñamos con dar la vuelta a la guerra y ganarla, pero la triste realidad era la que era y teníamos que huir de la represión que, sin duda, nos esperaba si permanecíamos en España. Nos terminó de decidir, la carta que habíamos recibido
días antes en la que mi padre nos informaba que, Miguel, mi hermano, había sido hecho prisionero en el frente de Córdoba y que a la sazón estaba en el Penal del Puerto de Santa María.
He vivido muchos días tristes en mi vida pero siempre recordaré aquellos como unos de los más horrorosos: no solo habíamos perdido la guerra sino que deberíamos abandonar nuestro país, nuestras familias y todo aquello por lo que habíamos luchado. Días duros y difíciles en los cuales me tragué mis miedos y mis lágrimas para tratar de consolar a mis hombres; aquellos hombres que lo perdieron todo cumpliendo con su deber, que lucharon por sus ideales y por sus libertades. Algunos decidieron acompañarnos,
otros se quedaron a la espera de su suerte, pero, afortunadamente, la gran mayoría eligió huir pues las tropas franquistas, borrachas de odio y triunfo, fusilaban indiscriminadamente a su paso por las poblaciones sin distinguir entre militares y civiles.
Emprendimos nuestra huida por los caminos y carreteras catalanas el día 22 de enero de 1939, camuflados entre una marea humana que, a pie, en animales o utilizando carros, se dirigían a la frontera. No éramos nosotros, los militares, los únicos que escapábamos; miles de personas, la mayoría ancianos,mujeres y niños, con el miedo retratado en sus rostros llenaban los caminos en un éxodo nunca imaginado. En algunos momentos llegué a pensar que media España había emprendido la huida. Todos caminábamos de
prisa, con miedo y angustia ante nuestro incierto futuro, pero algunas mujeres que cargaban con sus hijos pequeños, tenían la faz demudada y una premura inusitada. ¿Por qué, o de qué? tenían tanto miedo ¿De qué? huían si ellas no tenían nada que temer ¿O sí? Un día que llevé a hombros al hijo de una de ellas para aliviarle el camino, le pregunté por qué se iba si ella no debía temer represalias y me contestó que, huía de España, porque no quería que sus hijos crecieran en un lugar tan lleno de odio. Este temor al rencor entre españoles, la asustaba más que las bombas.Después me dijo que, su marido, soldado republicano, había sido combatiente en el Ebro y ella pensaba que habría escapado al otro lado y los estaría esperando en Francia. No la volví a ver más pues nuestros caminos se separaron a nuestra llegada a Gerona. Tardamos seis días con sus noches en llegar a Figueras y lo hicimos, escondiéndonos a menudo de la aviación franquista que bombardeaba los caminos con frecuencia sin importar el numeroso contingente civil que por ellos transitaba. Gracias a la espesa vegetación de la zona y lo abrupto del terreno por el que transitábamos que nos brindaba refugio, pudimos salvar nuestras
vidas pues corríamos a escondernos entre la maleza en cuanto oíamos acercarse los inconfundibles motores de los aviones.
Cuando llegamos a Figueras parecíamos mendigos de terrorífico aspecto, con nuestras ropas rotas y sucias y aquellas barbas de varios días que los daban aspecto de asaltantes de caminos en lugar de honorables soldados del Ejército de la República. Afortunadamente, pudimos contactar con grupos de resistencia que encontramos en la ciudad y que ya prácticamente actuaban en la clandestinidad ayudando a los militares que habíamos optado por el camino del exilio. Fueron ellos los que nos informaron del avance
franquista y otras particularidades que, nos vinieron a confirmar, que el camino de Francia, era nuestra única salida. Fue nuestra última decepción y yo, que soy un optimista convencido, perdí toda esperanza y empecé a sentirme abandonado por Dios.
Nuestros compañeros nos ofrecieron un refugio y algo de comida. Era la primera vez en muchos días que comíamos caliente; una especie de gachas de harina de maíz con manteca rancia y tocino frito. Teníamos tanta hambre que las terminamos en un minuto y rebañamos la sartén con los dedos; como cuando éramos niños. Después nos aseamos, o por lo menos lo intentamos, pues el agua helada de un pozo cercano, no era precisamente lo más apetecible. Después de comer traté de afeitarme con mi vieja navaja pero no teníamos jabón, por lo que tuve que hacerlo en seco y era tal la cantidad de barba que cubría mi cara, que me costó mucho conseguirlo y en esta empresa, me dejé la piel señalada como un mapa y tal parecía que un gato rabioso me había atacado y había clavado sus garras en mí. Esta escabechina en mi cara fue la nota de humor del día, porque una vez perdido todo, los seres humanos, o morimos o remontamos y nosotros decidimos remontar. Huiríamos sí, pero volveríamos. Aquel exilio no iba a ser para siempre. Alguien vendría a ayudar y acabarían por echar a Franco y a su camarilla. Entonces, cuando no corriéramos peligro, volveríamos a nuestra Patria.